Durante toda la segunda mitad del siglo XX la literatura popular española era cosa de dos autores; Corín Tellado era la reina de la novela rosa y Marcial Lafuente Estefanía el patrón de la novela del oeste. Eran estas de pequeño formato, 100 páginas más o menos, y de publicación semanal; se podían comprar nuevas o cambiar por un precio módico en el kiosco del barrio. Ningún autor fue tan leído como Estefanía.
Sus tramas tenían algunos lugares comunes que resultaban infalibles; un pueblo en el que los malandros campaban a sus anchas, una ciudadanía encogida y sometida a los abusos de los primeros, y unas autoridades incapaces de resolver la situación o incluso conchabadas con los malandros… hasta que llegaba un forastero, casi siempre muy alto, seis pies y medio, una altura supuestamente enorme pues no había a mano ningún conversor, y a veces el visitante resultaba ser un Marshall, algo así como un agente especial del FBI.
El paisaje social de las novelas de Estefanía tenía muchas similitudes con la insania que se vivió durante años en el País Vasco; allí, además, la iglesia tomaba partido por los malandros y la autoridad del estado estaba desaparecida o era impotente. El sheriff, o lo que es lo mismo, la Guardia Civil, estaba para servir de blanco en medio de, en el mejor caso, la indiferencia del entorno, y el desanimo cundía entre sus filas… hasta que llegó el comandante Galindo.
El estado iba perdiendo la batalla, que matasen guardias y militares, junto a sus familiares y que ni siquiera mereciesen un responso no parecía conmover a nadie, aunque cuando los asesinos ampliaron la lista de objetivos a prensa, jueces y políticos las cosas comenzaron a moverse. Las acciones de Galindo y sus hombres fueron fundamentales para cambiar el signo de la batalla en la que estaban sumergidos, y también para que en Francia percibiesen las implicaciones que para ellos tenía su falta de cooperación.
Fue una guerra dura, muy dura. Fue una guerra sucia, todas las guerras lo son, y como en las novelas de Estefanía, aquel alcalde que tan bien acogiera al forastero, una vez solucionado el problema de los malandros, toma distancia para que nada le salpique y deja que a Galindo lo atropelle la inflexibilidad de una ciega justicia dispuesta a lavar la imagen del estado a costa de sus servidores más entregados.
Al general Galindo se lo ha llevado el coronavirus, pero ninguna condena ha podido ni podrá retirarle el aprecio y el agradecimiento de los que entonces y ahora valoramos su entrega al servicio como una entrega a España en el completo sentido de la divisa que adorna las puertas de los cuarteles de la Guardia Civil.