jueves, abril 25, 2024

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Las perseidas, trazados centelleantes que han viajado durante años, siglos y milenios, hasta hacerse sueños en los deseos”

En un intrascendente abrir y cerrar de ojos, de pronto nos atinamos ante el infinito del Universo; pero, ajenos a este orden que singulariza la sinfonía de los cuerpos celestes, desde tiempos inmemoriales, el devenir de los astros nos ha servido de referencia en el frontispicio de la Humanidad.

Según fueron prosperando los homínidos, parte de sus inclinaciones animales se postergaron hasta adquirir la capacidad de lógica, era inminente la curiosidad por adentrarse en la bóveda astral.

Por aquel entonces, se tomaba la referencia de la disposición de las constelaciones e intercalaba con las creencias religiosas que, evidentemente, pretendía esclarecer aquello que no se interpretaba fácilmente.

Es de esta manera, como en el más antiguo de los períodos prehistóricos, o sea, el Paleolítico, el discernimiento de los cazadores y recolectores sobre el enclave de cada astro y constelación en una determinada estación del año, debía ser meticuloso y fundamental para situarse en el orden del tiempo y el espacio.

Sin dilación, los ciclos quedaron impertérritamente definidos para el resto de la Historia con las fases lunares, las variaciones del sol en el horizonte o la duración de los días y las noches interrelacionados con la vida, la fecundidad, el sueño eterno o el rumbo a seguir como nómadas en la búsqueda de recursos, empleando la visión de las estrellas con las que en seguida se fijaría la prececión de los equinoccios.

A este tenor, iban a estar prendidas, aquel aluvión de estrellas que, como un portento estelar, más tarde denominaríamos las ‘Perseidas’.

Señas de identidad que serían el umbral de la relación entre el hombre y el cosmos, una correlación incuestionable cuando el raciocinio forma parte de una de las peculiaridades del género humano.

Con ello, dejamos de depredar en la naturaleza para manipularla a nuestro libre albedrío, domesticando animales y plantas que alimentábamos y trabajábamos.

Al punto que la deducción de los astros cambió, incorporándose a viejas afirmaciones.

Mientras, los intrascendentes entes que estamos con vida, continuamos debatiéndonos ante el espacio imperecedero que nos envuelve y que se prolonga en su evolución, conforme a unos criterios que intentamos vislumbrar, como ya hicieron nuestros predecesores más antiquísimos.

Muchas de estas historias apasionantes aún permanecen vivas entre nosotros, gracias, a las que representaron nuestros ancestros hace miles y miles de años, en el momento de percatarse ante la oscuridad insondable de la noche desde elevaciones, desiertos o caminos postergados de vetustas metrópolis. No siendo desacertado dilucidar, que durante la última era glacial ya existía un conocimiento avanzado del cielo nocturno.

Igualmente, aquellas luminosidades obtuvieron sus nombres y posteriormente se intensificaron en la vida de las personas. Tanto árabes, como monjes medievales o los denodados viajeros del siglo XVI y observadores de la Ilustración con sus anteojos, todos, rediseñaron las tradiciones siderales del ayer.

De hecho, los antiguos chinos contaban con un sistema astronómico complejo y completamente diferente; toda vez, que universos cargados de leyendas nativas, tan frecuentemente desconocidas por los colonizadores, comenzaron a relatarse, al margen de las culturas que lo analizaron.

Ya, en el transcurso del siglo XX, tras la revelación de miles de estos elementos y cientos de galaxias, los telescopios y la ciencia cambiaron las maneras de concebir los astros.

Hoy, los dispositivos dejan ver tanto las estrellas, como las galaxias más recientes de la Creación, cuyo brillo ha tardado en alcanzarnos miles de millones de años. Desenmascarándose, que las estrellas que observamos, admiten sistemas solares de unos cuantos planetas.

Paradójicamente, el avance y el desarrollo alumbran las noches, pero, mismamente, cada vez se hace más dificultoso contemplar este espacio nocturno. Es tal, la trascendencia que ello presume, que muchos investigadores han prevenido que no muy tarde, quizás, hoy, será casi improbable avistar la Vía Láctea o dejarnos aturdir por la hermosura de las estrellas.

Pero, sobre todo, ser conscientes del rastro identificativo de las ‘Perseidas’ que, acaso, han transitado años, siglos o milenios hasta cautivar nuestros ojos, porque al distinguirlas, reparamos en un pretérito lejano; tal vez, para ellas, uno muy próximo, ya que residen eternamente y no se perturban con el paso de nuestras eras, como otras tantas se inmortalizaron, llámense ‘Andrómeda’, la doncella encadenada; ‘Orión’, el cazador estelado; la ‘Osa Mayor’, la triste historia de Calisto; la ‘Osa Menor’, con Polaris su estrella principal; ‘Sagitario’, el corazón oscuro; ‘El Escorpión’, el heraldo de la oscuridad; la ‘Cruz del Sur’, el ancla de la Galaxia; o ‘Casiopea’, la reina etíope.

Con esta breve introducción, nos internamos en una de las noches mágicas de agosto, que irremediablemente deshilachan el cielo de luminosidades fulgurantes, hasta disiparse en este festival de estrellas fugaces.

Ellas son las ‘Perseidas’, popularmente conocidas como ‘Lágrimas de San Lorenzo’, apenas partículas de hielo y polvo de una medida mínima, derivadas de residuos dejados atrás en órbita de la cola del cometa 109P/Swift-Tuttle.

La designación de ‘Perseidas’ viene dada por los científicos Lewis A. Swift (1820-1913) y Horace Parnell Tuttle (1837-1923), que el 19 de julio de 1863 desvelaron su presencia.

Este cometa da una vuelta en torno al Sol cada ciento treinta y tres años. Cuando circula muy próximo a nuestra estrella, factor que por última vez sucedió en 1992, se reaviva gracias al calor y la radiación, formando una cola de partículas y hielo.

Estas partes que quedan abandonadas en el espacio y que cada año la Tierra se topa en su rotación, genera trazas ardientes que parecen venir desde un punto radiante común en el cielo, originando ráfagas centelleantes de estrellas. Estimándose, que las moléculas se desbaratan a unos cien kilómetros aproximadamente sobre el plano terrestre.

En razón de pizcas de segundos, la fricción que los gases atmosféricos consume, pulveriza los meteoros que irradian gran fulgor.

Por consiguiente, no nos estamos refiriendo de estrellas a la usanza, sino, exactamente, de insignificantes partículas de polvo inflamadas. La aclaración viene otorgada por el giro de la Tierra, porque el sector de inicio de los meteoros no se consigue hasta la rotación de nuestro planeta, que es bien entrada la madrugada.

La elevación a la que un meteoro es más resplandeciente, estriba en la actividad de penetración en la atmósfera, soliendo acotarse alrededor de los cien kilómetros. Pese a la alta fosforescencia y vivacidad transversal de algunos, produce un resultado realmente impresionante.

Los meteoroides de masa menor al kilogramo se consumen íntegramente en la atmósfera, pero los mayores y más compactos de dureza rocosa o metálica, forman meteoritos. Las aceleraciones de estos, pueden sobrepasar los cincuenta kilómetros por segundo y su límite de operación se establece en los doscientos meteoros por hora.

Si bien, el intervalo de mayor incidencia suele originarse en las noches del 11 al 13 de agosto, las ‘Perseidas’ regularmente se descubren desde el inicio del 17 de julio y aproximadamente finaliza el 24 de agosto.

No obstante, la cantidad de meteoros visibles por hora es considerablemente cambiante. En una zona bastante oscura y con el radiante elevado sobre la lejanía, puede rebasar el centenar, en función de la consistencia de los fragmentos en el movimiento del cometa.

Su elevada intensidad, junto con las circunstancias adecuadas de posición y luminosidad propicias para la observancia en el verano boreal, hace de este fenómeno que cuente con la lluvia de meteoros más clarividente, de las que se suceden a lo largo del año.

Queda claro, que científicamente, cada vez que un cometa logra penetrar en el sistema solar, su interacción contra el viento solar hace que su aspecto disminuya en energía, teniendo como efecto que los gases y los distintos materiales que lo componen, escapen al espacio y orbiten cerca del sol dentro de unas órbitas similares a las del cometa que le dio su origen.

A la par, a veces dejamos de lado, qué es lo que ciertamente se consigna en una nominación como las ‘Perseidas’.

En astronomía como “ciencia que investiga la estructura y la composición de los astros, su localización y las leyes de sus movimientos”, las constelaciones poseen su propia historia, quedando asociadas a la cultura greco-romana, o bien, al Renacimiento o al tratamiento científico-técnico de la Ilustración con sus viajes de descubrimientos.

Este es el caso concreto de las ‘Perseidas’, que han surgido de la ‘Constelación de Perseo’, de ahí su nombre, por ser la dirección donde parece manifestarse la profusión de luminiscencias y generarse bólidos, especialmente brillantes.

De ahí, que a la vera de este acontecimiento cósmico actúe un protagonista legendario como ‘Perseo’, que da apelativo a la manifestación astronómica de las ‘Perseidas’, vigilando por la seguridad de los justos y enalteciendo a los dioses; una figura valiente, intrépida, compasiva y disciplinada como ejemplo a seguir.

Sin embargo, Perseo es mucho más que un personaje tradicional, de sus lances por los dominios de la Palestina de hoy, le debemos el sobrenombre a otras constelaciones como ‘Casiopea’, ‘Cefeo’, ‘Andrómeda’ y ‘Draco’.

Como la amplia mayoría de los semidioses mitológicos, Perseo era descendiente de un mortal y un dios. Sus padres Zeus, rey del Olimpo y Dánae, hija del rey Acrisio de Argos. Junto con Hércules y Teseo es uno de los emblemas de los mitos greco-latinos más identificables.

Describe la fábula griega, que Perseo era el producto de una pequeña relación entre Zeus y la ninfa Dánae. La doncella estaba presa en una torre de bronce que ni tan siquiera podía ser traspasada por un dios. Con el propósito de llegar hasta ella, Zeus determinó convertirse en una lluvia esplendorosa y franquear aquella cárcel donde se hallaba su venerada. Con el transcurrir de los años, Perseo tuvo conocimiento de este suceso y desde entonces, cada año dispuso mandar a la Tierra una lluvia refulgente que lleva su mismo nombre.

Perseo y Andrómeda tuvieron siete hijos, seis varones y una mujer. Tras su fallecimiento, Atenea, su gran defensora, elevó su cuerpo a las alturas, transfigurándolo en una constelación. Lo mismo resultó con Andrómeda y sus padres Cefeo y Casiopea, así como Draco, el monstruo que quiso engullir a la hermosa Andrómeda.

De igual forma, existe una profunda evidencia católica que ha coligado a las ‘Perseidas’ con las lágrimas que derramó San Lorenzo (225-258 d. C.), uno de los siete diáconos regionarios de Roma, que fue martirizado en una parrilla por los romanos el día 10 de agosto, cuatro días después del martirio del Papa Sixto II.

Haciendo una breve recapitulación de esta creíble afiliación, el emperador Publio Licinio Valeriano (200-260 d. C.)  promulgó un edicto de persecución con el que impedía el culto cristiano y las reuniones en los cementerios. Por tal motivo, numerosos sacerdotes y obispos fueron procesados, mientras que los cristianos que correspondían a la nobleza o al senado, eran despojados de sus bienes y consignados al exilio.

Y es que, San Lorenzo padeció un auténtico tormento en un desenlace lento a manos de sus apresadores. La narración reza, que en tanto se calcinaba en las llamas llegó a referirse: “Dadme la vuelta, que por este lado ya estoy hecho”.

A la sazón, las lágrimas de este despiadado suplicio han franqueado la Historia Universal, dando indudable notoriedad a las ‘Perseidas’, que en estas próximas noches predominarán con su aparición en la patria celestial.

Por esta reminiscencia, los cristianos elogian con mayor efusión esta ‘Lluvia de estrellas’, que personifica la firmeza del mártir San Lorenzo, donde en el Estado de la Ciudad del Vaticano se muestra un relicario que contiene una cabeza quemada, supuestamente de San Lorenzo, que recibe gran recogimiento y devoción.

Como, inicialmente se ha expuesto en estas líneas, desde tiempos primitivos el ser humano se ha prendido del encanto astronómico, pero, no solo, le interesaría como fuente inacabable de estímulo, ya que a posteriori, le proporcionaría información decisiva sobre los cielos naturales de los astros, incluida, como no podía ser menos, la Tierra y el Universo.

Gracias al automatismo de llevar la mirada a lo más alto, la aldea global se vale de instrumentos calendáricos, familiarizándose con cientos de manifestaciones climatológicas y estando capacitado de intuir el cometido de nuestro planeta en el infinito sempiterno, el cosmos. Cuando esta misma actividad se ejercita en horas nocturnas, entonces, se torna en una tentativa de voluntariosa creatividad.

Mediante el ensimismamiento de los astros, aparte de lograr información sobre el orden de las cosas, a duras penas, cualquiera dejará de sentir esa especie de irradiación lumínica, donde en ese envolverse al vacío, los confines se deshacen.

En definitiva, al mirar las estrellas caminamos a través del tiempo, porque, más allá de las experiencias y misticismos que el no pestañear nos pueda ofrecer, prevalece una maravilla intrigante que valdría la pena consagrar durante unos segundos: la coyuntura de transportarnos a la inmensidad, compitiendo por la linealidad cultural que asignamos a esta variable del eje existencial, o sea, el tiempo y el espacio.

Como sabemos, las estrellas que hoy distinguimos, físicamente son formas que bien pudieron haberse desmoronado hace milenios, pero, el intervalo que duran sus partículas de luz en agotar la distancia que les separa de nosotros, hace que la fuente de información óptica que evaluamos, bien podría ya no estar o hallarse en un tiempo absolutamente extremo al nuestro.

Hoy, convivimos bajo una bóveda salpicada con miles, millones de astros, un escaparate al Universo que nos facilita una experiencia única. Desdichadamente, cada vez es más difícil complacerse de este privilegio por la elevada contaminación lumínica. Porque, hasta no hace mucho, bastaba con echar un pequeño vistazo para presenciar este maravilloso espectáculo; contrariamente, en las sobreiluminadas ciudades, apenas se dejan ver un puñado de brillos.

A pesar de todo, las estrellas siguen ahí fijamente observándonos, en cualesquiera de los paraderos de un universo indefinido y admirable que no alcanzamos a descubrir. Curiosamente, cada jornada encumbramos la panorámica al cielo y creemos estar convencidos que nos aguardan llameantes al ser cómplices de sí mismas.

Con su mudez parpadeante de tonalidades y prismas, nos dan muestra, que nosotros los humanos, somos existencias inferiores.

Luego, ¿por qué no izar los ojos ante tal fascinación estelar?, posiblemente, ya nos haya encadenado a innegables sueños y deseos. Como, si de un cuentacuentos galáctico se tratase el encantamiento de las ‘Perseidas’, hoy pasa por donde menos podamos conjeturar y por asombro en un soplo, irrumpirá una nueva estela fugaz que haremos efímera en nuestra introspección.

Visto desde esta perspectiva, este recorrido interestelar debería adquirir significado.

Si ha sido así, prueba soñar divisando las estrellas, evidenciando la grandiosidad en su infinitud, y si no la has visto adecuadamente, invéntatelas, pero, ni un solo instante, dejes de soñar.

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