La Real Academia Española, que es la encargada de fijar y dar esplendor a las palabras, le da a país una acepción que la equipara a estado, pero a mí me gusta más aquella otra que la lleva a dimensiones más pequeñas, más cercanas, como comarcanas.
Me gusta la más familiar porque me recuerda a mi tío Enrique en Casa Bartolo, el bar del pueblo, allá en Ibias cuando aún sonaba el canto de los carros por los caminos del pueblo y del entorno y las casas estaban llenas de gente y niños, pese a que la emigración fuese, en cada una de ellas, el tema de conversación que el cartero traía desde Argentina, Cuba, o las más cercanas Barcelona y Madrid. Por aquella época empezaba también la huída masiva hacia la siderúrgica y la naval asturianas. Solo el carbón de Cangas y Tormaleo lograría detenerla momentáneamente. Sería un espejismo.
Mi tío bajaba a Casa Bartolo de vez en cuando; cuando el agotador trabajo del caserío se lo permitía, que en una tierra especialmente dura y pobre como Ibias era muy pocas veces. Se sentaba a echar una partida de Brisca, ¿o era Tute? junto a otros labradores, agostados como él, y pedía una copa de país. Aún lo recuerdo sosteniendo aquellas cartas viejas y gastadas por mil partidas con sus manos callosas, el pitillo hecho a mano con el tabaco que él sembrara en la huerta del chao de arriba, y removiéndose la boina con la mano derecha cada vez que tenía que pensar la jugada. Mi primo Manolín y yo nos situábamos detrás de él, como minúsculos guardaespaldas, silenciosos porque en ese país se aprendía muy pronto que los mirones son de piedra.
Después, cuando la partida acababa, los hombres tiraban para arriba, para las casas, donde las mujeres ya habrían catado las vacas y la cena estaría casi a punto. Ellos, mientras caminaban, hablaban de cómo iba madurando el centeno, o lo corto que crecía el maíz de junto al embalse; Manolín y yo, si había suerte, nos quedábamos petrificados ante el espectáculo de alguna luciérnaga, de esas que hoy ya no se ven, hasta que mi tío nos gritaba ¡nenos¡ ¡tirái p’arriba ho¡
Ese “país” que mi tío pedía era una copa de orujo, del propio pueblo, de Marentes, que por aquella época mantenía del otro lado del rio, en la cara sur del valle, unas viñas, de esas que ahora llaman heroicas, con fama de producción de calidad y que hoy están abandonadas y comidas por el monte, como casi toda Ibias, por otra parte. Por eso, cuando veo que emplean la palabra con un significado mucho más amplio, equiparándolo al estado, aunque la RAE lo justifique, hay algo que, para mí,
canta de forma aguda, como aquel canto de los carros asturianos, hoy, en el mejor de los casos, arrumbados debajo de algún hórreo.
Me rechina ese “Más país”, ambiguo, inconcreto, indefinido, que parece buscar precisamente eso, el no enseñar las cartas, aunque se arriesgue a conseguir lo contrario, que se le vean todas ellas. ¿Es acaso España ese país? ¿Por qué no decirlo? Porque se pretende volar en ese tornado de tendencias y corrientes de izquierdas de carácter regionalista ¿independentista? que han perdido por el camino la pulsión internacionalista con el que naciera el movimiento hace ya más de cien años ¡Ay si Lenin levantara la cabeza¡
El joven líder de la nueva formación, formado como sus correligionarios de origen en aquella facultad de ciencias políticas de una Complutense regida por el hijo de Carrillo, aquel prócer de la patria, parece cada día más ducho en esas cosas del diseño, político en este caso, y juega, en mi opinión, a abrir un espacio entre PSOE y UP que le permita, con unos pocos diputados y mucha indefinición, convertirse en árbitro de la política nacional de la que fue expulsado en aquel cainita congreso de Vistalegre.
Ese país al que se procura no nombrar, no vaya ser que algo salpique, se va pareciendo cada vez más
a aquella Italia de partiti y partitini en la que hasta veintitantos partidos de diversa talla llegaron a estar representados en la Asamblea nacional, la mayoría de ellos con la finalidad de mantener el estatus político de sus líderes a costa del esfuerzo y trabajo de los italianos que a al fin y a la postre es el objetivo último de todas las élites extractivas en las que convierten la mayoría de los políticos de hoy y de siempre.