sábado, abril 20, 2024

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Lealtad, Honor, Dignidad

Bien es cierto que no es un fenómeno nuevo, ni siquiera exclusivo de esta época. Sólo con escuchar a nuestros padres, da la impresión de que, como dijera el poeta: “cualquiera tiempo pasado fue mejor”.

Las generaciones se suceden y con ellas sus afanes y su sistema de vida. Pero ello no debe hacernos albergar la falsa percepción de considerar que absolutamente todo sea caduco. Por fortuna, el ser humano ha ido acuñando, desde tiempos remotos, un sistema de profundos valores, atemporales y nobles, que sobrevuelan la cadena histórica y permanecen invariables como referencia. Uno de ellos es la lealtad, que ya desde los tiempos más antiguos fue característica de los pobladores de nuestro solar hispano. Los historiadores romanos se asombraban, en sus descripciones de los habitantes de la Península, de la famosa

“devotio ibérica”. Fieles hasta la muerte, honraban con el sacrificio de su vida a sus caudillos. La lealtad sigue siendo hoy lo que siempre fue: la firmeza en el afecto, el seguro contra el engaño y la traición.

Por desgracia, el número de los leales a veces se reduce, y más duele su abandono cuando el afecto que les profesábamos era sincero y nuestra confianza en sus personas verdadera. Por eso su engaño y su traición resultan no sólo más dolorosas sino de todo punto injustificadas.

Otro de los valores inmutables es el honor, que nos acompaña durante toda nuestra vida como preciado constructo. Lejos ya socialmente de los modelos de nuestro Siglo de Oro y de esos duelos de antaño; la defensa y mantenimiento del honor debe ser una de nuestras ocupaciones. Y no sólo del nuestro, sino del familiar, del corporativo, del nacional…

Con nuestras buenas acciones nos prestigiamos y podemos elevar nuestro honor; pero, por desgracia, el honor, patrimonio del alma para Calderón, es un concepto tan frágil que resulta, cuando se pierde, muy difícilmente reparable. Recordemos la máxima de nuestra querida Guardia Civil: “El honor es mi divisa”; o lo que reza en su famosa Cartilla de 1852: “(El honor) debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra más”. Quienes voluntariamente, y de forma injustificada, olvidan sus promesas y niegan el auxilio y el respeto que aceptaron profesar, no sólo faltan a la lealtad, a la palabra dada, sino que ponen su honor en entredicho.

El tercero de estos valores es la dignidad. Debemos hacernos dignos de poder aceptar responsabilidades. Dignos hemos de ser al desempeñar cargos, y dignos debemos seguir siendo al ser sustituidos o cuando, por propia voluntad, estimemos que hemos de ceder el testigo a otros. Esa dignidad debemos mantenerla siempre viva, para que no se nos pueda reprochar, por nuestros actos, que nos volvimos indignos y objeto de reprobación ante la sociedad.

Todas estas reflexiones nacen al calor de una serie de actitudes que, buscando una tormenta con abundante aparato eléctrico dentro de nuestra Hermandad, sólo han logrado una tormenta de verano en un vaso de agua, y que cerremos filas en torno a nuestro Presidente Nacional, nuestra Junta Directiva y todos aquellos cargos que nos representan.

Si la poderosa yedra de la ambición personal prima, sus tallos y sus hojas acaban por envolver y secar los nobles árboles de la lealtad, el honor y la dignidad. Es verde y atractiva, pero termina ahogando y vaciando de sentido los valores que profesamos.

Aún conscientes de nuestros errores y limitaciones, sí podemos decir algo. La obra que se está intentando poner en marcha, sólo es criatura de algunos despechados en busca de su pequeña parcela de autoridad. Pero los argumentos para esta mudanza no existen. Tan sólo la siembra de la discordia, los rumores infundados y la gestión de los colectivos humanos como propiedades para, sin querer escuchar otra versión, hacerlos caminar en soledad hacia un destino más que incierto.

Pero allí donde la rama se volvió estéril, florece ya otra renovada y dispuesta a sustentar, junto a las demás, nuestros más altos ideales. “La dignidad no consiste en tener honores, sino en merecerlos” (Aristóteles)

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