La ignorancia es curable, la estupidez es para siempre

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En una mañana despejada de final del verano, hace 20 años, terroristas de Al Qaeda estrellaron dos aviones de pasajeros contra las Torres Gemelas y un tercer avión contra el Pentágono. Con el resultado de 2.977 personas asesinadas y 6.000 heridas en Nueva York, el Pentágono y Pensilvania. 

Falló el sistema de un país con un aparato de defensa que parecía imposible que pudiera ser atacado tan fácilmente. Por primera vez, el pueblo americano tuvo el escenario de la guerra en su propia casa.

Todo había cambiado en un instante y la respuesta a los atentados marcaría la pauta para las décadas venideras. Sirvió como advertencia de que el mundo –ya muy conectado– se ha convertido en latentemente peligroso. 

Con el amanecer de Internet, tal y como lo conocemos, la proliferación de los correos electrónicos y los sitios web despegando, el momento resultaba propicio. Entonces, todavía no se habían activado las redes sociales, aceleradores de lo que está pasando. 

El Congreso de Estados Unidos hizo una detallada investigación sobre el 11S y retuvo durante 15 años las 28 páginas del informe. Lo más grave es que 20 años después sigue faltando una explicación coherente. 

¿Tendrá esto que ver con la insistencia del pensamiento mágico estadounidense en ser un “constructor de naciones” global, para justificar la pujante economía del complejo militar-industrial, la necesidad de mover armas y continuar el boyante negocio?

Dos décadas después, tras la guerra contra el terror (Irak y Afganistán), con un coste de 8 billones de dólares y 900.000 vidas, se sigue poniendo en cuestión la explicación “oficial” de lo que pasó aquel día. 

Queda la abrumadora evidencia de la gente que, entre el miedo y la perplejidad, vio in situ cómo se quemaba el acero (lo que sólo es posible con la termita, reacción química que combina aluminio y un óxido metálico, generando una gran cantidad de calor), escuchó el estallido de las explosiones y el derrumbe en caída libre de los edificios. Sólo un ignorante de la física y la química, se creería la historia oficial. 

Así que hay razones fundadas por las que se siguen exigiendo pruebas que aún no se han hecho públicas en su totalidad. Se acepta la historia oficial y no se toleran las preguntas. 

Richard Clarke, presidente del Grupo de Seguridad Antiterrorista, bajo el mandato de George W. Bush, en su libro “Contra todos los enemigos”, ofrece un testimonio esclarecedor de las intenciones, al confesar que durante el verano de 2001 trató de llamar la atención –sin éxito alguno– de alguien en la administración republicana. Esta anomalía puede ayudar a entender el escepticismo que perdura 20 años después. 

Un día después del ataque, el 12 de septiembre de 2001, Clarke presenció el momento en que Donald Rumsfeld (secretario de Defensa con George Bush y anteriormente con Gerald Ford), partidario de una estrategia militar sin concesiones, dijo: “No hay buenos objetivos en Afganistán. Deberíamos invadir Irak”. 

Dicho y hecho. Quienes no habían querido tomar en serio las alarmas, tardaron un cuarto de hora en empezar a explotar los atentados en su propio beneficio, arruinando así las simpatías con las que Bush contaba inmediatamente después del terrible atentado. 

Podría haber golpeado al enemigo con ataques aéreos y el mundo, conmocionado, no habría puesto reparos, pero tuvo que escuchar a los que estaban empeñados en avivar guerras en Oriente Medio. 

Con ello llegó la respuesta militar, empezando con el ataque a los campamentos de Al Qaeda en Afganistán y la persecución de Bin Laden, hasta su captura nueve años después. Así como la tortura, como método de interrogatorio (en la prisión de Abu Ghraib, Irak, y en “agujeros negros” de todo el mundo) dejando una mancha en la reputación del país que tardará en limpiarse. 

Haber permanecido en el avispero afgano, después de cazar a Bin Laden, fue una torpeza y un despilfarro sin sentido. Pero por infausta que haya resultado la guerra de Afganistán, incluida la calamitosa retirada, la de Irak resultó ser aún más aciaga, por la fabricación interesada de un pretexto falso: las armas de destrucción masiva, que no existían pero que la Administración republicana afirmó repetidamente haber encontrado. 

Tras los muros de la clasificación y el privilegio de los gobiernos para ocultar errores y fechorías, la verdad muere en la oscuridad cuando las mentiras prevalecen. Y esta fue una falsedad cocinada por el belicoso VP, Dick Cheney, que se apoyaba en una argucia, la de que los terroristas de Al Qaeda trabajaban mano a mano con Sadam Hussein. 

¿Quién en su sano juicio ataca a un país, para vengarse del 11S, cuando sabe que ese país no tuvo nada que ver? 

Lo cierto es que las agencias de inteligencia fallaron, al igual que han naufragado en Afganistán. En el caso del 11S, había información disponible de que algo podría ocurrir, pero no se utilizó para advertir, proteger o impedir el pavoroso atentado. Ahora se está desclasificando información que podría resultar embarazosa para los saudíes y para el gobierno de Estados Unidos. 

El enigma con el que nos hemos encontrado ha sido el hecho de que casi todos los actores del 11S eran saudíes. La invasión de Afganistán tenía como objetivo atrapar a Osama Bin Laden, porque se creía que lo albergaban en “la tumba de los imperios”. Al final lo encontraron escondido en Pakistán. Curiosamente, Bin Laden era egipcio y su poderosa familia estaba bien conectada con la familia real saudí. 

Nadie se molestó en investigar a los estudiantes pilotos que no estaban interesados en aterrizar (15 de los 19 “aviadores” y atacantes del 11S eran saudíes), lo que resulta inaudito porque nadie que aprende a volar se niega a tomar la lección de aterrizaje. Después del ataque, ningún vuelo salió de los EE UU excepto los que llevaban a todos los funcionarios saudíes de la embajada saudí y sus familias. 

El salvaje atentado sirvió como excusa para la reacción militar: invadir Irak, transformando el escenario de la verdad por algo más lucrativo, y nutrir el orgullo nacional, derrochando medios humanos y materiales en Afganistán. 

El país más poderoso del mundo, humillado con las sucesivas derrotas, ha quedado atrapado entre la tragedia del 11S y el desastre de Irak y Afganistán. Y ahí sigue, incrédulo, herido y dividido.

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