miércoles, abril 24, 2024

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EDUCACIÓN: FAMILIA Y ESCUELA I

Educar es creer en la capacidad del recién nacido de aprender. Para educar hay que estar convencidos de que hay cosas que deben ser sabidas para satisfacer la curiosidad (cualidad innata del ser humano, gracias a la cual aprendemos y por lo tanto progresamos y evolucionamos) y debemos entender que los hombres podemos mejorarnos unos a otros compartiendo nuestros conocimientos. Desde la Prehistoria, el hombre ha tenido como escuela de aprendizaje su propia experiencia y la asimilación de las cosas aprendidas por otros.

Cuando empecé la apasionante aventura de la enseñanza, allá por el año 1981, ya tenía la idea de que educar era pensar que el ser humano puede ir perfeccionándose y que no bastaba con impartir, sólo, los contenidos que venían en el libro, que debía fomentar entre mis alumnos el interés por las cosas que nos rodean, por las historias del pasado que envolvían la mitología griega, por la misteriosa incertidumbre del universo con sus agujeros negros, por mostrarles el exótico mundo de los dinosaurios (cuando aún no se hablaba de ellos en la escuela…), hasta que un día aparecieron en las pantallas de los cines en un Parque Jurásico y dejé de presentarles a esos magníficos amigos porque ya estaban en boca de todos. Pero también entendía que educar no era sólo eso, impartir conocimientos y satisfacer curiosidades, sino aportar elementos que hicieran que mis alumnos crecieran con unos valores que les fueran formando como personas y que aprendieran a vivir de forma más armónica con el resto de compañeros, para así saber convivir en sociedad. Y por otro lado, creía que debían ir adquiriendo su propio criterio, tener sus propias opiniones para no verse arrastrados por intereses ajenos en una sociedad que lleva al consumismo desbordado para enriquecimiento de otros y cada vez más ningunea los principios que hacen de hombres y mujeres más personas humanas.

En la celebración del 90 aniversario de la fundación del colegio, se reunieron alumnos, antiguos alumnos, padres y personas que tenían o habían tenido alguna relación con el centro educativo. Se fueron enseñando por grupos las instalaciones que muchos veían cambiadas por las distintas remodelaciones, aunque la estructura era la misma. Se tomaron unos aperitivos variados y se inmortalizó aquel acontecimiento con fotografías por grupos y por promociones. Pero de entre todos los recuerdos de ese día hay uno que guardo con especial cariño y no es por el hecho en sí, sino por lo que significaba. A mitad de mañana se me acercó un antiguo alumno, nos saludamos y acto seguido, me pidió perdón. Le pregunté que por qué, y me dijo que por lo que me había hecho rabiar. Le contesté que no me acordaba de eso y le di un abrazo. Un grupo de compañeros de su promoción nos rodearon para comprobar que cumplía su palabra de disculparse y al ver que si cumplió se marcharon amigablemente. Eso me hizo sentir feliz, no por el hecho en sí, sino porque el propósito de tratar de transmitir valores había hecho efecto con el paso del tiempo, que la semilla que yo pude plantar un día había germinado con el tiempo.

Muchas veces lo que un maestro o profesor se propone no tiene efecto inmediato, pero lo que importa es que sirva de base para ayudar a conformar la personalidad de los futuros ciudadanos, a hacer crecer a los chavales como personas con principios enriquecedores.

Hace unos meses un antiguo alumno se puso en contacto conmigo a través del privado de Facebook para saludarme y hacerme una petición. Me comentaba que era muy aficionado a la Ciencia Ficción gracias a que cuando tenía unos nueve años leí en clase un libro con cuatro relatos. Me preguntó si me acordaba del título del libro… Sí me acordaba, era “Historias secretas del espacio”. Me levanté, fui a la biblioteca e hice una foto a aquel libro infantil que todavía conservo. Y se la mandé. Al rato me contestó muy emocionado diciendo que sí era ese, que la portada era como él la recordaba. Me mandó una foto de cuando venía al colegio y su agradecimiento. Una semana más tarde me mandó otra foto en la que aparecía él con su incipiente falta de pelo y en sus manos el libro de su interés que había conseguido comprar. Me dijo que estaba impaciente por volverlo a leer.

Contar esto me ha parecido entrañable y da valor al “poder” que tiene la escuela en la formación de las persona o en la posibilidad de abrir caminos que desarrollarán distintas facetas en la vida de los jóvenes.

No hace mucho releía un libro que en su día me pareció muy interesante y con el que compartía la base de su filosofía y que dará pinceladas de color a este artículo, ‘El valor de educar’ del catedrático de filosofía Fernando Savater.

Nacemos humanos pero eso no basta: tenemos también que llegar a serlo. Para ello debemos ir preparándonos, formándonos, aprendiendo y madurando. Sin embargo los demás seres vivos ya nacen siendo lo que definitivamente van a ser: en muy poco tiempo ya actúan como animales adultos. En el caso del chimpancé, por ejemplo, a lo largo de su vida sólo sabrá repetir las mismas cosas que fue aprendiendo durante la primera fase de su vida, que fue corta, pero los humanos, cuya maduración es mucho más lenta, los niños adquieren nuevos conocimientos y podrán seguir aprendiendo durante toda su vida.

Los humanos nacemos aparentemente demasiado pronto, demasiado indefensos y necesitados de nuestros padres durante un largo periodo de tiempo. Debemos ir aprendiendo a vivir en sociedad, a convivir con los demás miembros del mundo en que nos vamos a desenvolver. Para ello “los recién llegados” deben aprender el lenguaje y los usos rituales y técnicos propios de su cultura, que será la herramienta que el intelecto usará para entender el mundo que le rodea, y este aprendizaje empezará por la imitación de sus semejantes empezando por sus padres y familiares más cercanos. Todos estos aprendizajes son para poder relacionarnos unos con otro ya que necesitamos vivir en comunidad, en sociedad; y en ella aprendemos unos de otros. De ello ya expresé mi opinión en el artículo anterior publicado en este mismo medio ‘No somos islas’.

Haciendo un poco de historia y yendo a los orígenes de nuestra cultura occidental vemos el origen de una distinción fundamental que aún colea hasta nuestros días y que es a los griegos a quienes se les puede atribuir el inicio de esta diferenciación y la idea de separar la educación y la instrucción. Cada una de ellas era ejercida por una figura docente distinta, la del pedagogo y la del maestro. El pedagogo pertenecía al ámbito interno del hogar y convivía con los niños y adolescentes instruyéndoles en los valores de la ciudad, formando su carácter y velando por su integridad moral. En cambio, el maestro era un colaborador externo a la familia y se encargaba de enseñar a los niños una serie de conocimientos como la lectura, la escritura y la aritmética. El pedagogo era un educador y su tarea se consideraba de primordial interés, mientras que el maestro era un simple instructor y su papel estaba valorado como secundario. Los primeros, educaban los espíritus de los hombres libres que se dedicaban a legislar y al debate político; los segundos, instruían a los artesanos y a los siervos que se dedicaban a la vida productiva.

En líneas generales, la educación, orientada a la formación del alma y el cultivo de los valores morales siempre ha sido considerada de más alto rango que la instrucción, que da a conocer destrezas técnicas o teorías científicas hasta que a finales del siglo XVIII alcanzó una consideración comparable, ya que cobra fuerza  la Ilustración, un movimiento cultural caracterizado por la reafirmación del poder de la razón humana frente a la fe y la superstición.  Más tarde el valor de ambas vertientes de los saberes se invirtió dando preponderancia a la geometría y otras ciencias para fundar una educación igualitaria y tolerante, capaz de progresar críticamente más allá de las tradiciones religiosas.

En la actualidad se valora el equilibrio entre la educación cívica y moral y la instrucción de materias técnicas encaminadas a la formación profesional de los ciudadanos. A esto se le llama educación integral, a la formación en ambas vertientes de las personas para que sean capaces de tomar decisiones, de buscar información, de relacionarse positivamente con los demás y que estén preparados para el mundo laboral.

Estos son los principios que a la mayoría de los maestros nos mueve cada vez que entramos en clase u observamos a los alumnos en el pasillo o en el patio del colegio o al llevarnos a casa en el pensamiento los problemas que debemos solucionar al día siguiente y que hacen que un chico o una chica no se sienta feliz…

📸 EL CISNE EDICIÓN DIGITAL

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