miércoles, abril 24, 2024

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Hiroshima y Nagasaki, en el umbral del cataclismo de la humanidad

En un ejercicio de memoria histórica que pretende estimular la profunda reflexión y el debate pausado sobre la necesidad de descartar las armas nucleares, setenta y cincos años más tarde, o séase, hace tres cuartos de siglo y en el marco de la Segunda Guerra Mundial, los hechos apocalípticos aquí relatados rememoran las bombas atómicas lanzadas a principios de agosto de 1945, con uso militar no experimental.

Si bien, los efectos desencadenantes de los proyectiles no fueron similares, porque la posición geográfica de ambas ciudades contribuyó en el grado de devastación. En Hiroshima, ubicada en Honshū, la isla principal del Japón, las olas de fuego y radiación se propagaron a borbotones y a mayor distancia que en Nagasaki, cuyo relieve abrupto redujo el esparcimiento de la catástrofe.

En dichas superficies no quedaron en pie ni una sola construcción, incendiándose las estructuras de acero de las edificaciones. Idénticamente, las ondas expansivas de la detonación hicieron saltar en pedazos cristales de ventanas, estando situadas a unos ocho kilómetros.

Del mismo modo, las arboledas se asolaron desde la raíz y abrasadas al calor. En áreas como los muros de algunos inmuebles, quedaron esculpidas las sombras de carbón de almas que improvisadamente se desintegraron por la deflagración monstruosa. Y el fuego in misericorde, se adueñó de lo que se encontraba a su paso, principalmente, en Hiroshima, donde se generó una tormenta de combustión con vientos de hasta sesenta kilómetros por hora.

Por doquier, había igniciones, mientras en este paisaje dantesco, miles de personas y animales perecieron abrasados, o bien, sufrieron gravísimas quemaduras; e incluso, heridas por los fragmentos de vidrios y otros materiales incrustados que se dispararon en todas direcciones.

La muerte de más de 200.000 individuos y los sobrevivientes con penosas consecuencias mortíferas, se amplificó a las generaciones que estarían por llegar, inmortalizándose el lastre y extremo demoledor que puede alcanzar el raciocinio más depravado de la mente humana.

Al margen de la interpretación tradicional de estos acontecimientos y el tiempo transcurrido, lo cierto es, que ha ocasionado innumerable controversia en historiadores y analistas, dando lugar a otras lecturas e interrogantes con discrepancias inciertas: ¿Objetivamente, era indispensable que Estados Unidos emplease las bombas atómicas?, o acaso, ¿los artilugios atómicos eran el verdadero motivo de la rendición de Japón, como indica la aclaración más convencional del episodio? o ¿existieron otros precedentes que le reportaron a la resignación?

Sin duda, la supuesta narración de las vicisitudes divulgadas por la gestión norteamericana tras la guerra, y respaldado por el discurso en la radio del emperador Hirohito (1901-1989), en el que comunicó oficialmente la capitulación refiriéndose a una “nueva y cruel bomba”. Una oratoria difícil de digerir por la urbe nipona y en un lenguaje excepcionalmente preciso, que desató dificultades de entendimiento e indujo a una traducción al japonés contemporáneo.

Con estos antecedentes preliminares, el enorme coste de vidas humanas inocentes producido por el arma de destrucción masiva puesta a punto unas semanas antes, aparentemente, se vería argumentado por impedir una escabechina aún superior, en el caso que las fuerzas estadounidenses materializaran la invasión por vía terrestre. Y así sucedió: Japón, se entregó el 15 de agosto de 1945.

Según cuestiona EEUU, no cabía otra coyuntura que el lanzamiento de las bombas, para al menos, salvar la caída de miles de soldados americanos. Sin embargo, a esta altura del laberinto bélico, Japón ya estaba vencido. Luego, el plan maquiavélico era político-militar.

Ya, desde los prolegómenos de la ofensiva, EEUU tramaba concretar el reparto territorial a su favor y apuntalar la supremacía internacional; tal, como ocurría con la Alemania nazi, empeñada con apoderarse del Viejo Continente.

Queda claro, que una meta con fines contrarrevolucionarios, le incumben mecanismos contrarrevolucionarios. Los dos, por igual, americanos y germanos, apelaron el terrorismo de Estado, el racismo y los tentáculos del genocidio, para aniquilar sin complejos, a millones de personas y conseguir sus aciagas intenciones.

Primeramente, el requerimiento de la rendición absoluta de Japón con la Conferencia de Potsdam (17-VII-1945/2-VIII-1945), sería exclusivamente para los militares. Porque, en tanto la población japonesa era hostigada y maniatada por los bombardeos, los aliados convenían si preservar al emperador nipón, que, inmediatamente de conducir la guerra, optó por hacer algunas variaciones en el gobierno y así favorecer la negociación con los aliados.

Ya, en marzo de 1945, con el primer bombardeo a Tokio se descompuso el 50% de su infraestructura. En mayo, junio y julio, respectivamente, otras localidades japonesas sucumbieron con la lluvia de las bombas de napalm. Estimándose que con anterioridad a Hiroshima y Nagasaki, la cuantificación de los decesos sobrepasaban el millón.

El recelo de los aliados estribó en un permisible pronunciamiento de las masas japonesas, ante el desplome de un régimen fracasado. Véase como ejemplo Italia, Francia y Grecia, que trataron con regímenes reaccionarios, la mayoría colaboracionistas de los nazis, a cambio de defender los regímenes y el Estado capitalista ante multitudes con indicios revolucionarios.

La política estadounidense para el país asiático pretendía bombardear, penetrar y conservar a Hirohito en el puesto e imponer un gobierno de ocupación. En manos del General Douglas MacArthur (1880-1964), la invasión se alargó siete diabólicos años. Entre algunas de las decisiones democráticas que no concordaban, estaría la de privar toda reseña en la prensa que derivase en algunos de los pormenores de las bombas.

Segundo, la Conferencia de Yalta (4-II-1945/11-II-1945) que se mantuvo antes de finalizar la Segunda Guerra Mundial entre Iósif Stalin (1878-1953), Winston Churchill (1874-1965) y Franklin D. Roosevelt (1882-1945), además, de la citada Potsdam, rediseñaron la cartografía del planeta; obviamente, en atención a los actores vencedores. La aparición de los soviéticos no era de buen gusto para los americanos, pese que éstos habían derrotado a las tropas unificadas nazis.

Seguido a los acuerdos, faltaban algunos flecos por precisarse, fundamentalmente, en Asia, donde Stalin estaba dispuesto a continuar su marcha ascendente. El desmoronamiento japonés, dejaba a merced de los americanos su poderío en el Pacífico, transformándolo en su bastión principal del Extremo Oriente.

Así, como la reintegración de ciertos sectores de la industria nipona, especialmente, la producción textil que trabajaba a pleno rendimiento, con la intranquilidad de China e Inglaterra.

La posesión del inmenso mercado chino era una de las prioridades indispensables del imperialismo norteamericano. Para conquistarlo, se valdría del principio de “puertas abiertas”. En otras palabras, la no segmentación de China en circunscripciones de influencias y la independencia en la iniciativa privada.

Visiblemente, la abrumadora hegemonía económica de los estadounidenses, les concedería polarizar la suma del mercado chino. Aunque, se encaraban las aspiraciones de americanos y rusos, que contaba con el Partido Comunista en franca evolución y directrices estratégicas importantes.

De alguna forma, a la burocracia estalinista no le motivaba extender la revolución, aunque más adelante terminó constituyendo un glacis o círculo en Europa del Este, sin otra cosa que para su propia protección. En tanto, que se habían dado signos evidentes de su falta de interés en Grecia, Francia e Italia, donde las fuerzas comunistas cedieron las causas revolucionarias a las burguesías de esas naciones.

Indistintamente, no más lejos de Stalin, la URSS era un socio poco fiable para el imperialismo, porque, en el fondo seguía siendo un Estado obrero y a los ojos del mundo se coronó como la bestia negra de los nazis. De ahí, que era irremediable ponerle límites.

Tercero, en paralelo a sus designios imperialistas, Roosevelt permitió la creación de la bomba atómica desde marzo de 1942. El denominado proyecto Manhattan continuó su trazado imparable hasta 1945, en un codicioso esfuerzo con el que los americanos pusieron sus recursos a disposición de unos científicos destacados, con la preferencia de llevar a término la primera bomba atómica antes que el ejército nazi.

El colofón se consumó y el engranaje del poderío militar estadounidense permanece desde entonces hasta nuestros días. Una consecución armamentística que incitó a sus contendientes a ponerse manos a la obra en la fabricación de sus propias bombas; lo que paulatinamente desembocó en la Guerra Fría (1947-1991) y con la aldea global en más de una ocasión al borde de la amenaza nuclear.

Harry S. Truman (1884-1972), que reemplazó a Roosevelt en los últimos coletazos de la guerra, observó en el lanzamiento de las bombas la viabilidad de “dictar los términos al final de la guerra”. Con ello, Estados Unidos comenzó la “pax americana”, que coincide con la coyuntura militar y económica dominante y el primer fracaso con la derrota de Vietnam (1-XI-1955/30-IV-1975). Y, cuarto, las bombas atómicas se erigieron en la cúspide de los bombardeos a las masas, que emprendieron los aliados en Europa y Asia en 1943, con el desarrollo de los procesos revolucionarios.  

En el intervalo del año anterior y 1947, EEUU, dotaba su democracia y la libertad, al tiempo que se presentaba como el redentor de las colonias, frustrando y desbaratando las revoluciones obreras: millones de hombres, mujeres y niños fallecieron con sus bombas en Roma, Grecia, Alemania, Argelia, India, Madagascar y otros tantos lugares. El imperialismo glorificó su prolongación y sus democracias se fundamentaron en millones de muertos.  

Ciñéndome en los protagonistas de este aniversario: Hiroshima y Nagasaki, la primera, padecería la hecatombe de una acometida nuclear, hasta aquel momento, desconocida e ignorada por lo que se desencadenaría.

El 6 de agosto de 1945, cerca de las 7:00 horas, los nipones detectaron aeronaves norteamericanas encaminándose al Sur del Archipiélago; una hora después, las sirenas antiaéreas desvelaron la proximidad de tres aviones. Los mandos militares se serenaron, al valorar que un número tan exiguo no ejecutaría un ataque aéreo masivo. Pero, como norma de precaución, los sistemas de alarma y frecuencias locales difundieron señales de alerta, para que la población se dirigiera a los refugios.

A las 8:15 horas, el bombardero Boeing B-29 Superfortress “Enola Gay”, pilotado por Paul Warfield Tibbets (1915-2007) dejó caer sobre Hiroshima a “Little Boy” o “el niñito”, nombre con que se bautizó la bomba que tenía una potencia de 15 kilotones de TNT, equivalente a 15.000 toneladas de TNT con 60 kilogramos de uranio. Un ruido fragoso selló el momento del estallido, seguido de una luminosidad que encendió el cielo.

Esa misma jornada despuntó minutos más tarde de las 5:00. No obstante, la expulsión de la bomba se hubiera realizado a las 6:00 con perfecta visibilidad. Pero, se aguardó que las arterias de la ciudad se atestaran con unos 100.000 o 150.000 civiles, que desde la 7:00 o 7:30 iniciaban sus labores. La bomba detonó a una elevación de 580 metros y rebasó los tres mil grados de temperatura. Todo se incineró de golpe en un radio de cuatro kilómetros. En un soplo, 80.000 mil personas sucumbieron.

Por las repercusiones de la radiación, en poco más de dos horas fallecieron otras 60.000 personas; con el paso de las semanas y meses los números crecieron. Unas 70.000 resultaron gravemente malheridas y el 80% de la ciudad se disipó.

Tras la descarga descomunal, en la suposición, pero no en la práctica, los estadounidenses aguardaban la entrega de Japón, pero esto no ocurrió. El alto mando oriental dedujo que los Estados Unidos disponía únicamente de la bomba empleada y, ya que la calamidad se había perpetrado, no iban a cesar en su empeño.

En vista de los resultados, para exhibir su fortaleza y una mayor potencia letal, arrojaron una segunda bomba nuclear. Setenta y dos horas hubieron de transcurrir, cuando a las 11:02 del día 9 de agosto, el espectáculo inhumano del exterminio se repitió, pero, ahora en Nagasaki, enclave en Kyūshū, una de las islas menores de Japón.

El bombardero B-29 “Bockscar” conducido por el mayor Charles W. Sweeney (1919-2004) lanzó a “Fat Man”, apodada “el gordo”, un ingenio de plutonio con una potencia de 20 kilotones, con capacidad de liberar el doble de energía que la de uranio. Estalló en las coordenadas establecidas: 470 metros por encima del terreno y causó temperaturas de cuatro mil grados centígrados.

De los 240.000 habitantes, 75.000 perecieron en el acto y 60.000 quedaron maltrechos; al igual que en Hiroshima, la radiación fue demoledora afectando por miles, hasta perder la vida en días posteriores.

Inminentemente, el ministro de guerra japonés, Korechika Anami (1887-1945), notificó que combatiría hasta quedar sin soldados. Pero, en esas horas trágicas los oficiales del ejército y la armada afrontaban la desmoralización y el abatimiento del emperador Hirohito, que decía estar preparado para refrendar la capitulación. En cinco días, los nipones desistieron incondicionalmente ante las fuerzas aliadas. La Segunda Guerra Mundial que arrancó allá por 1939, se daría por concluida con este desenlace siniestro de damnificados.

Tanto Truman como el aparato miliar y gubernamental, justificaron que el empleo de las bombas atómicas alivió las cifras de víctimas mortales, si el conflicto se hubiese alargado. Otra de las explicaciones subyace, en que los germanos estaban en plena efervescencia confeccionando un artefacto nuclear, que, a su vez, manejarían contra los aliados, si éstos no se hubieran atrevido a utilizarla en Japón.

Irracionalmente, los americanos defendieron la tesis que las bombas sitiaron solamente blancos militares, dado que Nagasaki básicamente se consagraba como zona industrial, con una acerera y fábrica de torpedos.

Y, ni mucho menos, la memoria viva de Pearl Harbor quedaría en el tintero de la incógnita. Aquel 7 de diciembre de 1941, los japoneses atacaron repentinamente la Base Naval de los americanos en el puerto de Pearl Harbor, una laguna costera de la isla de Oahu, en Hawái. En el fatídico suceso perecieron 2.403 soldados y marineros y otros 1.178 quedaron lesionados de diversa consideración, perdiéndose 188 aeronaves y 19 barcos acabaron hundidos.

En nuestros días, no son pocos los historiadores sustentados en la hipótesis que los japoneses jamás hubieran claudicado a la rendición; como del mismo modo, tampoco habrían muerto millones de civiles, si finalmente la invasión a Japón requiriera los medios terrestres.

Para asentar este argumento, se determinó que el régimen nipón sólo admitía la redición tras recibir la segunda bomba nuclear. Haciéndoles creer que, a corto plazo, en el resto de poblaciones se liberaría una lluvia de bombas. Aun así, se tiene la opinión, que EEUU no disponía de un tercer explosivo nuclear listo, debido a los inconvenientes en los preparativos del material radiactivo; pero, había otro en discordia, al que le quedaba pendiente el suficiente material fisionable.

Con lo cual, por definición, la bomba atómica es un crimen de guerra cuando se recurre a ella, porque el poder destructivo no discrimina entre civiles y militares.

En la última etapa de 1945, los bombardeos atómicos habían matado a más de 200.000 personas, incluyendo a quiénes agonizaron intoxicados por la radiación. Tal vez, en estos dígitos, se eclipsan el rastro de los supervivientes conocidos como ‘hibakusha’, cuyas secuelas físicas y psicológicas se postergan en el anonimato.

Las armas nucleares dispuestas llegaron a su pico máximo en la Guerra Fría, cuando EEUU y la URSS alcanzaron un equilibrio estratégico con la conjunción de ojivas y el convencimiento, que ninguno de los dos subsistiría en un conflicto mutuo. Progresivamente, la proporción de ojivas tiende a simplificarse, pero otros actores han aflorado en estos años y son viejos en el camino: EEUU y Rusia y, como primicia, China, que se encamina a la carrera armamentística.

Se emprende así una interminable partida de deterioro que se consumaría con el símbolo de la Guerra Fría: la caída del Muro de Berlín (9-XI-1989). Las bombas nucleares alteraron el orden mundial y los que se veían capacitados, apostaron por el material atómico como arma disuasoria.

Al logro científico de la tecnología nuclear de EEUU en 1945, le seguiría en 1949 la Unión Soviética. Idénticamente ocurriría con Reino Unido, en 1952; Francia, 1960 y China, 1964, que casuísticamente conformaron el selecto club de los cinco actores que legalmente poseen armas nucleares, de acuerdo con el Tratado de No Proliferación Nuclear, por sus siglas, NPT, firmado en 1968. Hoy, existen nueve países blindados nuclearmente: EEUU, Rusia, Reino Unido, Francia, China, Pakistán, India, Israel y Corea del Norte. Todos, aglutinan más de 14.000 armas nucleares, pero, indudablemente, EEUU y Rusia acumulan más del 90%.

Consecuentemente, Hiroshima y Nagasaki, evidenciaron el summum de la mayor destrucción habida y por haber con la incidencia del capitalismo y la contrarrevolución imperialista, donde para vergüenza de la raza humana, el infierno de la radiación atómica confirmó que el poder dañino no tiene límites.

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