Ortega, el destino de un tirano

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Nicaragua es un país del que no se suele hablar aquí. Es pequeño, casi insignificante, y no aguanta la comparación con los clásicos hispanoamericanos como Méjico, Venezuela o la Argentina; pero Nicaragua tiene una riquísima historia y su vivencia actual, directa heredera del pasado siglo, da para llenar muchas crónicas.

Dirige el país un sátrapa tiránico, remedo perfecto de los que Joseph Conrad retratara en Nostromo. Daniel Ortega alcanzó el poder con la Revolución sandinista, un movimiento que tomaba el nombre de un auténtico héroe novelesco, Cesar Augusto Sandino, asesinado arteramente por orden de Anastasio “Tacho” Somoza, el hombre fuerte de la época, en 1934, el cual iniciaría un largo periodo de dictadura y latrocinio familiar que acabaría abruptamente mediante cuatro impactos de bala en 1956. 

Sería sucedido por su hijo Luis durante unos años, para, tras su desaparición en 1967, dar paso a su hermano “Tachito” Somoza, no menos ladrón y déspota que el padre; notorio en la primera faceta por haberse apoderado de la ayuda internacional para la reconstrucción de Managua tras el terremoto de 1972. Ya entonces el Frente Sandinista, autoproclamado como heredero del gran Sandino, combatía el régimen somocista al que lograría expulsar en 1979 y un año más tarde asesinar en un atentado en Asunción, Paraguay.

Los sandinistas entraron cargados de promesas, aunque el reparto de fincas y casas de los antiguos dirigentes entre sus cuadros de mando, conocido como la piñata, dio tempranos motivos de preocupación. Tras unos años difíciles marcados por la acción de la Contra, creada y financiada por los EEUU, y la presión internacional, el dirigente del país y del movimiento, Daniel Ortega, convocó elecciones en 1990, siendo perdidas para su sorpresa ante Violeta Chamorro, viuda del periodista y opositor Pedro Joaquín Chamorro, asesinado por los somocistas en el 78, lo que provocó la aceleración de la victoria sandinista un año después.

Esta salida del poder mediante el voto fue un gran descubrimiento para Daniel Ortega. Nunca más volvería a sucederle, se prometió, y para cuando recuperó el poder mediante elecciones, en 2007, instauró un sistema de cesarismo democrático, al estilo chavista, en el que controla directamente la judicatura, la prensa, las fuerzas armadas, y, por supuesto, el legislativo; un sistema en el que la oposición, del tipo que sea, es erradicada o amedrentada desde la raíz.

En estos años los nicaragüenses han asistido al latrocinio de la ayuda llegada de Venezuela en los años de bonanza petrolífera, a la denuncia de abusos sexuales por parte de una hija de Ortega, al anuncio y consiguiente expropiación de tierras de un gran canal nicaragüense del que nunca más se supo, y lo que es peor, a la masacre de más de 300 jóvenes opositores en las manifestaciones que siguieron en 2018 tras la reforma del seguro social.

Estos últimos días se ha completado el ciclo con la detención de los opositores y líderes de los diferentes partidos que pretendían presentarse en las próximas elecciones, entre ellos a Cristiana, la hija de Violeta Chamorro, y que, dado el clima imperante en el país, tenían grandes posibilidades de acabar con su imperio. Ya no.

Por este camino a la tiranía Ortega ha ido quedándose solo con la compañía de su mujer y cómplice Rosario Murillo, ya que los antiguos comandantes sandinistas, como el sacerdote y poeta Ernesto Cardenal, el premio Cervantes Sergio Ramírez o su propio hermano, el constructor de las FAS nicaragüenses Humberto Ortega, hace tiempo que renegaron de él y su estilo de gobierno. Hoy a Ortega sólo le queda pensar si merece la pena acabar como los dictadores que le precedieron.

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