El belén, la humilde grandeza humanizada en Dios hecho hombre

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En el acontecer de los tiempos y de la Historia Universal, han surgido momentos e instantes puntuales, tal vez, indescriptibles, colosales y grandiosos por el inmenso calado en su derivación y el contexto que se une a los medios rudimentarios, que, si cabe, dificultaba la posibilidad de llevar a término su constatación; transmitiéndose oralmente de padres a hijos y de generación en generación como un rico legado, hasta calar en lo más hondo y convertirse en una piadosa tradición cargada de simbolismo catequético, para contemplar desde la espiritualidad a ese Niño que nació de la Virgen María.

Si hubiese que distinguir alguna de las páginas más trascendentes en el devenir de la Historia de la Salvación, indudablemente, nada de lo que a posteriori aconteció, como la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, se hubiese llevado a término en el plan salvífico de Dios, si con anterioridad no hubiésemos conocido el testimonio misionero descrito de primera mano como un acontecimiento único y singular: el Nacimiento de Jesús.

El evangelista San Lucas, en su prólogo extraído de la Biblia de Jerusalén dice literalmente: “Puesto que muchos han intentado narrar ordenadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra, he decidido yo también, después de haber investigado diligentemente todo desde los orígenes, escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido”.

Con estas fieles e insondables palabras asentadas en las Sagradas Escrituras, hoy disponemos de las mayores evidencias que resultaron hace más de dos milenios, cuando apenas sin ruido, algazaras, estruendos o alborotos, en el punto más sencillo y humilde de la Tierra, Belén, el Niño de Dios hecho hombre, cambiaría para siempre las mentes y corazones en el derrotero de las personas.

Textualmente y al pie de la letra el Santo Evangelio según San Lucas, en su capítulo 2, versículos del 1 al 7, nos detalla minuciosamente: “Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria Cirino. Iban todos a empadronarse, cada uno a su ciudad. Subió también José de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa que estaba encinta. Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento”.

Épocas más tarde, como tiempos, períodos, edades, reinados o centurias, Belén, la tierra que hospedó al Mesías, es una Ciudad palestina en la región conocida como Cisjordania, situada a unos nueve kilómetros al Sur de Jerusalén y enclavada en los montes de Judea; si bien, en un principio se denominaba Efrata, que significa fértil, seguidamente con la conquista de Canaán, se comenzó a llamar Belén, cuyo significado bíblico es ‘casa del pan’. Por fin, en una parte de esta comarca, se hace constar la existencia de un pesebre que deriva de ‘praesepium’, término empleado por Eusebio Hierónimo, conocido comúnmente como San Jerónimo, pero también, como Jerónimo de Estridón o, simplemente, Jerónimo (347-420 d. C.), que tradujo la Santa Biblia del griego y hebreo al latín hacia el año 350 de nuestra era, por encargo de Su Santidad el Papa Dámaso I (305-384 d. C.).

A su vez, ‘praesepium’ viene de ‘prae-sepas’, que parece conservar relación con el griego ‘he phatne’, que significa “la concavidad donde se deposita el alimento del ganado”, cuya raíz procede del sánscrito ‘bredh’.

Con estos precedentes iniciales, en los primeros siglos de la cristiandad difícilmente se representaban imágenes del nacimiento o de la vida de Jesús, debido básicamente a las amenazas y persecuciones de las que eran objeto los cristianos. Contexto complejo que les apremiaba a ser cautos y reservados en sus expresiones externas.

Ya, en la concatenación de este itinerario que nos reportará al belén, no se conoce con relativa precisión los primeros indicios de esta realidad, pudiéndonos apoyar en la tesis del siglo II, cuando las referencias de la feliz vicisitud se difunde en las catacumbas con indudable mutismo, donde los primeros cristianos se congregan para sus celebraciones domésticas y en las que aflora una tímida expresión afín con este Misterio.

Al ser estos cementerios extremadamente respetados por la población romana, que ni mucho menos imaginaba la idea de invadirlos y profanarlos; ni tan siquiera, con la finalidad de atacarlos para consumar alguna captura, ha de añadirse, que la amplia mayoría de las catacumbas pertenecían a importantes personalidades del entresijo romano, con privilegios a los que no se podía transgredir, a no ser que se dispusiera de algún fundamento explícito.

Paulatinamente, al incrementarse la función primitiva de estos santos recintos, pasando a ser un paraje habitual de reunión y no únicamente para dar sepultura, el ambiente se hizo más cálido, siendo la chispa de inducción para que se enriquecieran las paredes con contenidos religiosos. Todo ello, sin haberse eclipsado el temor a ser sorprendidos, conllevaría a que las imágenes se declarasen con símbolos, más difícil de descifrar que lo escuetamente representativo. Luego, se encadenaría una diversidad de signos navideños decorados en claustros, templos, abadías y monasterios, para mostrar a todas luces, la Historia Sagrada esculpida en piedra.

Estas antiguas revelaciones concretan la base de una formidable cantidad de obras artísticas como pinturas, dibujos o grabados que van surgiendo en estos lapsos y lugares precisos, con el designio de transferir el hálito de la Navidad; pero, que ciertamente no puede reconocerse como belenes o pesebres, porque están orientados a la escultura.

Por esta lógica son escasas y exiguas las expresiones atesoradas que datan de este momento, a excepción del hallazgo de la ‘Adoración de los Magos’ en la catacumba de Domitila del siglo IV; o el Nacimiento en el que aparecen las figuras del buey y el asno envolviendo el pesebre, pero sin las imágenes de José y María en la catacumba de San Sebastián, también del siglo IV; o el grabado de María con el Niño en brazos, protegida por el Profeta Isaías que indica la estrella, localizado en la Capella Greca del cementerio de Priscila del siglo II y que, hoy por hoy, es la pintura más lejana.

Con la paz de Flavio Valerio Aurelio Constantino (272-337 d. C.) en el año 313, al concluir aparentemente los acosos y acechos de los cristianos, esta materia comienza a extenderse libremente y se le otorga el matiz religioso que abarca. Alumbrando las primeras tentativas en el cuidado de la elaboración artística, como es el caso del pesebre entre el buey y el asno descubierto en un enterramiento de la Basílica de San Juan de Letrán, en Roma, cuyo pasado se establece en el año 345.

Inmersos en la Edad Media y con el despertar del Románico, capiteles y portadas se ven beneficiados con ideas emparentadas al Nacimiento, certeza que se desenmascara en Francia e Italia. Inicialmente, se encarnan inspiraciones independientes del Misterio de la Natividad, aunque es de entrever, que además del Nacimiento propiamente visto, los hechos más frecuentes se atinan en la Anunciación y la Adoración de los Magos.

Las causas parecen intuitivas: la primera, por conjeturar la máxima expresión en la génesis del Misterio y la hermosura plástica; y la segunda, por lograr proporcionar una representación radiante y totalizar el acatamiento de los humano a lo divino.

Por lo tanto, la Adoración a los Magos emerge en el arte paleocristiano, encontrando su seña de identidad en las basílicas bizantinas con la Anunciación a María, en la que concurre una clara diferenciación entre las interpretaciones orientales y occidentales. Esencialmente, porque el arte bizantino personaliza a María efectuando labores caseras, como extraer agua del pozo o tejiendo; en comparación con la disciplina occidental, que la exterioriza recitando o implorando. Fundamentándose la desigual concepción que sobre la mujer ha existido entre Oriente y Occidente.

Mismamente, la alegoría del Ángel se modifica, porque si en un principio está sujetando un bastón de mensajero, ahora yace con una vara de azucenas que significa la pureza de María.

En 1223, ocurre un suceso histórico de gran repercusión para la espiritualidad y grandeza del advenimiento de Dios hecho hombre, corroborado con la celebración de la Santa Misa en San Francisco de Greccio, Italia. Con ello, la estampa del Nacimiento que se había caracterizado por la pintura y la magnificencia del relieve, pierde algo de protagonismo.

En consideración a lo acontecido en tierras italianas, San Francisco de Asís (1182-1226) recién venido de Roma, donde S.S. el Papa Honorio III (1150-1227) acababa de otorgarle el reconocimiento de la Orden Franciscana de la que era su fundador, coincidiendo con los días de la Navidad de este mismo año, colocó en una pequeña gruta de Greccio un pesebre con las imágenes de San José, la Virgen María y el Niño con algo de paja, a las que le acompañaba un buey y un asno vivos, porque entre sus devotas voluntades, anhelaba contemplar por sí mismo el Nacimiento del Niño eterno. Por tal motivo, eligió este emblemático lugar para oficiar la Misa de Nochebuena, a la que concurrieron, aparte de los religiosos, numerosas personas colindantes.

Sucintamente, entre la documentación consultada, esta sería la noble reseña de lo allí ocurrido, pero faltaría por llegar la secuenciación de lo sobrenatural.

En el transcurso de la consagración, la imagen del Niño de Dios tomo aspecto de carne mortal, posiblemente, queriendo recompensar de este modo la simplicidad y el amor sin límites a los asistentes y al Santo de Asís.

Desde aquella noche memorable, el belén se propagó mediante los franciscanos a cualesquiera de los rincones que éstos visitaban desempeñando la misión, favoreciendo el estilo de la Orden y haciendo entrega de la buena noticia al pueblo llano. Caminando infatigablemente calzadas y poblados, hasta encajar el pesebre en el vivir diario de las personas, habiéndose humanizado y popularizado, sin perder por ello, su enorme fondo catequético.

Tras la celebración de la Misa de San Francisco, los templos de la Orden adoptaron el uso de montar el Nacimiento en los días de Navidad. Una práctica que gradualmente fueron acogiendo el resto de Órdenes religiosas, imprimiéndole cada una su temperamento y leves diferenciaciones. Tales, como la segunda Orden franciscana, la perteneciente a las Clarisas, que exclusivamente instalaba al Niño Jesús en la cuna, pero, envuelto por manos de monja con magníficos paños, tejidos y calados; resistiéndose a aumentar la composición con las imágenes de San José y la Virgen. Asimismo, los jesuitas y dominicos hicieron suya esta costumbre y la transfirieron ardientemente, aumentando la iconografía sagrada.

Al hilo del germen escenográfico de los orígenes del belén, los siglos XVI y XVII abarcan unos tiempos en los que tras abandonar la Edad Media (476-1492), la supervivencia continúa siendo inexorable y por ende, la manera de ser del sujeto, pese a las influjos extranjeros del Renacimiento (1300-1600), persiste siendo agrio e inflexible; cuestión que denota un estilo concreto.

No obstante, no es hasta la Edad Moderna, siglos XV al XVIII, cuando los más virtuosos disponen el Nacimiento de Jesús como fuente de iluminación de su obra, explotándose como manifestación artística y no puramente mística.

Sin lugar a dudas, en el Renacimiento ya se extiende esta coyuntura, pero es en la segunda mitad del siglo XVII y con algo más de fuelle en el siglo XVIII, cuando el arte belenístico consigue su mayor grandiosidad con los principales artistas de la época, que lo engrandecen a niveles inmejorables; mientras, los pequeños artesanos lo divulgan haciéndolo accesibles a las clases populares.

En el siglo XVII, los napolitanos se configuran en el mayor exponente de la maestría en figuras del belén, detallando con escrupulosidad tanto la cabeza, como los brazos y las manos, las piernas y los pies, estando el cuerpo satisfecho de fibra vegetal que las hace considerablemente flexibles a cualquier posición. Las indumentarias aplicadas, conformes a la moda del momento, le produce esa incoherencia tan acostumbrada en los belenes que no les quita la fascinación ni el realismo.

No es hasta el año 1759, con la llegada al trono de España de Su Majestad el Rey Don Carlos VII de Nápoles, como Carlos III de Borbón (1716-1788), cuando el belén adquiere su apogeo y solemnidad en el afán Real de divulgar el mensaje evangélico, impulsando entre sus súbditos la propagación de esta liturgia.

Doña María Amalia de Sajonia (1724-1760), cónyuge de Carlos III y reina consorte de España, Nápoles y Sicilia, adquirió un importante papel a la hora de generalizar el belén en el Reino de España; instalando un Nacimiento en el Palacio del Buen Retiro de Madrid. Precisamente desde este intervalo, es cuando los artesanos deciden reemplazar las cabezas de madera por las de barro, simplificando el procedimiento de confección con una mayor expresividad en el rostro.

En seguida, los nobles de la Corte se las ingenian para imitar a S.M. el Rey y la modalidad se amplifica: primero, entre la aristocracia, a la que le sigue la burguesía y por último, el pueblo, que la hace suya cuando los artífices más sencillos lo ponen a su alcance económico, disminuyendo la calidad artística, pero lógicamente, obteniendo una resonancia excepcional.

Lo que primeramente había sido un pensamiento del monarca para intensificar la conciencia religiosa de las gentes, acabaría superponiendo el campo artístico y popular sobre lo bíblico.

Los especialistas en el tema, al percibir que su labor era amparada reproduciendo personajes populares, adornaron la perspectiva con componentes representativos de la región, dejando sobrevolar su figuración hasta alcanzar una ostentación de desbarajuste histórico, ahora innovando los paisajes palestinos por fértiles tierras italianas o los mismos pastorcillos hebreos, convertidos en actores populares de la población napolitana.

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Con el mismo talante quedaría la sencilla gruta franciscana en un ingente templo pagano, de la que no se salvaría ni tan siquiera la imagen de la Virgen María, que pasó a ser ejemplificada como una fastuosa y condescendida matrona romana, muy al antojo del populacho, que de este modo, daba colorido a las sobrias definiciones de los evangelistas.

Obviamente, a lo largo y ancho de siglo XIX la acumulación de material surgido del siglo XVIII, hace que la creación artística se contenga, quedando en manos de pequeños artesanos el privilegio de conservar una cadencia mínima de producción; debiendo superarse la segunda mitad del siglo XX, para que de nuevo reaparezca con empeño la comparecencia de escultores de gran notoriedad, dispuestos a perfeccionar su tarea belenística.

En definitiva, el belén tradicional apenas se parece al actual, porque más bien es alegórico en vez de realista, disponiendo de figuras a distintas escalas, según su categoría y en dos planos: el celeste y el terrestre. Sirviéndose de ingenios luminosos como velas o candiles, e incluso, con elementos que, de acuerdo con las ideas, hoy resultarían inconcebibles. De ahí, que el belén formara parte del dulce y exigente proceso de la transmisión de la fe.

Consecuentemente, quien mejor nos puede exhortar en tono catequético y pedagógico sobre el significado y el valor del belén, es el Santo Padre Francisco que en su Carta Apostólica Admirabile signum, fielmente no expone: “El hermoso signo del pesebre, tan estimado por el pueblo cristiano, causa siempre asombro y admiración. La representación del acontecimiento del Nacimiento de Jesús equivale a anunciar el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios con sencillez y alegría. El belén, en efecto, es como un Evangelio vivo, que surge de las páginas de la Sagrada Escritura. La contemplación de la escena de la Navidad, nos invita a ponernos espiritualmente en camino, atraídos por la humildad de Aquel que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre. Y descubrimos que Él nos ama hasta el punto de unirse a nosotros, para que también nosotros podamos unirnos a Él”.

Actualmente, sumidos en patrones de vida que nos han hecho perder de vista lo más esencial del existir y coexistir, como es el amor de Dios, con un grave retroceso de los valores morales y espirituales, y para peor, engañados no tanto por la manipulación publicitaria que muestra la tendencia mercantilista, sino, más bien, por lo que parece esclavizarnos en una sociedad de consumo que desvanece la divinidad de Dios en todos sus órdenes.

Por tanto, combatamos para que no se debilite la luz que brilla en el belén, allí donde, quizás, hubiese caído en el olvido; hasta desempolvarlo y descubrir nuevamente ese corazón que late más apresuradamente en el instante que colocamos la figura del Niño Jesús, hasta insuflar y revitalizarnos con el espíritu de la Navidad.