El sistema de gobierno democrático se basa en la separación de los tres poderes del estado, el legislativo, donde reside la soberanía, el ejecutivo o gobierno y, finalmente, el judicial, garante del imperio de la Ley. Un sistema de frenos y equilibrios, los “checks and balances” a los que se apela en tiempos de zozobras sistémicas. No son perfectos y, en ocasiones, nos encontramos con gobernantes que, de forma grosera o más o menos encubierta, buscan la forma de erosionar a dos de ellos buscando la supremacía del ejecutivo. Es una deriva autoritaria más frecuente de lo que pudiera parecer y, como siempre hay una personalidad autoritaria tras tales movimientos, existen indicios que nos pueden alertar sobre tales individuos.
La intelectualidad progresista de nuestro país, sentado que este calificativo se usa actualmente como medio de descalificar a los adversarios políticos que pasarían directamente a ser fascistas, parece haberse desvanecido en relación con su supuesta misión de crítica al poder, lo que da alas a quienes lo ocupan para adoptar actitudes que suponen una clarísima erosión de los fundamentos del propio sistema. Su silencio ha sido clamoroso estos días en que la prensa no alineada con el poder ha sido atacada desde el gobierno.
En los EEUU llevan años estudiando el fenómeno del autoritarismo del que ningún país está libre; el húngaro Orban, ejemplar primer ministro en su primer periodo de gobierno, mantiene actualmente una clara deriva autoritaria que, si la presión europea no lo remedia, acabará con su país en el limbo de las democracias bajo vigilancia. Esos estudios definen cuatro indicadores que pueden alertarnos sobre la tendencia de algunos líderes hacia la dictadura o, como poco, al aherrojamiento de la democracia.
Hay cuatro factores que nos pueden avisar de las tendencias encubiertas en un político: El rechazo de las reglas de juego, que España vienen dadas por la Constitución y los matices que la Transición añadió; observen quién pone en cuestión tales principios. La negación de la legitimidad del oponente; aquí se trataría de demonizar, generalmente con la etiqueta de fascista que para todo sirve, a la oposición, especialmente a la que se encuentra en el extremo del espectro político, a esta podemos adjudicarle sin más el marchamo de golpista. El siguiente elemento sería el uso o justificación de la violencia contra los adversarios, y aquí lo tenemos fácil puesto que el invento del escrache tiene marchamo y patente. La última alerta sería la proclividad para ilegalizar oponentes o prensa, y de esto también nuestro hombrecito y sus secuaces nos han dado muestras, especialmente estos últimos días.
Les dejo a ustedes que hagan sus propias deducciones. Es fácil.