El necesario pacto entre el líder del PP y la presidenta de la Comunidad
Es el título de una serie (8 capítulos) de televisión, con el acicate de transportarnos a la España cachonda y ardiente de la que disfrutaba la “Dolce Vita” madrileña, en plena dictadura franquista, que le viene como anillo al dedo al delirio desatado por una conjunción de celos, inseguridades y reparos, patología que se ha apoderado de los que empezaban a levantar cabeza.
60 años después, ya sin Ava Gardner, el animal más bello del mundo, ¡Arde Madrid!, ahora circunspecta y cabreada.
La ya lejana convención trashumante del principal partido de la oposición empezó con un lema teológico “Creemos” y acabó imponiéndose el agnosticismo (“inaccesible al entendimiento humano”), cerrando en falso al no encontrar remedio a conflictos latentes sin resolver: liderazgo para ganar, alianzas para gobernar.
Sin programa de mano, el objetivo político del cónclave, poner en valor la unidad de la formación en torno a su máximo dirigente, resultó una ceremonia ataviada con 97 discursos “de nevera”, que amueblaron el garbeo provincial sin aportar soluciones a los problemas de los ciudadanos, a los que no tardaron en llegar las discrepancias de sus representantes.
Con el paso de los días, la inexplicable desavenencia ha ido mutando en un triángulo con tres protagonistas: el líder de la formación, la aspirante emergente, el guardián del almacén y otros tantos actores de reparto. ¿Cuales son las virtudes y defectos de cada uno de ellos? ¿Qué impide no sumar?
Rodeada de una nube de fotógrafos y coleccionistas de selfis, la irrupción en carne mortal de la viajera ausente, la más aplaudida y vitoreada de cuantos aparecieron por el conventículo valenciano, daba a entender de que se trataba de alguien que está por encima de su partido. Primera objeción para una formación bonapartista: acaparar el monopolio de la gloria.
Mientras, algún medio local se divertía –es más peligrosa que un chocolate crudo– a costa de la “star” esplendente que más insultos ha recibido desde las azoteas hostiles; allí donde el exotismo político no tiene encaje convenían en reconocer la proeza en las urnas de “la nueva musa de la derecha española, bestia negra del Gobierno central y descubrimiento político español del año” (Le Figaro).
Vísperas de inseguridad y desasosiego de tramoyistas, esforzados en despejar la intención última de la tournée americana, descifrar el alcance de sus aspiraciones reales y evitar un spoiler como el de Bruce Willis en “El sexto sentido”. Segunda objeción: otro verso suelto y van…
La colisión por culpa del liderazgo se aviva cuando se adivina que las esperanzas del aspirante están puestas más en los errores que pueda cometer el contrincante que en su capacidad de cambiar el aliento del país, al resignarse a una posición secundaria: ser la “alternativa posible”. Tercera objeción: los ganadores no siempre hacen prisioneros.
Decía Winston Churchill que, en política, cuenta más la actitud que la aptitud.
El viejo amigo y ahora antagonista, cuya aptitud demuestra aprestando la mejor oratoria que se escucha en el Congreso, no acaba de conformarse con una condescendencia que parece haber servido de bien poco: “Tengo claro dónde está mi sitio. Mi sitio es Madrid. Madrid es España”. Pero algo dejó en el aire: ¿España es Madrid?
Un trabalenguas que recuerda al de los presidentes de clubes de fútbol, cuando anuncian –de forma solemne– que el puesto del entrenador no peligra.
La insumisa sin complejos tiene actitud, se rodea de mentores veteranos y aunque lo haga mal le sale bien, a diferencia de otros a los que les ocurre lo contrario. Esta parece ser otra de las causas de la desazón que provoca cualquier cosa que tenga que ver con el “madrileñismo” de zuritos y berberechos que profesa. Queda por ver si puede o no ser una carta de presentación en otras latitudes.
Todo sigue igual sin que se atisbe marcha atrás. Interferencias y orgullos equivocados han emputecido el conflicto y la desconfianza ha retoñado en forma de incendio, y eso puede explicar que una no renuncie a sus aspiraciones orgánicas y el otro no dé su brazo a torcer.
La certeza aritmética se asienta en las posibilidades de formar gobierno que pudiera tener la derecha, en el caso de ser la formación más votada. Para ello, está por ver la disposición a sumar escaños con sus vecinos de escalera. Lo que obligaría a una entente: indeseable para unos, inevitable para otros.
El dilema arranca de aquella moción de censura al Gobierno, cuando el líder popular emprendió el divorcio a estribor, clamando: “Hasta aquí hemos llegado”, recordando al promotor de la propuesta que la “derechita cobarde” le había dado trabajo durante 15 años.
Aquel discurso no convenció a quienes no rechazan –como socio– a la derecha radical, con tal de alcanzar una mayoría parlamentaria. Una entente con el “coco” obligado para movilizar a socialistas, comunistas e independentistas, exige acuerdos imprescindibles sin abandonar la moderación, para preservar la convivencia democrática y la construcción de acuerdos de Estado.
La docilidad en política es mala compañera y nadie se resiste a convertirse en basura espacial. De aquí que estas cuestiones casi imposibles se suelen arreglar “a la alemana”: todas las horas que hagan falta, sin levantarse de la mesa hasta alcanzar un acuerdo.
Es obligada una alternativa al actual conglomerado de gobierno, para lo cual resultaría inexcusable que los presidentes del Partido Popular y de la Comunidad de Madrid, tomando como referencia los tickets del sistema electoral americano, establecieran un pacto de hierro, con el que resistir las presiones y acometidas de los poderes –incluidos los otros partidos– deseosos de configurar la realidad a sus intereses.
A renglón seguido, emprender las negociaciones necesarias para sumar al pacto a opciones fronterizas, apelando a compromisos, cesiones y fórmulas que lo faciliten.
No va a resultar fácil despejar las paradojas del doble conflicto: liderazgo y aritmética, porque como decía el lúcido Juergen Donges: “Defender la cordura es hoy una heroicidad”.