Los asesinatos masivos rebrotan en Colombia en medio de la pandemia

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© Foto: National Geographic de fecha 07/IX/2020, la breve reseña insertada en la imagen iconográfica es obra del autor

No es una utopía, ni un hecho esporádico que aconteciese en lo remoto. 

En las últimas jornadas, el terror de las masacres ha vuelto a teñir de sangre la tierra colombiana con los jóvenes asesinados en la Ciudad de Samaniego, como las principales víctimas de los grupos criminales.

La matanza incurrida por desconocidos que dispararon indiscriminadamente contra un grupo de universitarios, que al parecer se disponían a congregarse en una casa para romper con la inactividad del confinamiento por la crisis epidemiológica. 

Y es que, los asesinatos que en los últimos tiempos del siglo pasado y en los primeros años de este, azotan excesivamente a este país; si cabe, han retornado con más fuerza desde la irrupción del SARS-CoV-2; o lo que es igual, existen rebrotes de violencia en muchas zonas, los homicidas no están enclaustrados y con el repunte de la polarización Colombia se deteriora.

La enorme sacudida de indefensión no oculta las anteriores masacres cometidas, que tal como fundamentan diversos analistas, todo apunta, a bandas de narcotraficantes para inocular la consternación en sectores distantes, con las que aglutinan el más puro ejercicio delictivo. Organizaciones armadas como las Guerrillas Unidas del Pacífico constituidas por disidentes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo, por sus siglas, FARC-EP, han invadido espacios en disputa abierta como la banda criminal del Clan del Golfo, e incluso, con el Ejército de Liberación Nacional, conocido como ELN.

Sin lugar a dudas, concurre la proliferación de grupos armados que compiten por la punta del iceberg de la producción y los corredores de salida, como los polos de comercialización en los círculos más recónditos subyugados por el narcotráfico. Además de la reprobación general de la sociedad colombiana, numerosos organismos internacionales han declarado su rechazo por estos crímenes, cuyos autores pasan a formar parte del amplio elenco de culpables anónimos.

Con lo cual, percatarse que el conflicto ya mutó, es clave para dar una respuesta gubernamental más concluyente y no solo de reacción a cada masacre, porque las huidas forzadas han sido el detonante aplicado por los actores del laberinto, con la intención de lograr el dominio y los recursos precisos; bien sea, con la finalidad económica, o sencillamente, estratégica.

Los efectos intemperantes de la violencia hacen que la mayoría de los ciudadanos pierdan su armonía, atinándose desconcertados y errantes, hostigados por la intimidación e indeterminados ante un panorama que cada día se eriza. Luego, el desplazamiento interno encadenado a la complejidad armada, no es una cuestión novedosa, pero esta anomalía alcanza cotas indescifrables. 

Podría afirmarse, valga la redundancia, que el desplazamiento forzado se convierte en un instrumento práctico para los intereses políticos y, a su vez, en la vigorización de proyectos económicos que tienen como maniobra de guerra los protagonistas armados y narcotraficantes en amplificación de coaliciones, con la aspiración de adjudicarse el ensanchamiento del control social y político en el territorio nacional.

Hoy por hoy, la otra cara del conflicto se ha vuelto más equívoca y focalizada, con el Acuerdo de Paz sellado con las FARC en 2016, cuya organización se convirtió en partido político y estaba destinado a reducir cualquier indicio de violencia, perdura con la pugna entre guerrillas, paramilitares, agentes estatales, etc., que en más de 60 años ha derivado en 9 millones de muertos.

Ni el confinamiento que prevalece con la premisa de neutralizar la epidemia, ha podido reducir las acciones delictivas. Representantes locales y oenegés han advertido del deterioro de la seguridad y en los crímenes sucedidos, envueltos en la impunidad y el mutismo.

Para ser más exactos, la Organización de las Naciones Unidas, por sus siglas, ONU, ha acreditado 97 atentados de defensores de derechos humanos, de los cuales, 45 se han investigado. Según la ONU, una masacre se culmina “cuando tres o más personas son asesinadas en un mismo hecho y por un mismo perpetrador”

De acuerdo con la Oficina de Derechos Humanos de la misma entidad, el paisaje no es esperanzador, considerando que en los primeros ocho meses del año se han contabilizado 33 masacres en Colombia. En la cuantificación hay que añadir las incurridas en Tumaco, El Tambo, El Caracol, Venecia y Catatumbo que ocurrieron entre los días 20 y el 25 de agosto, respectivamente, hasta alcanzar un total de 38.

Con estos mimbres, los desacatos a los derechos humanos delinquidos por grupos armados al margen de la Ley, más el contexto de hervor en la que ha vivido y vive inmerso este país, impone importantes desafíos e inconvenientes a las gestiones de prevención, protección, garantía y difusión, valga la redundancia, de los derechos humanos.

El entorno humanitario en Colombia es cada vez más confuso, como resultado de la implicación de tendencias intolerantes en las franjas más apartadas y empobrecidas. Para los residentes de estos contornos, la paz jamás se alcanzó y en muchas ocasiones, la situación de tranquilidad pública y de libre ejercicio de los derechos individuales ha desaparecido. 

Sin ir más lejos, en Tumaco, es más espinoso el posconflicto, que el conflicto. Desgraciadamente, no es la única extensión donde las condiciones atropelladas han empeorado.

Las coyunturas que subyacen en Colombia hacen que no nos ciñamos a un posconflicto: en este momento, no sacude exclusivamente uno, como tal, sino al menos, cinco: cuatro de ellos entre el Estado colombiano y grupos armados establecidos en el Ejército Popular de Liberación, EPL; el ELN; el Clan del Golfo, también conocido como Clan Úsuga, los Urabeños, Bloque Héroes de Castaño y Autodefensa Gaitanistas de Colombia, AGC y las estructuras de las FARS-EP del antiguo Bloque Oriental, que no admitieron el proceso de paz; y el quinto, la colisión del ELN con el EPL.

Estos enfrentamientos promovidos e incorporados al furor desplegado por grupos de distinta índole tanto en el campo como en las urbes, continúan punteando el día a día de millones de vidas. Conjuntamente, las dinámicas fronterizas con una evidente carga combativa y la tragedia humanitaria de los migrantes, que tal vez, empeore, es un argumento de inquietud. La simultaneidad entre migración y conflicto se atisba en un álgebra de difícil solución, que hipoteca a individuos considerablemente indefensos ante una violencia de proporciones voluminosas.

Cabría subrayar a lo expuesto anteriormente, que la desaparición de personas es una fórmula inaceptable que persiste cometiéndose cruelmente. Habitualmente, los portadores de armas manejan este tipo de delito que supone un crimen de lesa humanidad, para diseminar el pánico y atemorizar centros neurálgicos y parajes. 

Es necesario incidir, que, en la guerra, no todo es tolerable y respetar el derecho internacional humanitario es un deber. Por consiguiente, las pesquisas de los ausentes y la prevención de otras desapariciones, configuran una obligación incondicional de cuántos participan en estas contrapartidas. 

Así, el Comité Internacional de la Cruz Roja revela que, desde la firma del Acuerdo de Paz, se han consignado 466 desapariciones. Obviamente, para que el curso de los episodios degradantes se invierta a buen puerto, se requiere del firme compromiso y voluntad del Estado, de los grupos armados y de la sociedad civil en su totalidad. 

Colombia,puede y debe ser una nación donde el sobresalto no subordine la semblanza de millones de personas. Indiscutiblemente, la espiral a la que se cierne comporta intensificar esfuerzos y estrategias redimensionadas a una perspectiva provisoria, como el fortalecimiento en su destreza contra la injusticia, logrando una reparación satisfactoria para las víctimas e impulsando medidas adecuadas para normalizar la articulación de sus instituciones.

Sucintamente, Colombia, administrativamente República de Colombia, es un estado soberano acomodado en la circunscripción noroccidental de América del Sur, instituido en un estado unitario, social y democrático de derecho, con un Gobierno presidencialista. Es una república armonizada políticamente en 32 departamentos descentralizados y el Distrito Capital de Bogotá, baluarte del Gobierno Nacional.

Mismamente, engloba la Isla de Malpelo, el cayo Roncador y el Banco Serrana, un atolón del Mar Caribe perteneciente al Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, comprendiendo una superficie de 1.141.748 km², por lo que es el vigesimosexto territorio más espacioso del planeta y el séptimo del continente americano. Al igual, que es el vigesimoctavo más habitado con un censo poblacional de 50.9 millones y el segundo con más hispanohablantes, sólo a la estela de México. Conserva raíces multiculturales, producto del cruce de europeos, indígenas y africanos y con minorías de indígenas y afrodescendientes. 

Visiblemente es un país debilitado e inefectivo: las reseñas cosechadas desde 1958 por politólogos, desenmascara un sistema democrático y hay buenas fuentes para fundamentarlo. Sin soslayarse, la tradición electoral que le ha caracterizado, a diferencia de otras patrias latinoamericanas claudicadas con golpes militares. 

Culminado el Gobierno en las postrimerías del siglo XX, las dos fuerzas políticas preferentes, ‘Conservadores’ y ‘Liberales’, refrendaron el acuerdo del Frente Nacional para fraccionar el mandato durante dieciséis años. 

Lo que a posteriori se sancionaría en un plebiscito. 

Toda vez, que, dejando la esencia no democrática de este Frente, latentemente, los valores democráticos de Colombia son, y han sido siempre, intensamente disfuncionales y de baja disposición. Por ello, se resaltan tres casuísticas inexcusables: primeramente, la repercusión de la violencia y la falacia en las elecciones; la segunda, el grado en que la malversación de votos se monopoliza para vencer en los sufragios; y, la tercera, el alcance del clientelismo. 

Queda claro, que la democracia imperante rema de modo inadecuado y contracorriente, con la historia reciente como testigo de un sinnúmero de argucias, para reconocer que su resolución no se descamine de la voz del pueblo. Y, lo que es más crucial, la praxis en que se desenvuelven las elecciones, lleva aparejado el desempoderamiento de facto de una inmensa cantidad de personas pobres, o la renuncia de poder que atenúa una construcción colectiva.

Dado que Colombia es una nación empobrecida y la más desigual de América Latina, en los últimos cincuenta años se ha autodefinido como la capital global de los asesinatos, desplazamientos, secuestros y drogas. Resultando incontrastable la simultaneidad de instituciones políticas y económicas o extractivas e incluyentes, en las que ambas se hayan en una tesitura simbiótica.

Actualmente, los asesinatos no están solamente en el punto de mira de los líderes sociales, igualmente, se fraguan en los jóvenes y ciudadanos. El estilo novedoso muestra la agresión difusa a cualquier sujeto en enclaves acometidos por grupos irregulares y guerrilleros que no se desmovilizaron. 

Lo cierto es, que Colombia habiendo dejado atrás una guerra con profundas heridas, sus agentes aún no han solventado el rompecabezas de la violencia. El desenlace del conflicto armado con la guerrilla de las FARC, ha dejado despejado vastas zonas rurales en los que el Estado no se ha impuesto.

En otras palabras: Colombia ha sido, es y seguramente será por períodos prolongados, un recinto en guerra en reacomodo. Ya, desde sus inicios como nación, ha estado sometida por raciocinios belicosos que la han empujado a una polarización generalizada, cercando a la población que proverbialmente es parte activa de la confrontación: o en la posición de víctima o de victimaria y recayendo en algunas de las guerrillas, o estando adscrita a las filas paramilitares.

La muerte de líderes sociales o dirigentes comunitarios, como sindicalistas, campesinos, indígenas y defensores de los derechos humanos y el perfil precedentemente mencionado, se ha convertido en un callejón sin salida. Los antecedentes detallados en el Informe de la Fundación ‘Ideas para la Paz’, por sus siglas, FIP, son terroríficos: los crímenes subieron un 53%.

El COVID-19 y las pautas de confinamiento fijadas por el Dirección del presidente Iván Duque Márquez (1976-44 años), no han reducido esa predisposición: entre enero y abril se reconocieron 49 asesinatos, con la eventualidad sanitaria la violencia se ha recrudecido. 

Colombia carga con el lastre de ser el territorio al otro lado del Pacífico, en el que más se incurre en los crímenes. Sin embargo, los responsables políticos desmienten que se trate de un coloso en llamas propio del sistema. 

© Foto: National Geographic de fecha 07/IX/2020.

La extenuación del campo colombiano tiene que ver con una especie de reutilizamiento de la violencia, encabezada nuevamente por los grupos armados, carteles y paramilitares que quieren hacerse con el mando de los itinerarios del narcotráfico. No olvidemos, que el país andino es por antonomasia el productor primordial de hoja de coca. Los cultivos y el rendimiento de cocaína prosiguen agigantándose. 

Ahora, los líderes sociales son los chivos expiatorios de ese ecosistema por revelar las ilegalidades de las organizaciones criminales. A ello se yuxtapone la violencia dirigida a los exguerrilleros que intentan integrarse en la sociedad.

En consecuencia, si hiciéramos una radiografía de Colombia, las imágenes desvelarían un mapa intercalado de regiones ensombrecidas por la disyuntiva armada y la violencia endémica que percute a más no poder. Aún quedaría mucho para sacar a colación la superación de tantísimos años de tormentos. 

En medio de la recomposición, ya sea, porque se ha alterado o quiera darse otra distribución u organización de grupos armados, se han robustecido los tentáculos de la violencia que la nación soñaba con dejar atrás. 

Dos hechos significativos evidencian la caótica estela de esta inclinación: la Unidad de Víctimas observó un crecimiento específico del 90% de personas perjudicadas por desplazamientos masivos, más el dígito de víctimas afectadas por las minas antipersonal y los artefactos explosivos se multiplicaron.

Sobre el terreno salta a la vista las repercusiones inhumanas que deja la conjunción entre los incumplimientos de los principios humanitarios, y el vacío estatal en numerosos términos de Colombia forzados por la violencia. Existiendo un notorio desgaste de la situación en las costas y amplias comarcas del Oriente y Sur, donde bullen los excesos de los actores armados a la población.

A esta inercia destructiva, se une un repertorio de abusos que están lejos de extinguirse, como homicidios selectivos, chantajes, desapariciones, maltrato sexual, o empleo de menores para trabajos o prácticas semejantes a la esclavitud o mendicidad, entre algunos. 

Inevitablemente, pasan desapercibidos los despotismos reproducidos por pandillas nominadas ‘combos’ y ‘parches’, que desempeñan control social y otros estilos de violencia armada en barriadas de áreas urbanas y en sus alrededores como Cúcuta, Quibdó, Tumaco, Medellín y Cali, testigos directos del choque de placas entre antiguas guerras y nuevos protagonistas armados.

Lógicamente, abstraídos por la controversia pública, para los ciudadanos de Colombia que conviven a las bravas con la violencia, las proposiciones de una vida mejor tintinean a quimera.

Esta es la dirección desconcertante por la que transita Colombia: una violencia irracional dispuesta en la usurpación de bienes fundamentalmente con la tierra que descansa como piedra angular de los ojos puestos en lo indiferente; eliminación sin contemplación; devastación, despojo y paranoia que aviva acechar enemigos por doquier. 

El conflicto es inflamable y, a su vez, se sustenta de otras guerras menores, como aquellas provenientes de la delincuencia común de distintos pelambres y el narcotráfico, por mencionar algunos casos. 

Hoy en día, eclipsar un conflicto que acarrea dimensiones variadas y en frentes tan desiguales, demanda de más músculo para que disponga de medidas económicas, sociales y humanitarias, políticas de fortalecimiento institucional con voluntad unificada y reformista y con presencia estatal y destrezas de negociación. Pero, la desintegración y disparidad de los grupos ilegales que subsisten al margen de la ley o, simplemente, la falta por conveniencia de voluntades que se afanan por un mismo objetivo, impiden a todas luces, que Colombia se reencuentre con la paz.

*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 11/IX/2020. 

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