sábado, abril 20, 2024

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Las protestas raciales arrecian vandalizando monumentos ilustres I

En trechos post-covid y todavía magnetizados por los efectos desencadenantes del SARS-CoV-2, la segunda semana de junio y entrados en la tercera, han sido una de las más peyorativas para los monumentos y estatuas ilustres, que para muchas y muchos, desentierran viejas heridas y cuyos nombres forman parte de un pretérito en los que entre tanta zozobra por el virus, parece prioritario subsanar el pecado del racismo, atacando brutalmente a la memoria escenificada en bustos, tallas, relieves, torsos o efigies, hasta el punto de vandalizarlos.

Sin ir más lejos, en América, los vestigios majestuosos de Cristóbal Colón, como su figura construida de mármol blanco, ha amanecido totalmente decapitada. Dos días antes, en Richmond, en la capital de Virginia, otra escultura ha sido derrumbada por un hervidero enardecido que seguidamente intentó quemarla y finalmente, la arrojó a un estanque colindante; todo ello, haciendo alarde de pancartas entre las que se hojeaba: “Colón significa genocidio”. Mismamente, en Minneapolis, ciudad del Estado de Minnesota, se ha derribado otro bajorrelieve por una multitud soliviantada que danzaba a su alrededor, mientras le sacudían patadas en la cabeza.

Tal vez, en numerosas mentes y corazones indignados, aniquilar estos emblemas pueda ser un esparcimiento de purificación vehemente. Pero, lo sería más, si reflexionásemos a fondo sobre lo que realmente simbolizan y qué es lo que permanece de su toxicidad. Luego, el revolucionismo histórico y la furia evidenciada en actos impíos, como los retratados, nos llevan a la protección especial de estelas del pasado ante su inminente desaparición. 

A fin de cuentas, el conquistador no ha sido el único en recibir esta afrenta, porque también le han acompañado el presidente estadounidense Abraham Lincoln; o el histórico primer ministro británico, Winston Churchill; o el líder confederado, Williams Carter; o el comerciante de esclavos, Edward Colston; además, de Robert Baden-Powell, el rey Leopoldo II de Bélgica o Mahatma Gandhi, entre algunos.

Con estos antecedentes preliminares, el movimiento ‘Black Lives Matter’, infundido en los ‘Panteras Negras’ y el ‘Feminismo Negro’ de la década de los 80, en su disputa contra el racismo y la irracionalidad policial, ha atravesado el Atlántico y se ha esparcido por diversas naciones europeas.

En la argumentación concreta del Reino Unido, los reproches se han amotinado en algo más que en críticas: una revisión irritante del pasado que conlleva al retraimiento de estatuas de su pedestal, adscritas a figuras que no hace demasiado pertenecieron a comerciantes de esclavos o emprendedores coloniales, que como en cualquier rincón de la aldea global, por doquier, se erigen en plazas, glorietas o esquinas y no dejan de ser el vivo reflejo de uno u otro Imperio con sus rasgos característicos.

El racismo es distinguido como un tipo de patología y no como una máxima de la modernidad. Y es que, para contrarrestarlo es imprescindible armonizar un orden social y un paradigma de civilización que desenmascare sus monstruosidades y deformaciones: no es el rescoldo de algo lejano que no pasa, o ranciedades que perduran a la desaparición de las condiciones que lo adecuaron.

Las calamidades del siglo XX que han sido abundantes, no nos ha inmunizado del acicate de vilipendiar la manía de excluir y, en ocasiones, con el deleite de odiar a la diversidad.

La Real Academia Española de la Lengua, define el racismo “como la doctrina que establece una jerarquía entre las diversas razas o grupos nacionales y defiende la superioridad de uno de ellos, respecto a los demás”.

Igualmente, “designa el conjunto de reacciones individuales o colectivas que, consciente o inconscientemente, se ajustan a esta doctrina”.

En otras tesis se contrastan: la conducta social y las ideas e instituciones socio-políticas que lo apuntalan, residiendo en catalogar a las personas o grupos sobre la base de las discrepancias evidentes o supuestas y que se coligan a estilos reales o imaginarios.

Su objetivo es respaldar una jerarquía entre los grupos que permite admitir prerrogativas de unos individuos sobre otros. Un dispositivo que hace infringir la culpa de inferioridad en la víctima.

Asimismo, hoy por hoy, el racismo constituye uno de los principales desafíos para el engranaje de los valores democráticos en las sociedades occidentales. Este es un fenómeno que en etapas de bienestar se contempla allanado, o por lo menos, se ha reemplazado por otras expresiones más laxas como la exclusión o discriminación.

Por ello, es complicado de entender que la tendencia hegemónica y el pensamiento racista se esfumasen en el siglo XX. Lo que ciertamente acontece es su mutación en clave a la situación política, el entorno histórico y las vicisitudes de dominación. Ahora, la imagen del bárbaro, como se conceptúa al “otro”, experimenta una metamorfosis, contrae distintos tópicos y estereotipos e incumbe a una infinidad de individuos que se suman a los anteriores.

Es así como se conserva la división en la raza humana y por ende, la rudeza de la cultura: la civilización que pertenece a Occidente o la ‘raza blanca”, y la tosquedad al “otro”; estimándose con este enfoque y adjetivándose a las otras culturas. A pesar del vacío en los últimos años del racismo como recurso habitual, ideología y arbitrariedad de Estado en el ente público y político, vuelve a tener presencia y parece que concurren otros hallazgos que lo suplantan, fundamentando escenarios tan heterogéneos como el europeo, americano y africano; o demostraciones tan híbridas como la yugoslava, alemana o francesa.

Ello parte por su particularidad, unidad intrínseca y atemporalidad.

En los últimos tiempos se han modificado tanto la vertebración semántica de su conceptuación, como las muestras de las lógicas y estrategias del racismo; así como el ensanchamiento territorial y social.

Ello nos lleva a deducir una evolución formal y sustancial y universalización de la significación en sí; y en términos reinantes, estaríamos refiriéndonos a una globalización de las corrientes, actitudes y usos racistas.

En la medida en que una colectividad no se recrea en la libertad e igualdad de derechos como lo hacen el resto de los ciudadanos, irremediablemente, se origina un desarreglo en las instituciones y una refutación resbaladiza entre los polos de la democracia y la realidad sociopolítica.

Las enormes complejidades del engendro racista quedan manifiestas en los continuos matices y calificativos que se le han ido otorgando en la literatura científico-social: ‘racismo visible e invisible’; ‘interno y externo’; ‘racismo biológico o culturalista’; ‘abierto y encubierto’; ‘institucional o social’; ‘viejo y nuevo racismo’, etc. Esta composición se apoya en las variables y elementos que actúan, llámense el aspecto psicológico, sociológico, económico, político, cultural, histórico, religioso, etc.

Toda vez, que la variedad trasciende a partir de dos marcos esenciales: primero, su situación en el campo de los pensamientos, como alegato, comprensión, creencia o mito; y segundo, en las aplicaciones sociales, como las directrices y políticas de discriminación y segregación, o en ambas dimensiones interrelacionadas. Obviamente, derivando de las peculiaridades o caracteres particulares y grupales, gravita la diferenciación y por tanto, están afectados con las opiniones o actos racistas: ‘el fenotipo’ o la ‘opción sexual’; ‘la discapacidad’; biológicas como ‘el sexo’; o culturales, como la vertiente ‘étnica’, ‘lingüística’, ‘religiosa’ o la ‘nacionalidad’, o ambos conjuntos encadenados.

El racismo, siendo uno de las cuestiones más peliagudas de respeto a los derechos humanos, suele ser contemplado de manera destructiva, incluso por quienes cometen praxis prejuiciosas.

Curiosamente, pocos se reconocen racistas y sin embargo, valga la redundancia, el racismo está diseminado con sus tentáculos, a cualquier el mejor. Siendo prioritario materializar los compromisos y ejercicios alcanzados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, DUDH.

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© Fotografía: National Geographic de fecha 15/VI/2020

La crisis económica derivada del contexto epidemiológico y sus connotaciones en el agravamiento de la desigualdad social y exclusión, con la acentuación irrevocable del miedo y el sentimiento de amenaza que advierte la población, provoca la necesidad de intensificar los esfuerzos para combatir las grandes diferencias en todas sus manifestaciones.

En el seno de la Unión Europea, UE, se han emanado unos cuantos llamamientos de alerta, que advierten que las colisiones sociales y religiosas se hallan latentes. El crecimiento de la corrupción, el odio, la xenofobia, la violencia de género, la intransigencia religiosa, etc., son indicadores preocupantes de operables rompimientos y de indudable fragilidad de los derechos fundamentales.

En esta coyuntura, desde el ámbito preceptivo como directivas y recomendaciones, el Consejo de Europa deja patente, la preeminencia de los Estados miembros en acordar medidas pertinentes para simplificar estas dificultades y dar por empezados itinerarios estratégicos aptos para impedir la fisura social.

Los componentes reglamentarios de exclusión y discriminación, no solo entorpecen o imposibilitan la inclusión e integración igualitaria del grupo minoritario; también, en el plano antropológico, la desproporción de derechos reproduce en la urbe mayoritaria el retrato del “otro”, inferior y desigual.

Precisamente, es el trato al “otro” como ‘inferior y desigual’ en el plano jurídico, lo que aviva el racismo, endureciendo las identidades regresivas petrificadas por el aborrecimiento hacia “el otro”, que es opuesto.

Este hecho se cristaliza mediante el establecimiento de moldes diferenciados de índole limitado o el manejo de políticas improcedentes, que apoyan la clasificación de los grupos en contacto. Algún prototipo de estos modos es frecuente en el convencimiento; fundamentalmente, en círculos de nivel sociocultural alto, que el racismo y la xenofobia son exclusivos de los pobres e ignorantes. Amén, que, en su elocuencia, se refleja un racismo reservado en lo políticamente adecuado, pero que disfraza al racismo institucional.

Posicionado, pero no terminada la exposición, se desenvuelven algunas interrogantes para interpretar la incursión del racismo y prevenir posiciones de obcecación y sectarismo, como las que se originan en un sinfín de lugares del Viejo Continente y Estados Unidos.

Comentaban los filósofos Frantz Fanon (1925-1961) y Michel Foucault (1926-1984) en su obra ¿teorizar desde la zona del ser o desde la zona del no-ser?, que “el racismo no nace, se inventa y cada país intenta o recrea aquellos mecanismos que le permiten justificar un sistema de opresión discriminación y explotación”.

No existe, pues, un único racismo, ni maniobra con idénticas razones; de la misma forma, no es una anomalía inalterable, sino que se revoluciona consigo mismo y cambia frecuentemente. Pero, lo que objetivamente interesa implementar en este texto, es dar transparencia a la focalización del racismo y la discriminación en los grupos sociales y étnico-culturales; cómo se inocula el estereotipo racista e intempestivo y con qué porte se repite habitualmente, como para transformarse en el mejor de los aliados de proliferación en las disconformidades y extremos económicos de exclusión y, sobre todo, en unidades de dominación.

Partiendo de la hipótesis que el racismo es una frustración de las relaciones sociales, un naufragio de la interacción y de los vínculos comunicacionales entre las gentes y culturas que cohabitan en un mismo territorio, hay que percatarse de su integridad que, como un bloque de acción, castiga, deteriora y atropella a unos; mientras, que beneficia, protege y sostiene a otros, asegurando la explotación y acreditando el sistema de dominio.

No obstante, no todas las comunidades ni grupos sociales ejecutan el mismo racismo a un grupo étnico-cultural determinado; ni despliegan similares convencionalismos, o ademanes prejuiciosos en aquellos grupos cuyas nacionalidades o procedencias no pertenecen a Europa.

Particularmente, en suelo europeo y España, no se discrimina por igual a los extranjeros comunitarios y a los no comunitarios; como, a ciencia cierta, los no comunitarios soportan el mismo grado de destierro social. Pongamos como espejo en el que mirarnos, el racismo realizado con los inmigrantes no comunitarios y la escala de injusticia a estos grupos étnico-culturales que se resuelven por su etnia y cultura, más que por su naturaleza social, dado que es más admisible alegar nuevas tácticas de explotación.

Llegados hasta aquí, el dilema del racismo radica en su irradiación y en los contornos en que se maneja, como en las mutaciones que asume. Los márgenes del racismo se agrandan o se comprimen, según el momento histórico, o la dirección política, actores sociales, grupos étnicos y movimientos reivindicativos; pero, sobre todo, en consonancia al protagonismo que juega el Estado en paralelo a sus requerimientos económicos y políticos.

Aunque, los puntos del racismo están en constante convulsión, atendiendo a los intereses económicos y a las fórmulas de supremacía de las potencias imperiales, que lo esgrimen para alegar un rumbo de explotación y de exclusión.

Con lo cual, tres semanas más tarde del fallecimiento del afroamericano George Floyd a manos de la policía, EEUU, se ha introducido en una espiral dañina sobre el racismo y con ella, ha arrastrado la figura de Cristóbal Colón, cuyas expediciones a las Américas hace más de cinco siglos, reportaron a la colonización y no a un sinnúmero de crímenes en los pueblos indígenas, como se pretende armar. Convirtiéndose en uno de los acicates prioritarios de la onda revisionista al patrimonio simbólico de la nación.

Tras la decapitación y posterior desplome de sendas esculturas del descubridor, respectivamente, en Boston, Massachusetts y en Richmond, Virginia, una talla ha sido desplomada de su base de granito ante el Capitolio de Saint Paul, en Minnesota.

En Houston, Texas, otro monolito de Cristóbal Colón ha aparecido con el rostro pintado de rojo. Y en Miami, Florida, las efigies del genovés y de Juan Ponce de León y Figueroa, explorador y conquistador español, primer gobernante de Puerto Rico y pionero de la Florida, se encuentran teñidas de garabatos y con la inscripción de George Floyd.

A nadie se le escapa que el dietario universal está empedrado de invasiones, ocupaciones, asedios y reconquistas. Los conflictos bélicos parecen ser una de las improntas de la política y, como tales, la toma de territorios ha sido el reconstituyente en las diplomacias de los pueblos, sin ser debatido hasta la recalada de los españoles en las tierras americanas.

El descubrimiento de América es una de las páginas más rebatidas por historiadores y autores de todo temperamento, que persiguen plasmar en lo remoto una revisión anacrónica de la efeméride. Estos revisionistas omiten un suceso cardinal en el impulso de las libertades y derechos que hoy disfrutamos. En los primeros lapsos de la conquista, se suscitó una efervescencia jurídica conducida por académicos que compusieron la Escuela de Salamanca: trascendiendo en la raíz de los sistemas liberales modernos asentados en la noción de la ‘igualdad de las personas’.

Desde su origen y sin inhibir las monstruosidades que se perpetraron, la Monarquía Hispánica dispuso un compendio de prescripciones trazadas para la protección de los habitantes nativos de América. En otras palabras: en el año 1504, en la declaración de su última voluntad, Su Majestad la Reina Doña Isabel la católica, postulaba la defensa de los derechos de los propios autóctonos; estos fueron fortalecidos con la admisión de las Leyes de Burgos (27/XII/1512), en las que Su Majestad el Rey Don Fernando II el católico, abolió la esclavitud indígena y organizó su conquista.

Posiblemente, parezca una utopía, pero en España ya hay quien se vale en oponerse a los monumentos y relieves, tributos del precursor y a su gesta.

Consiguientemente, en instantes en que muchos Estados desafían el paso desbordante de la crisis epidemiológica, a ello ha de incorporarse otro factor que se ha hecho viral como detonante del racismo sistémico.

Donald John Trump (1946-73 años) ha preferido retraerse, cuando no desmentir, este escenario. Y por si fuese poco, ha eludido el asesinato de George Floyd, que, como no podía ser de otra manera, ha zarandeado las conciencias de los americanos; eligiendo no participar de sus honras fúnebres y en la oleada de condenas que recorren el país. En una circunstancia de introversión colectiva, se aúpa así mismo, como el presidente de ‘Ley y el Orden’.

El relato que sigue a este pasaje, deja a expensas del lector la serenidad de infundir un razonamiento íntegro, sereno y pausado que abre un nuevo frente de discusión: son varias las certezas que nos trasiegan a ponderar que la raza y la etnia cuentan a la hora de las diferenciaciones.

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