“El mundo mira con temor el nuevo panorama que se cierne en Oriente Medio” (II)

0
128

La vuelta al poder de los talibanes tras dos décadas de conflicto bélico, ha desencadenado episodios de desconcierto e impotencia que, por doquier, se repiten en el Aeropuerto Internacional de Kabul; mientras, en un éxodo que no cesa, la muchedumbre trata de huir abordando los vuelos de repatriación, después que las milicias irrumpieran en la capital y el pasado 15/VIII/2021 el Presidente Ashraf Ghani Ahmadzai (1949-72 años) abandonase el país de facto gobernado.

Y es que, súbitamente, se pone punto y final al protagonismo estadounidense y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, abreviado, OTAN, o Alianza Atlántica, en Afganistán. Un desenlace escabroso a la misión de combate más prolongada por Washington y que deja en su estela un sinfín de heridas por cerrar.

Desde el repliegue de las fuerzas norteamericanas, los talibanes se han envalentonado en lo más alto con el control de vastos sectores, hasta hacerse con varias capitales de provincia. Si bien, parecen atisbarse algunas negociaciones, las posiciones de una solución pacífica se disipan. 

Decididos y, a su vez, enfervorizados por su éxito grandilocuente, además de la falta de resistencia por parte de las fuerzas afganas y una mínima presión internacional, dejan a merced que se refuercen con acciones violentas de todo tipo. Toda vez, que, para las mujeres afganas, su hechura atrevida es terrorífica.

Tal vez, nos hallamos ante la reminiscencia del despiadado régimen talibán, en el que las mujeres experimentaron continuas violaciones de los derechos humanos.

Con estos centelleos iniciales, para hilvanar el entramado de Afganistán que Estados Unidos sostuvo y nutrió durante décadas, es inevitable remitirse a los acontecimientos expuestos que preceden a esta narración. No obstante, igualmente hay que remontarse a la ‘Guerra del Vietnam’ (1-XI-1955/30-IV-1975) y a otras disyuntivas derivadas de la ‘Guerra Fría’ (1947-1991), en los que el Gobierno de la Casa Blanca se empeñó en expandir su sistema político a territorios de diversas regiones del planeta, al objeto que no cayesen en manos de influencia soviética.

Curiosamente, este patrón reincidió con asiduidad: si los grupos insurgentes comunistas eran vencidos militarmente, tarde o temprano, el establecimiento de la democracia liberal y del capitalismo, caería por su peso.

Ahora bien, con la permisividad de adjudicarse la recompensa esperada, no suponía un inconveniente añadido, el tener como socio a gobiernos totalitarios. Por ello, analizada la ocupación soviética (1979-1992) y la ‘Segunda Guerra Civil Afgana’ (1992-1996), me ceñiré al ‘Gobierno talibán’ (1996-2001) y, por último, al conflicto actual que abarca desde el año 2001 hasta el presente.

Primero, una vez aupado en el peldaño más elevado, los talibanes infligieron un intransigente paquete de máximas, asentado en una exegesis extremista del Islam y de la Sharía. La educación de las niñas quedó prácticamente inhabilitada. Conjuntamente, se impidió el trabajo a las mujeres, con la salvedad de aquellas que lo cumplían en el ente sanitario. Y, mucho menos, sin un burka hasta los pies y un acompañante masculino, no se les consentía salir del entorno doméstico. 

Por lo demás, los acometimientos dejaron decenas por miles de mujeres viudas, quedando subyugadas a las leyes draconianas y la mayoría, pendiendo de la ayuda de las Organizaciones Internacionales. Su rastro, fundamentalmente en las áreas urbanas, fue arduo: el 81% padecía un deterioro en la salud mental; el 42% sufría síntomas de trastorno por estrés postraumático, y el 21% se aferraba a inclinaciones suicidas.

Al mismo tiempo, que mujeres y niñas eran seleccionadas como objeto de discriminación y abuso, los hombres y los niños también se sintieron oprimidos a limitaciones y violencia por razón de género, exigiéndoles por poner un ejemplo, la barba larga y acicalados con el tradicional shalwar kameez.

Asimismo, a miles de hombres se les incomunicó y torturó, viéndose reducidos a la extorsión, los abusos físicos y la violencia sexual. Para ser más preciso en lo fundamentado, el Comité para la Promoción de la Virtud y la Supresión del Vicio, abreviado, CPVPV, justificaría el uso de prácticas feroces para hacer cumplir las leyes. Las más reincidentes eran las palizas en público, tanto a hombres como a mujeres. 

En la misma línea, los individuos condenados por adulterio y delincuencia se les ejecutaba los viernes en el estadio de deportes de Kabul, y en las mismas instalaciones se recluía a hombres, mujeres y niños forzados a presenciarlo.

En esta vorágine de acotaciones, quedaba privada la televisión, o la radio o cualquier movimiento corporal generalmente con música, como una forma de expresión y de interacción social con fines de entretenimiento, artísticos, reproductivos y religiosos. O recintos no musulmanes, como las estatuas de Buda de Bamiyán, derribadas el 11/III/2001. Al igual, que muestras e insignias nacionales, arrasadas y dañadas.

Esta arremetida cultural, por denominarla de alguna manera, no sólo tenía como primicia reescribir lo retrospectivo de Afganistán, sino que aparejaba un esfuerzo pactado para avasallar y aniquilar a grupos étnicos y religiosos minoritarios. Véanse los grupos étnicos no pastunes, principalmente los hazaras, acosados y reprimidos a una masacre y limpieza étnica. Se presume que en 1998 unos 2.000 afganos, incluyendo hazaras, fueron exterminados en un ataque contra Mazär-e Sharif, capital de la provincia de Bali y la cuarta más grande y poblada del país; más 300 hombres, mujeres y niños hazaras matados intencionadamente, cuando en el año 2001 se disponían a buscar amparo en una mezquita de Yakawlang, en la ciudad de Bamiyán.

A este tenor, la disponibilidad de los servicios esenciales han de reconocerse considerablemente restrictivos. En Kabul, únicamente estaba disponible un hospital apenas equipado y en funcionamiento a cuentagotas, para el medio millón de mujeres que residían en la metrópoli. 

Obviamente, como éstas constituían casi la plantilla del profesorado, el ingreso a la enseñanza para los niños a los que todavía se les autorizaba a asistir al colegio, drásticamente se les negó.

Paralelamente, la economía se detuvo, porque las fábricas que permanecían funcionando eran las instituidas por las Organizaciones Internacionales para elaborar prótesis ortopédicas. En cierto modo, los afganos se transformaron en un pueblo dependiente de la contribución externa, incluso para cubrir la alimentación básica.

Una vez más, muchos desplazados afganos volvieron a sus hogares con el anhelo que el régimen rehabilitara el orden deseado. Pero, la marejada de retornados quedó reducida a los mínimos: a los refugiados no les quedó otra que huir apresuradamente a Pakistán, Irán y otros estados contiguos, en el momento que la ‘Guerra Civil’ no se había descartado, sino que sencillamente ocupaba otros métodos de represión y arbitrariedad, si acaso, más destructivos.

Como resultado de los excesos generalizados de los derechos humanos, en adelante, DH, con el agravamiento de la indigencia y el paro, los talibanes quedaron sin el respaldo interno que en principio recibieron. Al igual que se disipó el exiguo apoyo internacional, conforme avanzaba la escalada de represión y los vínculos con Al Qaeda se hicieron manifiestos. 

Aun así, en Afganistán, los estragos del combate persistieron más allá. En tanto, los talibanes apuntalaban su supremacía, varios señores de la guerra se aliaron con Burhanuddin Rabbani (1940-2011), Ahmad Shah Masud (1953-2001) y Mohamed Ismail Khan (1946-75 años), hasta constituirse la ‘Alianza del Norte’.

Dicha coalición, distinguida oficialmente como ‘Frente Islámico Unido por la Salvación de Afganistán’, envolvió a facciones uzbecas conducidas por Abdul Rashid Dostum (1954-67 años), grupos chiíes hazaras y grupos islamistas pastunes antitalibanes dirigidos por Abdul Rasul Sayyaf (1946-75 años).

Con el soporte financiero de la República de la India, la República Islámica de Irán y la Federación de Rusia, la ‘Alianza del Norte’ acometió objetivos civiles y militares inspeccionados por los talibanes. Era evidente que, en 2001, los talibanes dominaban poco más o menos, que el 80% de Afganistán.

Y, segundo, el laberinto imperante que engloba desde el año 2001 hasta los trechos de hoy, hay que retrotraerse al 7 de octubre, cuando una ‘Coalición de Fuerzas Internacionales’ guiadas por Estados Unidos, declaró la guerra al gobierno talibán. Con las acometidas perpetradas el 11/IX/2001, los norteamericanos y sus socios se activaron con el designio expreso de hacer que Afganistán prescindiese de ser la cuna del refugio de los terroristas.

Los publicitados atropellos de los DH consumados por los talibanes, específicamente, el trato degradante que consentían a las mujeres, favoreció para que en Occidente se robusteciese el aval público y político a la guerra. 

El encaje de las fuerzas estadounidenses llegó a sus mínimos y los talibanes lo sortearon con artimaña: bien, internándose en Pakistán o disolviéndose entre la población local. 

En gran medida, se confió en las incursiones aéreas y en el refuerzo aportado a los grupos antitalibanes. Realmente, se originaron pocas disputas reales entre las huestes talibanes y el ejército americano: las ofensivas en tierra se generaban entre los fundamentalistas islámicos y la ‘Alianza del Norte’. Con lo cual, la hegemonía transitoria de los talibanes disminuyó después de perder Mazär-e Sharif, en favor de las avanzadillas leales a la ‘Alianza del Norte’. 

Ya, en noviembre de 2001, la ‘Alianza del Norte’ entró en Kabul y los talibanes se rindieron en Kandahar. Posteriormente, en 2003, Estados Unidos comunicaba la finalización de las principales operaciones de combate. 

Pero con anterioridad, en el otoño e invierno de 2001, los noticiarios internacionales exhibían imágenes de afganos festejando el declive de los talibanes. Sin embargo, estos retratos de aparente respiro y confianza, se ofrecieron para ensombrecer actitudes aciagas de la interposición. En otras palabras: se constatan resarcimientos contra los pastunes, homicidios en masa de integrantes talibanes y agravios perpetrados por las tropas estadounidenses. 

Indiscutiblemente, aquí se esconden las barbaries incurridas en Dasht-e Leili, desierto en Jowzjan y una de las treinta y cuatro provincias de Afganistán, donde se supone que los miembros de la ‘Alianza del Norte’ encabezada por Dostum, dispararon, atormentaron y asfixiaron a unos 2.000 talibanes, ejecutados en al menos 20 fosas comunes; así como hechos de violencia étnica, en los que se encuadran vejámenes, sustracciones y crímenes de pastunes que habitaban en el Norte.

Simultáneamente, en noviembre de 2001, Naciones Unidas convocó a los principales bandos afganos para que concurriesen al ‘Acuerdo de Boon’ (5/XII/2001), en Alemania, descartando a Al Qaeda y los talibanes. En el mismo, se constituyó una Administración provisional precedida por Abd El Hamid Karzai (1953-63 años), por el que se delegaba la apuesta en escena de una ‘Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad’, por sus siglas, ISAF.

En contraste a los ‘Acuerdos de Seguridad’ materializados, el de ‘Boon’, no impuso a dejar las armas; como tampoco se creaba una causa para dirimir la verdad y rendir cuentas en lo que atañe a los quebrantamientos acaecidos. Sino que se determinó una clara continuidad con dos pilares cardinales: uno, para los contenidos políticos, y otro, para los trabajos de socorro, recuperación y reconstrucción. 

Aunque existieron diversas tentativas por introducir disposiciones en el ‘Acuerdo de Boon’ que impidieran la dispensa de los crímenes de guerra cometidos, muchos de los participantes en las negociaciones se movilizaron para paralizar tales medidas. Del mismo modo, se opusieron a cualquier alternativa que les requiriera el desarme de sus efectivos. Producto de todo ello, el texto no abarcó referencia alguna a un arreglo del desarme y a la desmovilización de los combatientes.

En definitiva, las tareas para rehacer Afganistán eran irrisorias en un Estado que urgía de forma consternada una agenda de leyes, orden e instituciones capacitadas para facilitar los servicios básicos. La representación del Gobierno se mantenía condicionado a la capital, la regularización y preparación de las ‘Fuerzas de Seguridad Afganas’, incluyéndose a su ‘Ejército Nacional’, taxativamente descuidado hasta el surgimiento de la insurgencia.

En su recorrido predominante, Afganistán, es uno de los países más necesitados y menos desarrollados de la aldea global. Cerca de la mitad de su conjunto poblacional subsiste en la penuria, y más de la mitad de los niños padecen desnutrición crónica.

Con respecto a la mejoría de los servicios, no ha de desdeñarse, que en los primeros años de la caída de los talibanes se dieron algunos avances, mayormente, en lo que concierne a la educación y la salud: la cuantificación de niños escolarizados supera los seis millones y se han formado centenares de matronas. 

Amén, que los desafíos irresueltos son de grandes dimensiones, porque, uno de cada cinco niños sucumbe antes de llegar a los cinco años; o una de cada ocho mujeres muere por contratiempos vinculados con el embarazo; o dos millones de niños, de los que dos tercios son niñas, tienen truncado acudir a la escuela. 

Faltaría por interpelarse, ¿qué ha sucedido con la ayuda internacional? No sólo el volumen se ha quedado corto para lo acometido, sino que mucha de esa asistencia no ha resultado eficaz. 

Con muy poca diferencia, casi el 40% del apoyo proporcionado desde 2001, ha regresado a los estados donantes como beneficios o pagos, y una parte significativa no ha llegado a manos de los afganos más desamparados.

Atrás subyace el ofrecimiento de un ‘Plan Marshall’, en ningún tiempo cristalizado y que tan desesperadamente se urgía para remendar un Estado en ruinas y afianzar la seguridad. 

Las cotas de auxilio y otras pertenencias designadas a Afganistán en los años subsiguientes al desmoronamiento de los talibanes, cabría definirlo, como exiguos para contrarrestar las enormes dificultades y aprietos. La donación convenida arribaba con tardanza y la ‘Invasión de Iraq’ (20-III-2003/1-V-2003), viró la atención política y la cadena de recursos dispuestos.

Cada uno de los ingredientes descritos compusieron vacíos de poder en algunas áreas, secundando a enfervorizar a los señores de la guerra y sus milicias en otros sectores. Luego, difícilmente estaban al margen los afganos escépticos y escaldados, que habrían de sobrellevar cuantiosas estrecheces económicas y sociales, manteniéndose en un contexto de decaimiento y extenuación ante las facciones antigubernamentales emergentes.

Alcanzado el año 2006, las condiciones de seguridad se erosionaron: los asaltos en las carreteras y en otros puntos colindantes se multiplicaron; a la par, que los atentados suicidas se reprodujeron con el saldo estremecedor de más de un millar de víctimas civiles. 

Tres años más tarde, los afanes y aspiraciones para descartar las amenazas con sus cuatro aristas: llámense, objetiva, subjetiva, estática y dinámica, en el momento que la violencia alcanzó los niveles más elevados desde el desplome de los talibanes, se deterioraron en demasía. Éstos y otros grupos, han esparcido su servidumbre en el Sur y Este y demarcaciones del Norte, Oeste y Centro. 

Es por ello, que más de 250.000 afganos ubicados en el Sur y Este, persisten desalojados internamente como consecuencia del conflicto.

En la cara o faz de una moneda, en su anverso, entre 2002 y 2008, más de 5 millones de refugiados consiguieron retornar; y en su reverso, más de 2 millones lo hicieron en Pakistán y 900.000 en Irán. 

De ellos, la amplia mayoría jóvenes aún no dan crédito de la paz en Afganistán. Habiendo de salvar infinidad de rémoras en su largo caminar fuera de la tierra que los vio nacer, sin el desenvolvimiento adecuado para el desarrollo de las destrezas que lo integrarían con normalidad en la comunidad de origen. 

Remontándome al año 2008, una media de tres afganos se halló frente a la ejecución sumaria por dispositivos antigubernamentales cada cuatro días. Las muertes de civiles por antecedentes de actos militares se empinan en lo más alto, con más de 750 afganos perecidos por irrupciones aéreas.

En espacios competidos por adjudicarse el dominio, la vivacidad que encara a la población, digamos que es más desfavorable: primero, numerosos civiles se ven acorralados entre una Administración corrompida y que apenas adecua los servicios básicos y contada protección; segundo, grupos de forajidos y señores de la guerra que a más no poder, despojan y arrinconan a la población y que en muchos casos en la sombra encubierta, están emparentados al Gobierno; y tercero, insurgentes que metódicamente emplean el terrorismo para sobrepasar lo habido y por haber en sus ambiciones. 

Consecuentemente, poco o nada, se ha hecho por abordar el legado del pasado. Cómo las grietas físicas de la guerra, los ramalazos psicológicos son inmensos, y entre el escepticismo creado por el ahínco que tenga algún foco opositor para revertir el escenario punzante, al avasallamiento talibán en Afganistán únicamente lo ha resistido una de sus treinta y cuatro provincias. 

Me refiero a Panshir, un enclave que se alza como el baluarte de la resistencia a las módicas voces políticas que todavía se atreven a desafiar al grupo fundamentalista. Precisamente, uno de sus antiguos apoderados, el exvicepresidente Amrullah Saleh (1972-48 años), invita a sumarse a este movimiento. 

Finalmente, al cierre de esta exposición, la decisión de hacerse con el aeropuerto de Kabul a partir del 1 de septiembre, hace aumentar aún más la desconfianza entre las miles de personas víctimas del abatimiento que inundan las inmediaciones del recinto. Lo que aventura una carrera fatídica por escapar de un territorio de facto gobernado por el Emirato Islámico de Afganistán.

O lo que es igual, el albergue de extremistas y terroristas.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.