viernes, octubre 4, 2024

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Ni las manos de un buen hijo

En 1927, el Rey Alfonso XIII encargó la confección de la letra del Himno Nacional, la Marcha Real, al polifacético compositor Eduardo Marquina, de cuya primera versión él es el autor de sus estrofas. Periodista, poeta, novelista, y dramaturgo, desde 1930 ocupó el sillón «G» de la Real Academia Española. Nacido en Barcelona en 1879, falleció en Nueva York en 1946, legándonos una fecunda creación poética y literaria. En obras teatrales también triunfó, siendo la más recordada de ellas la titulada «En Flandes se ha puesto el sol», de 1911. Algunos de los versos de esta creación se han atribuido erróneamente en más de una ocasión a Lope de Vega, e incluso han sido utilizados por algún escritor actual de gran renombre.

Y pone, Eduardo Marquina, en boca del imaginario protagonista de esa pieza teatral, el que fuera Capitán de los Tercios don Diego Acuña de Carvajal, la muy sentida recitación de un poema que no deja a nadie indiferente, tal es la emotividad e intensidad que imprime el autor en esas cortas líneas:

«Por España,

y el que quiera defenderla,

honrado muera.

Y el que traidor la abandone,

no tenga quien le perdone,

ni en Tierra Santa cobijo,

ni una Cruz en sus despojos,

ni las manos de un buen hijo

para cerrarle los ojos».

El poeta centró la acción de la obra en los Tercios de Flandes, pero no cabe duda de que la inspiración que le faltaba la encontró en lo que su generación tenía muy presente por ser reciente en el tiempo: nuestra Guerra de la Independencia. Tiene aquel poema frases tan bellas y escritas con tal acierto, que en ellas se reflejan todo el sentir y ánimo de los españoles y de España entera; que comenzó cuando la Revolución Francesa de 1789 traspasó sus fronteras, y se iniciaron en toda Europa una serie de años convulsos que cambiaron el hacer y el vivir de las gentes de este continente. El diez de noviembre de 1799, dieciocho de brumario en el nuevo calendario de la Revolución, Napoleón Bonaparte, joven corso y general francés, se adueñó del poder político en Francia merced a un golpe de estado. Nombrado Cónsul provisional por el «Consejo de los Ancianos», inició una etapa caracterizada por los poderes absolutos de él mismo y que duraría quince años.

En agosto de 1802, Napoleón, por resolución del Senado, consiguió convertirse en Cónsul vitalicio. España por su parte, aliada con el Directorio francés (gobierno anterior a Napoleón) desde años atrás, intentó sobreponerse a la terrible derrota de Trafalgar (veintiuno de octubre de 1805).

Aun así, en nuestro país, la realeza, la sociedad entera, vivían aparentemente ociosas y despreocupadas. Aun a pesar de que una parte de la población permanecía en la incultura, estando reservada la educación a los hijos de los adinerados y a los de los nobles, el conocimiento en general no se encontraba subordinado a la clase social que fuera. Baste como ejemplo el que las mujeres ya habían sabido imponerse a la servidumbre a la que estaban sometidas, aunque fuese en cosas mínimas como los vestidos escotados o el paseo.

España, por lo tanto, no era ajena al movimiento intelectual que se vivía en Europa, pero solo en aquellos aspectos en los que las reformas no afectasen a la estructura social. Se defendía el progreso, sí, pero no a costa de las prerrogativas de nadie. Tanto la agricultura, en la que primaban los cereales, como la ganadería, vivían una época de máximo esplendor. Los tiempos de penurias pasadas, se sentían ya como olvidados.

Gobernaba el país desde el veintitrés de diciembre de 1788, Carlos IV, quien el quince de noviembre de 1792 nombró a Manuel Godoy como Secretario de Estado y del Despacho Universal, siendo ocasionalmente el valido del Rey en asuntos internacionales.

En 1806, después de fracasar la invasión de Inglaterra, Napoleón decretó el «Bloqueo Continental» hacia aquella. Portugal, su tradicional aliado, se negó a acatarlo de modo que el emperador decidió invadir ese país. Pero necesitaba ser capaz de transportar tropas terrestres hasta allí, por lo que el veintisiete de octubre de 1807, Manuel Godoy, que seguía siendo el valido del rey español Carlos IV, y Napoleón Bonaparte firmaron el Tratado de Fontainebleau, permitiendo el paso de tropas francesas por territorio español para invadir Portugal. Según este Tratado, una vez tomado el poder en el país vecino, éste se dividiría en tres partes: una para el antiguo rey de Etruria, otra se reservaría para un posible cambio por Gibraltar y la isla de Trinidad y la última pasaría a Godoy y a su familia como Principado de los Algarves. Con las islas y colonias de Portugal, se acordó el repartirlas entre España y Francia.

El ejército francés entró en Portugal ocupando Lisboa en noviembre de 1807, obligando a la casa real portuguesa, el rey Juan VI y su familia, a refugiarse en Brasil. Simultáneamente las tropas francas fueron ocupando las principales plazas españolas. Algunos historiadores defienden la idea de otro tratado oculto, por el cual Manuel Godoy ya conocería que, según los planes del emperador, cien mil soldados franceses ocuparían España, ciñéndose José Bonaparte la Corona.

Aquella firma por parte de Godoy del Tratado de Fontainebleau, desató la animadversión de Fernando, Príncipe de Asturias, hacia él. 

2 LAPIDA A LOS HEROES DEL DOS DE MAYO. Madrid

El diecisiete de marzo de 1808, se organizó un «motín popular» en Aranjuez, consiguiendo encarcelar a Godoy. De ese motín, el propio valido diría que «estaba organizado por algunos nobles, apoyados por jaurías de lacayos, cocheros, galopines y chusma advenediza…asalariada».

Ya en prisión, su vida fue perdonada por Fernando, quien prometió juzgarlo por su gestión política. Ese mismo día, Carlos IV abdicó en su primogénito Fernando VII. A espaldas de estos hechos, antes había firmado un convenio privado con Napoleón en el que renunciaba a la corona de España a favor del emperador francés, cuestión esta que hizo que el embajador de Francia y el mariscal Murat se negaran a reconocer como rey a Fernando VII, rechazando las credenciales del embajador español.

Ante tanta disputa, la familia real española solicitó la mediación de Napoleón en estas cuestiones, quien ordenó atraer a todos sus miembros a Bayona. Fernando VII acudió allí en abril de 1808, dejando en Madrid una Junta de Gobierno. A su llegada, el emperador intentó convencerlo para que devolviera la corona a su padre Carlos IV.

El ejército, por su parte, se encontraba con órdenes precisas de no interferir en cosa alguna de las que hicieran los franceses. A esto se añade el que gran parte de los soldados españoles se encontraban fuera de España, enfrascados en las guerras napoleónicas. El mariscal Murat, comandante jefe de las fuerzas francesas de ocupación, llevaba ya semanas amedrentando a la población de la capital con sus constantes alardes de fuerza, maniobras y desfiles, que, sumados a los continuos desmanes de la soldadesca, no hacían más que elevar la irritación y el disgusto de las gentes, ante la ordenada pasividad de las escasas tropas españolas.

3.  FRANCISCO DE GOYA. FUSILAMIENTOS DEL 3 DE MAYO.  Museo del Prado
Francisco de Goya y Lucientes. Fusilamientos

Al amanecer del lunes dos de mayo de 1808, las fuerzas nacionales en Madrid sumaban unos tres mil hombres, ascendiendo las francesas, entre la capital y acantonamientos cercanos, a unos treinta y cinco mil. Los madrileños, tenían el acertado pensamiento de que la familia real española había sido llevada fuera del país por los franceses.

En la plaza frente al Palacio real, se concentraban gran cantidad de paisanos, cuando a las ocho y media de la mañana, alguien gritó desde una de las ventanas del edificio: «Se nos llevan al infante». Únicamente quedaba en Palacio a esa hora el joven Infante don Francisco de Paula, de doce años, hermano del Rey Fernando VII.

A partir de ese momento, las gentes que allí se encontraban, hicieron correr la voz por las calles aledañas. En muy poco tiempo se concentraron cientos de lugareños, a los que el mando francés consideró como ofensivos. Entonces, después de haber sido apaleado un emisario francés con parlamento e intención de desanimar la exaltación de aquella muchedumbre, Murat, nombrado Príncipe de Berg por el propio Napoleón, envió al batallón de granaderos de la Guardia Imperial a disolver aquella incipiente insurrección. Éstos, sin previo aviso, abrieron fuego indiscriminadamente contra la multitud.

Mas sucedió lo que ninguna mente militar había calibrado. El grito de los vivos, de los heridos, de los muertos del Palacio Real, se extendió en muy poco tiempo por todo Madrid.

Ante esta noticia, parte de la población madrileña se soliviantó contra los franceses. La noticia de aquel ataque indiscriminado circuló veloz por la ciudad. Comenzó entonces una revuelta feroz. Desde el hombre más fornido, hasta las mujeres y los niños, todos luchaban contra los franceses con sus manos casi descubiertas, salvo algunas que portaban navajas, cuchillos, hoces, escopetas.., y otras que arrojaban piedras, tejas,…

La lucha callejera se generalizó en Madrid a partir de las nueve, a la par que las terribles cargas de la caballería. Desde los barrios populares hasta la actual Puerta del Sol, todos luchaban contra los escuadrones de polacos y mamelucos. La sangre salpicó las calles de Madrid.

4 .  ASALTO AL PARQUE DE ARTILLERIA DE MONTELEON.  (Vidriera del PCMAYMA)
Asalto al bando de Artillería

Mientras tanto, un grupo de oficiales de artillería españoles, quienes supuestamente unos días antes habían iniciado un rudimentario esquema de conspiración, se reunieron en el Parque de Artillería de Monteleón. Estos oficiales, desatendiendo las órdenes recibidas, repartieron armas al pueblo, disponiéndose a defender el Parque para que sus cañones no cayeran en manos francesas.

Cercado el mismo por diferentes divisiones enviadas por Murat, comenzó el encarnizado combate, que tuvo varias fases. Al final, a la una del mediodía, después de algo más de tres horas de asedio y lucha, los franceses consiguieron tomarlo. Naturalmente, el desenlace no podía haber sido de otra forma. Por un lado, un pequeño grupo de militares encabezando a otro de paisanos inexpertos. Por el otro el poderoso, curtido y bien pertrechado ejército francés. Era inevitable.

Los defensores de Monteleón capturados vivos, fueron degollados o fusilados, muchos en el acto. Aquel sublime sacrificio de su bien más supremo, la propia vida, tuvo su exponente máximo en los capitanes de artillería Daoiz y Velarde, quienes, con su férrea voluntad y su perseverante constancia, hicieron que el dos de mayo de 1808, el ejército más poderoso del mundo, que los superaba en proporción de más de cincuenta a uno, fuera derrotado varias veces antes de sucumbir.

Esta jornada gloriosa, la del dos de mayo de 1808, costó a los franceses la pérdida de sesenta jefes y oficiales y novecientos soldados entre muertos y heridos. La mayor parte de estas bajas ocurrieron en el ataque al Parque de Artillería. No obstante, se cobraron la afrenta que habían recibido en la capital de forma terrible. Cientos de madrileños fueron fusilados, sin trámite judicial, durante los días dos, tres, cuatro y cinco de mayo. Uno de los cuadros más famosos del entonces «Pintor de Cámara» del Rey, Francisco de Goya, plasma, con muy acertado dramatismo, todo el sufrimiento, el horror y la desesperación de aquellos primeros ajusticiados.

5.  BANDO DE MOSTOLES, 1808. COPIA DEL ORGINAL
Bando de Móstoles

Pero el ruido de esos asesinatos fue escuchado y contestado por toda España. Comenzó en el pueblo de Madrid y en el Bando, de la tarde del mismo día dos de mayo, de los alcaldes de Móstoles. A este documento también se lo conoce como «Bando de la Independencia», y en él se refleja toda esa intención.

Fue firmado por los entonces alcaldes Andrés Torrejón (por el Estado Noble) y Simón Hernández (por el Estado General u Ordinario), redactado por Juan Pérez Villamil y difundido por varias localidades de la carretera de Extremadura (hoy conocida como A-5). El Bando salió portado por el postillón Pedro Serrano hacia Badajoz, adonde llegó el cuatro de mayo. En la ciudad pacense el Comandante General de Extremadura envió otros oficios, con la copia del Bando, con destino a Sevilla y Cádiz.

El documento tenía una misión específica: avisar a los pueblos de Toledo y Extremadura para que movilizaran milicias que acudiesen a socorrer a Madrid, ocupada por los franceses. El Bando en sí no constituía una declaración de guerra a Napoleón y a los franceses, aunque no le sobraba intención. Esta proclamación, la llevó a cabo la Junta Suprema Central de Sevilla un mes más tarde, el seis de junio de 1808.

El histórico texto del Bando es el siguiente (sic):

«Señores Justicias de los pueblos a quienes se presentase este oficio, de mí el Alcalde de la villa de Móstoles:

Es notorio que los Franceses apostados en las cercanías de Madrid y dentro de la Corte, han tomado la defensa, sobre este pueblo capital y las tropas españolas; de manera que en Madrid está corriendo a esta hora mucha sangre; como Españoles es necesario que muramos por el Rey y por la Patria, armándonos contra unos pérfidos que so color de amistad y alianza nos quieren imponer un pesado yugo, Después de haberse apoderado de la Augusta persona del Rey; procedamos pues, a tomar las activas providencias para escarmentar tanta perfidia, acudiendo al socorro de Madrid y demás pueblos y alentándonos, pues no hay fuerzas que prevalezcan contra quien es leal y valiente, como los Españoles lo son.

Dios guarde a Ustedes muchos años.

Móstoles dos de mayo de mil ochocientos y ocho.

Andrés Torrejón

Simón Hernández».

Cinco años después, cansados de tanto tiempo de terribles luchas, penurias, muerte, y cruces a sus espaldas, los soldados españoles se enfrentaron a los franceses en la última batalla de la Guerra de la Independencia, la de San Marcial.

6.  LAPIDA EN EL JARDIN DE SAN CARLOS.LA CORUu00d1A. ORDEN DEL DIA, GEN..

Y fue el treinta y uno de agosto de 1813, cuando un ejército español, al mando de los generales Porlier y Mendizábal, derrotó a las tropas francesas del mariscal Soult que acudían en socorro de la sitiada San Sebastián. La mayor parte de la fuerza española estaba constituida por soldados gallegos y cántabros. La batalla fue presenciada por el aliado general inglés Wellington, quien ordenó a sus propias fuerzas la no intervención. Al amanecer de ese día, el mismo general Porlier enardeció a sus fuerzas de esta forma (sic):

« ¡Soldados de España! El día de hoy será recordado por muchos años. Luchemos con valentía y arrojo. Desafiemos a la muerte. Escribamos nosotros hoy la Historia. ¡Viva la Constitución! ¡Viva el Rey! ¡Viva España!».

Entonces el Cuarto Ejército al completo, con casi ocho mil hombres, de ellos más de dos mil con cabalgaduras, voló, que no corrió, por las laderas de San Marcial. Con su ordenada carga desbocada arrollaron todo lo que encontraron, produciendo una total desbandada del enemigo. Al final de la tarde, los franceses atravesaron de vuelta el río Bidasoa, refugiándose en lugar seguro. Tuvieron casi cuatro mil bajas, por algo más de dos mil propias.

Al final de la jornada, asombrado y perplejo por la valentía y bravura demostrada por los españoles, el general Wellington publicó una orden del día, que ya es histórica (sic):

«Guerreros del mundo civilizado: aprended a serlo de los individuos del cuarto ejército español, que tengo la dicha de mandar. Cada soldado de él merece, con más justo motivo que yo, el bastón que empuño. Del terror, de la arrogancia, de la serenidad y de la muerte misma, de todo disponen a su arbitrio.

Dos divisiones británicas fueron testigos de este original y singularísimo combate, sin ayudarles en cosa alguna, por disposición mía, para que llevasen ellos solos una gloria que en los anales de la historia no tiene compañera.

Españoles: dedicaos todos a premiar a los infatigables gallegos, distinguidos sean hasta el fin de los siglos, por haber llevado su denuedo y bizarría a donde nadie llegó hasta ahora, a donde con dificultad podrán llegar otros, y a donde ellos mismos se podrán exceder, si acaso es posible.

Nación española: la sangre vertida de tantos cides victoriosos fue recompensada con 18.000 enemigos y una numerosa artillería que desaparecieron como el humo, para que no nos ofendan jamás.

Franceses: huid pues o pedid que os dictemos leyes, porque el 4º Ejército español, el Ejército de Galicia, va detrás de vosotros y de vuestros caudillos a enseñarles a ser soldados».

La batalla de San Marcial fue la última de la Guerra de la Independencia.

7.  PLACA CONMEMORATIVA BATALLA DE SAN MARCIAL. ERMITA DE SAN MARCI..

El 11 de noviembre de 1813 finalizó por fin aquella épica y terrible guerra, que había comenzado en Madrid, merced a la chispa que se produjo por la hermandad tácita entre paisanos y militares contra los franceses, con la defensa y toma del Parque de Artillería de Monteleón, y con el «Bando de la Independencia». En esa fecha, Napoleón renunció al reinado de España, devolviéndoselo a su legítimo dueño: el rey Fernando VII.

8.  ANVERSO Y REVERSO DE  LA MEDALLA A LAS VICTIMAS DEL DOS DE MAYO..

Dos años después, el 27 de octubre de 1815, el Rey promulgó una Ordenanza Real, en la que contemplaba la concesión de la «Medalla de Distinción de las Víctimas del Dos de mayo de 1808», para legítimo orgullo de los familiares y parientes de los que perdieron la vida aquel día, luchando para la independencia de la Patria. En la medalla, de forma ovalada y esmaltada en blanco, se disponen una rama de laurel y una rama de palma. Dentro de ellas, bajo una corona cívica, se lee en su anverso:

«Fº. VII a las víctimas del 2 de mayo».

El reverso ofrece la leyenda:

«Pro Patria mori – aeternum vivere».

(Los que mueren por la Patria tienen vida eterna).

Sin duda, el ilustre Eduardo Marquina se inspiró cien años después, en estos y otros hechos similares para plasmar aquellos preciosos versos, al final del Acto III, «La guerra», de la obra «En Flandes se ha puesto el sol», que pone en boca del ficticio personaje don Diego Acuña de Carvajal, Capitán que fue de los Tercios de Flandes.

«Por España,

y el que quiera defenderla,

honrado muera.

Y el que traidor la abandone,

no tenga quien le perdone,

ni en Tierra Santa cobijo,

ni una Cruz en sus despojos,

ni las manos de un buen hijo

para cerrarle los ojos».

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