Coronavirus y racismo, la combinación mortífera en EEUU (I)

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© Fotografía de National Geographic de fecha 9/VI/2020, la breve reseña insertada en la imagen iconográfica es obra del autor.

Daría la sensación que las reseñas hablan por sí mismas, pero no lo hacen y no solo porque sea enrevesado razonar una geometría tan caprichosa. Tras ella, palpitan décadas y siglos de un racismo estructural y sistémico que lo sumerge todo: desde lo laboral a lo económico, social y medioambiental, transitando por la sanidad y salud pública de los Estados Unidos.

Pero, en estos trechos fluctuantes, tal vez, con la crisis sanitaria del SARS-CoV-2, ¿se agrandará la grieta de riqueza racial en la primera potencia mundial?

Y es que, al igual que ha ocurrido en España, la dirección del COVID-19 tiene un claro sesgo de afectados. Si en nuestro país los más vulnerables ante el patógeno han sido los individuos de edad avanzada y con un sistema inmunológico débil, el virus adquiere resultados demoledores para la urbe afrodescendiente, que evidencia muestras de contagios y muertes calamitosas como derivación de las desigualdades etnográficas.

Es sabido, que este colectivo arrastra padecimientos crónicos y apenas dispone de cobertura sanitaria, la mayoría pertenece a la clase trabajadora de primera línea que no pueden confinarse y acuden en medio del escenario epidemiológico.

Con lo cual, la afección del patógeno rotula al racismo estadounidense de manera inenarrable, desenmascarado en una estampa que no puede ser más expresiva: pilas de cadáveres que vertiginosamente se acumulan sin un beso ni un abrazo. Poniéndose de manifiesto, las enormes desproporciones endémicas que permanecen ignoradas en el tiempo.

Inmerso en la desdicha de la mortandad del coronavirus, en los últimos días EEUU se ha enfrentado a un espectro incansable que parece formar parte de su identidad: me refiero a la complejidad étnica que tan enraizada se esconde.

La historia de opresión e injusticia sobre el pueblo afroamericano no acaba, cuando el 25 de mayo un oficial de la policía de Minneapolis sujetó con brusquedad a George Floyd (1974-2020), un afroamericano.

Los detalles inhumanos captados por algunos paseantes con sus móviles, en segundos se hicieron virales por la severidad y el impacto en lo acontecido: el policía blanco comprimiendo con su rodilla el cuello de Floyd en el suelo, boca abajo y paralizado, tomando su último aliento y sin apenas fuerza en otro de los abusos raciales de la policía, solo pudo decir “¡No puedo respirar!”.

Posteriormente, la denuncia daría paso a la furia y el hastío de un pueblo cuya lista de fallecidos a diario se modifica. La amenaza de la pandemia y las recomendaciones en el distanciamiento social quedaron en un segundo plano, para cientos de miles de manifestantes; primero, en Minneapolis, con recorridos que finalizaron en episodios violentos, desvalijamientos, vandalismo y con más ímpetu, estropicio y enfrentamientos virulentos en numerosas metrópolis del Estado.

En medio de la debacle y ante el panorama que gradualmente se ha inoculado en las mentes y corazones de muchos ciudadanos, Donald John Trump (1946-73 años) ha polemizado con endurecimiento, calificando a los asistentes como “terroristas” y advirtiéndoles con hacer uso de las Fuerzas Armadas para devolver la ley y el orden.

Con estos antecedentes preliminares, Estados Unidos aglutina los elementos precisos, para convertirse en el huracán epidémico que parece determinado a agrandar el conflicto, en función de las próximas elecciones presidenciales y con ello, la campaña de reelección, que según presagian los críticos, pretende encubrir la mala praxis ante la crisis sanitaria que flagela a este continente.

Nadie pone en duda, que, con la expansión planetaria del virus, Estados Unidos está franqueando uno de los intervalos más humillantes de su historia. A los más de 115.137 finados y 2.066.508 contagiados que habrán variado a la lectura de este texto, ha de añadirse la invernación viral por el estallido antirracista que pone en riesgo el rebrote epidémico. Siendo visible la peor crisis económica en 80 años y una herida que no se cierra con postergaciones enquistadas.

Tan quebradiza es la situación actual, que no son pocos los observadores que lo confrontan con una de las etapas más tenebrosas de la democracia estadounidense: la década de los 60 y el desconcierto nacional que ocasionó el crimen de Martín Luther King (1929-1968).

Por entonces, este país igualmente estaba agitado: al atentado en 1963 del presidente John Fitzgerald Kennedy (1917-1963), hubo de agregársele la progresiva inquietud por la dilatada intervención de EEUU en la ‘Guerra del Vietnam’ (I-XI-1955/30-IV-1975), también denominada ‘Segunda Guerra de Indochina’ y el auge del movimiento por los derechos civiles. No eran frecuentes, pero sí reiterados, los choques entre las autoridades y manifestantes que reivindicaban el fin de la contienda y la segregación.

Si en abril de 1968, se acabó con la vida de Luther King y el país rozaba el estallido máximo, en 72 horas, las críticas y reproches se expandieron a lo largo y ancho de los Estados, especialmente, Baltimore, Chicago, Washington y Kansas City, donde los participantes desafiaron a la policía e incendiaron edificios y espacios comerciales. A pesar de no existir una contabilización oficial de perecidos, se calcula que murieron más de 50 personas, cientos maltrechas y casi 20.000 detenidas.

Como en 2020, 1968 se imbricaba en el tema electoral. El presidente Lyndon Baines Johnson (1908-1973) acababa de informar que no aspiraría a la elección y aumentaba el prestigio de George Corley Wallace (1919-1998), gobernador de Alabama, al que se le reconoce por sus políticas segregacionistas y discriminación racial.

Finalmente, las elecciones cayeron del lado republicano con Richard Milhous Nixon (1913-1994) como vencedor, inculcando a la ciudadanía que él era el apropiado para reponer la ley y el orden. Los lapsos que prosiguieron se caracterizaron por fuertes tiranteces etnográficas, alcanzando su punto de ebullición hasta confluir en protestas generalizadas como las que en estos días se producen.

Recuérdese al respecto en 1992, el desconcierto vivido en Los Ángeles, tras absolver el jurado a cuatro policías por el fallecimiento el 3 de marzo de 1991 de Rodney Glen King, un taxista afroestadounidense, que murió aporreado a manos de los agentes. O el originado en mayo de 1980 en Miami, con la controvertible sentencia que eximió de cargos a cuatro uniformados culpados de asesinar a otro afroestadounidense.

Más recientemente, el 9 de agosto de 2014, se haría mención a Ferguson, en la periferia de San Luis, Estado de Missouri, la Ciudad que se estremeció por el suceso de Michael Brown, un joven de 18 años que agonizó tras ser abatido por Darren Wilson, un agente de policía.

Un año más tarde, en Baltimore, el 2 de abril, incuantificables, se estimaron los estropicios que dejaron las miles de concentraciones afloradas en repulsa por el homicidio de Freddie Carlos Gray, un hombre negro de 25 años que no resistió las lesiones producidas por los policías al tratar de detenerlo.

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© Fotografía de National Geographic de fecha 9/VI/2020 

En cada uno de los entornos puntualizados, las reprobaciones y censuras, al menos las más virulentas, se centralizaron en las localidades donde se desencadenaron los sucesos y son fiel reflejo de los traumas y fracturas que persisten en su ramificación. Como en 1968, la agonía en vivo de George Floyd en el vecindario de Powderhorn, Ciudad de Mineápolis, Minesota, como consecuencia del arresto de cuatro policías locales, por ser denunciado en una tienda y pagar con un billete falso de 20 dólares, lo equivalente a 18 euros. Lo acaecido, inmediatamente lo dice todo: falleció asfixiado por el policía Dereck Chauvin.

Las desaprobaciones de Washington han vomitado escenas apocalípticas en una colectividad familiarizada con las recriminaciones sociales, pero, de ningún modo, en este extremo de violencia empleada. Fundamentalmente, en los instantes en que los integrantes del servicio secreto y la policía trataron de conservar el cordón de seguridad entre la Casa Blanca y los reclamantes.

Vehículos calcinados, escaparates destrozados y establecimientos desvalijados es el saldo de una jornada contrarrestada con gases lacrimógenos, para sofocar a una muchedumbre que se valió de piedras y botellas. Un cuadro comparable se observó en Los Ángeles, Chicago, Nueva York, Mineápolis, Atlanta, Baltimore, Detroit y muchas otras.

Tales han sido las adversidades en la amplia geografía americana, que al menos en doce Estados, se han militarizado a la Guardia Nacional para salvaguardar el orden, porque humanamente la policía no ha tenido capacidad para neutralizarla.

Algo excepcional, porque nos estamos refiriendo a fuerzas que habitualmente se demandan para una emergencia natural, pero no para controlar a una población encolerizada.

Es más, en veinte ciudades se han establecido el toque de queda a partir de las 20:00 horas. Sin embargo, la disposición no ha obtenido los frutos esperados, porque las gentes han resistido en las arterias y avenidas hasta altas horas de la madrugada, sin desistir en sus reclamos.

Visto y no visto, innumerables analistas coinciden en calificar, que las circunstancias reinantes, son más delicadas que las experimentadas en 1968. Si bien, las diferencias eran más ideológicas y orientadas a cuestiones puntuales, como la Guerra del Vietnam o el racismo. Ahora, en Estados Unidos se convive en una coyuntura partidista, en el que las instituciones alargan las segmentaciones de republicanos y demócratas, por insignificantes o grandes que parezcan.

Todo lo que concierne a estos tiempos que corren, como el uso de mascarillas o guantes para escapar a los contagios, pasan a ser un argumento político recurrente, que se agita para ser inalcanzable y llegar a un hipotético consenso.

A ello ha de conjugarse el aspecto económico más peyorativo, en la que el empleo de uno de cada cuatro norteamericanos está destruido y las secuelas de una epidemia que se acerca cuantitativamente a los perecidos en la Primera Guerra Mundial o Gran Guerra, con 116.516 muertos, hoy con 115.137 óbitos y en los que en el horizonte no se atisba un desenlace demasiado halagüeño.

Y para el colmo, Trump, un líder errático al que poco o nada le importa difundir declaraciones disfrazadas si se amoldan a sus intereses, ha gobernado avivando la división antes que la unidad. Su pericia electoral con recados racistas y aplicando la fuerza, le han servido para fortalecer el voto blanco y a sus incondicionales que le siguen inexpugnables, así como la reputación. El nivel de aprobación aguanta con el 40% y sus electores están de acuerdo con la trayectoria que le define.

Por lo tanto, antes que apaciguar los ánimos, parece estar dispuesto a encolerizarlos.

Ciñéndome en la herida que no se cierra y que se torna en un eco más allá de la ola de agitación en el mundo, la información derivada de un proyecto de investigación colaborativo con base de datos oficiales de tiroteos de la policía de Estados Unidos, incrementado con informes emanados de obituarios, se desprende que cada treinta y cuatro horas un afroamericano es golpeado por agentes de la policía.

En promedio, desde 2013 hasta nuestros días, 277 afroamericanos se han convertido en víctimas de violencia. Primero, al evaluar los decesos a la sombra policial por etnias, como afroamericanos, blancos, hispanos, asiáticos y otros, en los últimos 6 años se alcanzaron las 7.663 muertes por intimidación, o séase, el 24%. De estas, 1.944 conciernen a afroamericanos, aun representado únicamente el 13% del conjunto poblacional.

Segundo, en el 97% de los sumarios no han existido implicaciones para los actores envueltos y ni siquiera se les instruyó una causa judicial. En el 3% restante de las incidencias, se hicieron responsables a los policías y en 13 ocasiones se condenaron a prisión.

Observando pormenorizadamente estas referencias: 1.892, finalizaron sin decisiones legales; 24, con proceso judicial abierto; 13, condenados a prisión; 9, absueltos y, por último, 6, desestimados.

Y tercero, el gatillo fácil es el estilo más redundante para materializar el delito. Así, 9 de cada 10 afroamericanos fallecieron con un disparo; solo 4 de los 1.944, perecieron por asfixia como George Floyd.

En resumen, 1.767, por disparo; 141, por pistola eléctrica taser; 11, por caza vehicular; 9, por restricción física; 7, por golpes; 4, por asfixia; 1, por gas pimienta y 1, por bastón policial.

No obstante, los indicios refundidos por la base de datos de violencia policial ‘The Washington Post’, confirman lo adelantando por otros y lo que el movimiento ‘Black Lives Matter’ expone: los individuos negros se sienten castigados asimétricamente por la fogosidad, ímpetu e impulso policial del país.

Las pesquisas se reúnen particularmente en tiroteos y se asientan en extractos de los cuerpos policiales y averiguaciones divulgadas en medios de comunicación y redes sociales.

En dicho reconocimiento, desde 2015 hasta la fecha, un total de 4.728 personas han fallecido por disparos de la policía; la mitad, blancos. Del resto, 1.252 eran negros; 877 hispanos y 214 pertenecientes a otros grupos. Los números demuestran el contraste de los residentes afroamericanos de cada Estado y la proporción de individuos negros muertos bajo la complicidad de la policía durante el año 2019.

Por ende, la mayor parte de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad ajusticiaron a más hombres negros que blancos con un predominio más elevado.

Tómese como ejemplo, el Distrito de Columbia con un parámetro poblacional negro del 50%, el porcentaje del índice de mortalidad corresponde al 88%, una discrepancia de 38 puntos porcentuales. En términos holísticos, el 24% de los extintos por disparos de la policía eran negros, cuando el 13% americano es negro, lo que entraña una discrepancia de once puntos.

Por consiguiente, la no discriminación e igualdad de la ley y ante la ley, configuran los ejes cardinales del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, DIDH, porque la conceptuación de igualdad es inherente a la dignidad humana de cada persona.

El respeto de los DH y los principios de igualdad y la no discriminación, valga la reiteración, son interdependientes, responsabilidad/responsable y en ellos se aboga la Declaración Universal de los Derechos Humanos, DUDH, y los principales Tratados Internacionales de Derechos Humanos, TIDH.

Conjuntamente, como plantea la Corte Internacional de Justicia, el impedimento y exclusión de la segregación racial es un deber de obligado cumplimiento. A pesar de las tentativas por llevar a su expresión los DH esenciales, prosigue el paradigma distorsionado de un país de 50 Estados que ocupa una espaciosa franja de América del Norte, con Alaska en el Noroeste y Hawái que ensancha su protagonismo en aguas del Océano Pacífico, con discriminaciones incrustadas en sus interminables formas.

Es evidente, que, en regiones de la aldea global, el terror étnico, o la instigación al aborrecimiento, los prejuicios y estereotipos son peculiaridades de la crónica diaria; algunas comunidades subsisten menospreciadas y las minorías aguantan amordazadas o negadas. La discriminación racial se practica enredando el progreso y el deleite de los DH. Está claro, que ningún Estado queda libre de tirar la primera piedra y todos desafían infinitas dificultades para erradicarla.

La divergencia del principio de igualdad consagrado en los marcos jurídicos y la presencia de la discriminación fundamentada en razón de la raza, color, descendencia u origen nacional o étnico, precisa de una introspección más pausada de las disposiciones ineludibles para contrarrestar el racismo puro y duro. Su alegato necesita de orientaciones, estrategias y políticas sistémicas que repliquen con garantías al abanico de conductas y actitudes abominables.

Hoy, en pleno azote epidemial, el clamor duplicado a una voz común ‘I can’t breathe’, que traducido significa ‘no puedo respirar’, desnuda el pecado original y redime la interrogante existencial a la que EEUU tenazmente se contradice; porque, en ‘the land of the free’, ‘la tierra de los libres que recuerda su Himno Nacional’, pervive confabulándose con la intransigencia de la aspereza racial.

Los nombres con sus retratos manchados de sangre que se alzan como letanías en lo más alto, son seres humanos de piel negra a pecho descubierto, indefensos y reducidos a la nada que perecen a las agresiones de la policía.

Ramalazos mortales que como no podían ser de otra manera, acarrean impotencia, abren heridas que jamás se cicatrizan y levantan manifestaciones y un sinfín de disputas. Despiadadamente, lo más incalificable se repetirá una vez más: el puzle del racismo estructural con cantos de sirena y promesas de reforma, llamados a diluirse con la próxima desgracia.

El relato que continúa a este pasaje, deja a expensas del lector la premura irrevocable de suscitar una reflexión honesta, serena y sensata sobre el pasado de Estados Unidos, sondeando a quién rendir cuentas y como prosperar en la búsqueda de la libertad, que en el siglo XXI todavía no ha logrado.