“El mundo mira con temor el nuevo panorama que se cierne en Oriente Medio” (I)

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Mucho se ha escrito y documentado sobre el entramado que subyace en Afganistán y, de alguna u otra manera, redunda el retrato vertebrado del conflicto en incontables artículos, libros y reportajes periodísticos. Sin embargo, no son pocas las voces afganas de a pie que se hallan descarriadas en estos relatos inhumanos, a pesar de que el conjunto poblacional es el más receptivo y afligido por la severidad de los signos de violencia y terror.

Pero, para hilvanar este éxodo en busca de un futuro lejos del espanto, es preciso retrotraerse en el tiempo tras décadas de relativa estabilidad, con el derrocamiento en 1978 del Primer Ministro y Presidente Mohammed Daud Khan (1909-1978) y un año más tarde, la irrupción de las tropas soviéticas, punteando el inicio de un antes y un después, que dejaría al país reducido a escombros.

Con lo cual, al objeto de hilvanar los acontecimientos aquí detallados, seguidamente se sintetiza el régimen comunista y la ocupación soviética (1979-1992); la ‘Segunda Guerra Civil Afgana’ (1992-1996); el ‘Gobierno talibán’ (1996-2001); el trance actual que abarca desde el año 2001 hasta el presente; y, por último, el relato distópico de las mujeres y niñas afganas. Gradualmente, los abusos perpetrados crecieron conforme se reforzaban los grupos de resistencia muyahidines, promoviendo una ‘guerra de guerrillas’ e implicando en una espiral a las fuerzas circundantes. Unos datos básicos: en los años sucesivos a la conflagración, se asesinaron más de 870.000 afganos, además, tres millones quedaron heridos o mutilados, se originó un millón de desplazados internos y más de cinco millones huyeron de este abismo.

Ya, en 1989, los soviéticos se marcharon, dejando un Gobierno cada vez más supeditado a las milicias para preservar el control. Aunque se confiaba que la evasiva extranjera trajese aparejada la paz, paulatinamente, la desestabilización hizo acto de presencia hasta enquistarse y confluir en los precedentes que detentaron el poder.

En la primera mitad de los noventa, a medida que las facciones muyahidines se desafiaban incitando a cruentos acometimientos por hacerse con el dominio, los civiles se veían subyugados a intimidaciones y venganzas arbitrarias y aleatorias, castigando a los asesinos con ejecuciones públicas; a los adúlteros, con la lapidación y a los ladrones con la amputación de la mano derecha, al que se une el pie izquierdo, en caso de reincidencia.

Entretanto, los talibanes envalentonados por el desconcierto de la ‘Guerra Civil’, se hicieron con numerosos territorios y prometieron seguridad a una urbe extenuada por el desbarajuste y los estragos beligerantes.

Lejos de esta realidad, las políticas implacables y autoritarias obtuvieron como resultado la proliferación de la pobreza, los excesos generalizados de los derechos humanos, en adelante, DH, acosamientos y aniquilaciones étnicas, con un incesante goteo de refugiados en dirección a la República Islámica de Pakistán, o a la República Islámica de Irán y otros estados adyacentes.

Queda claro, que, en Afganistán, toda una generación ha crecido sin haber experimentado en alguna ocasión la paz, y una amplia mayoría se debate entre el ser o no ser, ante la estela psicológica, física, económica y social de los lances acaecidos que muestran el impacto y la escala de la violencia en proporciones indefinibles.

Con estas connotaciones preliminares, desde el 15/VIII/2021, Afganistán, con el ocaso de su capital, Kabul, está de facto gobernada por el Emirato Islámico de Afganistán e imperada por los talibanes, tras la indisposición de las instituciones de la internacionalmente reconocida ‘República Islámica de Afganistán’. 

A día de hoy, Afganistán está inmersa en un tsunami descomunal, en el que no falta el quebrantamiento y la fractura de los DH de mujeres y niñas, al igual que un sinfín de persecuciones improcedentes y linchamientos, con el añadido espeluznante de no existir un registro exacto en la cuantificación de desaparecidos, y no disponer de un mínima indicio, de lo que ciertamente ha sucedido o sucede con algunas de estas personas.

Comenzando sucintamente por el contexto histórico, acto seguido del régimen comunista y la ocupación soviética (1979-1992), con décadas de monarquía comparativamente sólidas, el reinado dilatado de Mohamed Zahir Shah (1914-2007), reconocido oficialmente como ‘Padre de la Patria’, en 1973, fue depuesto por su primo Daud.

En las postrimerías de los años setenta, las tentativas de reforma impulsadas por Daud eran indecisas. El descontento de su proceder atenuó la evolución de partidos comunistas nacionales, que, a su vez, acogían un apoyo significativo de la Unión Soviética. Pero, en 1978, Daud y su familia eran ejecutadas con un golpe de estado dirigido por Nur Mohammed Taraki (1917-1979).

Taraki, al igual que su sucesor Hafizullah Amin (1929-1979), al objeto de imponer cambios socialistas, no titubeó para valerse de la contención con capturas en masa, tormentos y prácticas sumarias. Ante esto, afganos con nivel educativo destacado, más élites terratenientes y dirigentes religiosos, todos en el puno de mira del régimen, optaron por escapar. La irracionalidad indujo a la obstinación de las facciones islámicas conocidas como los muyahidines, lo que llevó al territorio a una sucesión de revueltas. Mientras, Amin, líder de una facción comunista rival, en 1979, derrotó a Taraki. 

La acentuación del laberinto a finales del año antes aludido, dispuso que la Unión Soviética invadiese Afganistán con una representación relativamente mínima, pero cada vez más implicada por motivos del movimiento de resistencia. 

Conjuntamente, la administración afgana y las fuerzas soviéticas preservaban la iniciativa en las ciudades, y como previamente se ha apuntado, con las partidas muyahidines ejerciendo una ‘guerra de guerrillas’ en las áreas rurales que, indiscutiblemente, sostuvieron lo peor de las acometidas. 

Teniendo en cuenta que las facciones estaban sutilmente alineadas en distintos intervalos de la guerra, en ningún momento los muyahidines se constituyeron en una corriente unificada. Más bien, eran agrupaciones en términos de volumen y potencial en su adiestramiento, en gran parte fraccionadas e inconfundibles, habitualmente por sus lazos tribales, religiosos y étnicos.

Las acciones específicas conducidas por comandantes, gravitaban en estratagemas y destrezas de agresión y huida, que entrañaban arremetidas de artillería contra blancos gubernamentales, sabotaje de infraestructuras, crímenes y fuego de mortero con la diana siempre puesta en el personal civil y militar. 

Obviamente, el recurso acostumbrado de los muyahidines de buscar protección en los poblados e irrumpir con ofensivas desde ellos, situaba a los civiles en la indefensión de la efervescencia cruzada.

En el afán de extinguir o detener a las milicias muyahidines y de desalojar a los residentes de las aldeas donde clandestinamente se cobijaban, las avanzadillas rusas y gubernamentales interponían estrategias despiadadas, que no sólo entreveían los incumplimientos directos del ‘Derecho Internacional Humanitario’, sino que, según algunas denuncias, pertenecían a la clase de genocidio. 

Ni que decir tiene, que los procedimientos tradicionales englobaron la puesta en escena de incursiones aéreas en espacios concurridos, como la colocación de minas en sectores rurales para amputar las rutas encubiertas de abastecimiento y medios de locomoción. Sin inmiscuir, los asaltos a sitios susceptibles de hospedar a los muyahidines. 

Asimismo, los colaboradores predispuestos a la causa eran capturados y, en diversas coyunturas, martirizados. Otros, sencillamente desaparecían.

En definitiva, el correctivo infligido era demoledor: los bombardeos se convertían en indiscriminados y por cuestiones del desalojo de la población y otros componentes afines, los métodos de riego se anularon, cayendo en la deriva la productividad agrícola de tierras fértiles.

Se presume, que los combates mortíferos dejaron un saldo en torno a 1,2 millones de afganos con alguna discapacidad, y tres millones entre heridos y mutilados. Sin más, las minas terrestres truncaron la vida de 25.000 personas y se deduce que cada semana unos 50 individuos quedaban imposibilitados. 

Del mismo modo, muchos refugiados se establecieron en campos próximos a las fronteras de Pakistán e Irán, o viajaron a localidades colindantes, ofreciéndoles otras perspectivas económicas, pero que no desbancaron la inseguridad, o las dificultades a los servicios básicos y la enorme penuria de los recursos, fraguándose una existencia extremadamente penosa. 

Para ser más crítico, en Pakistán, la mujer era confinada en la casa y padecía mayores limitaciones que las que propiamente se advertían en Afganistán. El acercamiento a las instalaciones de salud o a la educación, o alguna oportunidad productora de ingresos, resultaban condicionadas para desenvolverse en la más absoluta indigencia. 

Y es que, tanto las comunidades como los campos de refugiados, fundamentalmente, en Pakistán, estaban altamente politizados. El Gobierno acostumbraba a solicitar la afiliación a alguna fuerza política muyahidín reconocida, con la premisa de adquirir una autorización transitoria para acceder a las instancias disponibles. En idéntica sintonía, la repartición de alimentos se atinaba mediatizada o vigilada por los representantes locales, y estaba al corriente que las haciendas quedasen a merced de los comandantes muyahidines o de sus intermediarios.

Pakistán, canalizó un respaldo substancial a los ‘combatientes fundamentalistas’, y gran parte era facilitado por Estados Unidos, el Reino de Arabia Saudita y otros Estados. El diseño en el espionaje de los pakistaníes se aprovechó como colector para la dotación de armas u otras contribuciones a los muyahidines. Únicamente, entre 1980 y 1989, los estadunidenses aportaron poco más o menos, que 3.000 millones de dólares en ayuda económica y militar oculta.

Allende a que la cantidad de bajas aumentaba y la opinión pública se contraponía a los siniestros de la guerra, los soviéticos procedieron a maquinar su repliegue, que expresamente se convino en los ‘Acuerdos de Ginebra’ de 1988. 

Con el éxodo ruso y el subsiguiente fin de la ‘Guerra Fría’ (1941-1997), los norteamericanos valoraron que habían logrado los objetivos estratégicos, demostrando un minúsculo interés por colaborar en la recuperación del país. Luego, la mediación estadounidense se redujo drásticamente y su deferencia permutó a otros escenarios del planeta.

Al adiós irrevocable de los soviéticos, Mohammad Najibulá Ahmadzai (1947-1996), ex director de los servicios de espionaje que compareció en 1986, continuó al mando, consiguiendo sostener unos cuantos años más la autoridad, pero para asombro de los observadores, Najibulá, quedó sujeto a manos de las milicias progubernamentales y de la perseverante asistencia de la Federación de Rusia para comprar su lealtad.

En 1992, con la plasmación de un Gobierno provisional, Najibulá, claudicó a sus intenciones, lo que provocó que las milicias virasen de bando con los resultantes pronunciamientos encabezados por uzbecos y tayikos del Norte, aliados con el comandante muyahidín Ahmad Shah Masud (1953-2001) de la ‘Sociedad Islámica’. Un grupo eminentemente tayika, capitaneado por Burhanuddin Rabbani (1940-2011) y perteneciente a la facción político-militar ‘Jamiati Islami’.

Un mes más tarde, el timón de Najibulá, se desplomó hasta caer empicado.

Segundo, en lo relativo a la ‘Guerra Civil Afgana’ (1992-1996), acaecida con la enervación del régimen socialista y las desavenencias en el influjo de las facciones islámicas, distinguidas desde los ochenta como muyahidines y que circunscribía al por entonces autoproclamado ‘Estado Islámico de Afganistán’, con la basa indirecta de las facciones más importantes, al convenirse una jefatura rotatoria en la que Sibghatullah Mojadeddi (1925-2019), líder del ‘Frente de Liberación Nacional Afgana’, regiría el primer turno y Rabbani le reemplazaría.

En este sentido, el Gobierno Islámico recién estrenado declaró la aplicación de la ‘Ley Sharía’, literalmente en árabe, “el camino claro hacia el agua”, con normas que atañen desde las plegarias hasta el ayuno o las donaciones encaminadas a los pobres, pero, que en sí misma, encerraba para las mujeres rigurosas restricciones.

Antes de continuar con este apartado, hay que remitirse a la figura preferente de los ‘muyahidines’, como integrantes pertenecientes a las facciones político-militares que maniobran y traman en Afganistán desde los años setenta, existiendo evidencias y pruebas constatadas en 1973 y 1975, respectivamente.

‘Muyahidín’, en plural, ‘muyahidines’, es un vocablo que se denomina en el entorno islámico a la persona que realiza la ‘Yihad’. Es decir, alguien que combate por su fe. Así, los insurrectos y conjurados se llaman ‘muyahidines’, y esta es la designación vigente con la que se conocen en el siglo XXI. También, los afganos pastures los nombran ‘dushmanes’, que encarna a los ‘bandidos’ o ‘enemigos’, y otras etnias lo apodan ‘basmachí’ o ‘ashrar’. 

Continuando con lo expuesto, únicamente acomodaba algunas demarcaciones rurales y una porción de la capital. Incluso extensiones de Kabul manifiestamente bajo la consigna del Gobierno, eran hostigadas con artillería por la facción ‘Hezbi Islami’, ideológicamente inspirada por los ‘Hermanos Musulmanes’ y fundada por Gulbudin Hekmatiar (1949-72 años), quien rehusaba cualquier conato de alianza. 

Aunque, Rabbani toleró en diciembre de 1992 su cese inmediato en el mandato, a la postre se contradijo. Las facciones muyahidines que inicialmente eran aliadas se insubordinaron y el compromiso instaurado entre los comandantes se esfumó; al unísono, que detonaba las auras de un conflicto civil abierto: Afganistán, quedaba sumergido en el caos y enredo.

A este tenor de ímpetus concéntricos en desequilibrios, las facciones muyahidines anunciaban que su fundamento era religioso: el Islam, y como tal, no incumbía una lucha de carácter ideológico, como tampoco asumió el beneplácito popular. Más bien, era una cruzada por el control y el poder. 

Tanto las conexiones como las incompatibilidades de los bandos muyahidines se sustentaban en amistades puramente tácticas y de escasa trascendencia. Además, los pactos se agrietaban y las superficies de manera atropellada se sustituían de poseedor. En tanto, los vencedores vengaban al emporio con desquites.

Sobraría mencionar la inobservancia de los DH, entre algunos, ejecuciones, raptos, reclusiones, ensañamiento sexual u otras fórmulas de desprecio a la dignidad humana. Realmente, es dificultoso precisar el total de perecidos, aun habiendo estimaciones que nos reportan a que sólo en 1993 sucumbieron 10.000 personas: la disputa por la supremacía de Kabul, con cruentas escaramuzas en las calles y travesías y descargas repentinas, cosecharon cientos por miles de cadáveres y malheridos.

Igualmente, pasaría con los afganos hechos prisioneros en este mismo período; si bien, un Informe de Amnistía Internacional correspondiente al año 1995, postula que miles de individuos fueron retenidos y sin volver a tener reseña alguna. En análoga similitud, la retención de mujeres, el acoso sexual y los matrimonios forzados se intensificaron: la violación de mujeres y niñas parecen ser consentidas por los líderes de los grupos armados, como un instrumento permisivo que horroriza a la población y una divisa de recompensa a sus combatientes.

Primero, en las parcelas intervenidas por los muyahidines, las mujeres tenían terminantemente prohibido trabajar fuera del hábitat doméstico, al igual que las niñas se le impedía el desplazamiento al colegio. Argumentos en los que se ahondarán en la tercera y última parte de esta exposición.

Y segundo, en las zonas en contienda, la coacción de la violencia sexual o el deshonor, apremiaron a que las familias apartaran a sus hijas de las escuelas y las matrimoniaran a una edad prematura para protegerlas; los niños, algunos con tan sólo doce años, se incorporaban a la batalla. Un hábito que se extendió con los talibanes.

Por lo demás, el vacío de un Gobierno Nacional, predispuso que los servicios esenciales se colapsaran y las infraestructuras quedaran prácticamente inservibles: en 1994, el 60% de los institutos carecían de construcción. La ausencia en la liquidez del devengo a las fuerzas combatientes, comportaba la servidumbre de mañas depredadoras como impuestos tributados en las posiciones de inspección, sustracción y otras hechuras de delincuencia organizada y desorganizada.

De esta manera sutil, los muyahidines, contemplados por los afganos como los paladines en la invasión rusa, comenzaron a ser temidos y desprestigiados por la confusión que acarreaban. 

Fijémonos en unos datos convertidos en cifras: tras la estampida de las fuerzas soviéticas, se presume que desde Pakistán retornaron 1,2 millones de afganos con la expectativa de vivir en paz. Pronto, millones de ciudadanos hubieron de dispersarse. En concreto, en 1994, más de un millón de afganos residían en Pakistán y otro millón lo hacía en Irán. 

Remontándonos al año 1993, los talibanes, una confederación tribal de Chilzai y sus tribus aliadas, autodenominado como el Emirato Islámico de Afganistán, relativamente incógnito y con base en Kandahar, prometieron eliminar cualquier sospecha de violencia e implantar un orden aparente.

Para ello, se apoderaban prescindiendo de los puestos de control e infligían severos escarmientos a presuntos malhechores. Principalmente, movilizaban a sus secuaces entre los jóvenes sin educación, que guarecidos descubrían en Pakistán.

Con la cooperación técnica y financiera de este país, en 1994, tomaron las riendas de Kandahar. Posteriormente, en sus aspiraciones de ensanchar su magnitud belicosa, apenas hallaron resistencia ante una población saturada y agotada por la guerra. Ya, en 1995, los talibanes amansaban a sus anchas las provincias del Este, Oeste y Sur, hasta que transcurrido un año arrebataron Kabul.

En consecuencia, quedando en pausa la primera parte de esta disertación, el éxito de los talibanes en las últimas horas, encaja la amenaza que Afganistán restaure el santuario del terrorismo global; al tiempo, que el Presidente Ashraf Ghani Ahmadzai (1949-72 años) desertó y ejerce en el exilio desde el pasado 15/VIII/2021, simboliza la vuelta de quienes mandaron a su libre albedrío entre 1996 y 2001, imponiendo una inquebrantable interpretación de la Sharía.

Sin lugar a dudas, ello conjeturaría la vehemencia en cadena y un valor emblemático al yihadismo-salafista, especialmente, adeptos a ‘Al Qaeda’ o al grupo hostil ‘Estado Islámico’, espoleados desde el Norte de África hasta el Sudeste Asiático. Haciéndoles confiar, que están en condiciones favorables de desalojar a un contrincante extranjero como Estados Unidos, que desde hace décadas puja por la enseña de la polaridad y el multilateralismo. 

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