A sabiendas de los efectos devastadores de la utilización de armas nucleares, la rendición por sometimiento es el objetivo de Vladimir Putin (VP), al dar la orden, a las unidades rusas que controlan las fuerzas de ataque y defensa nucleares, de entrar en estado de alerta.
El sobresalto inicial sembró más desazón que angustia, pero —con el ataque ruso a la mayor central nuclear de Europa— ha ganado en intensidad en las cancillerías y pánico en las Bolsas, tras el incendio —ya sofocado— de uno de los edificios.
Esta activación del chantaje tenía dos intenciones: servir de secuencia a la declaración de guerra —del jueves 24— cuando amenazó a cualquiera «que intente interponerse en nuestro camino», con «consecuencias que nunca habéis encontrado en vuestra historia” y acusar recibo al anuncio de sanciones por Occidente que —entre otras réplicas— contemplaba el envío de más efectivos militares a la zona.
La inesperada reacción de Occidente —primando las económicas— ha escocido hasta sacar de quicio a VP y a su ministro de exteriores quienes, tras tantear el terreno, con el objetivo de asegurar que Estados Unidos y la OTAN no intervendrían —como así ocurrió con la anexión de Crimea— pensaban que podrían volver a salirse con la suya.
Recostados en algo infalible: las democracias liberales siempre estarán menos preparadas para una guerra que las dictaduras; quien estaba dispuesto a llevar las cosas hasta el límite —aritmética en mano—hizo un cálculo llegando a la conclusión de que el coste de la operación estaba justificado y resultaba factible porque los habitantes del territorio invadido estarían dispuestos a participar. Al tiempo que se aseguraba el suministro de agua y la creación de un puente terrestre hacia su adorada Crimea.
A partir de ahí, la inducción en cadena le llevó a elegir el momento que creía perfecto. La situación política en Estados Unidos, más dividido que nunca, con un señor de cierta edad al mando y la falta de determinación —pauta de conducta— de la Unión Europea; un nuevo canciller alemán sin experiencia (con un antecesor que, sin solución de continuidad, pasó de la Cancillería a trabajar para el dueño del gas) y como remate, las inminentes elecciones presidenciales francesas. A lo que añadir, la negativa de la OTAN a imponer una zona de exclusión aérea sobre Ucrania para los aviones rusos. Y el hecho de que ningún país haya roto relaciones con Moscú.
Ahí puede estar la génesis de un error de cálculo que ha llevado a los analistas más intrépidos a aventurar que VP, llevado por visibles impulsos emocionales, posible efecto de los esteroides, tras acometer una guerra absurda, sin lógica económica ni éxito previsible, la ha perdido.
Dejando a un lado conjeturas, lo único cierto es que —aprovechando la fatiga bélica de Occidente— ha recolonizado, hasta ahora, Bielorrusia, Crimea y el este de Ucrania.
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Pero el escenario experimentó un cambio súbito y la galbana europea —espoleada por la indignación de la opinión pública que no daba crédito a las imágenes de la televisión— se desperezó. Llegó el turbión de puniciones con objetivos, entre los que destacar: el desplome del rublo y la exclusión de Rusia de la red de pagos SWIFT (organización que tiene a cargo una red internacional de comunicaciones entre 11 000 entidades financieras, enlazadas en 204 países y que funciona ininterrumpidamente 24 horas del día, siete días de la semana).
El pasivo que arroja hasta ahora el torpe recorrido de la rendición por sometimiento, con amenaza nuclear incluida, puede ser este: pérdida de la batalla de la imagen; toma del país, pero no ocupación; fortalecimiento de la OTAN, al quedar demostrado el riesgo de no formar parte de ella (Suecia y Finlandia); conversión de la guerra en un catalizador para la oposición rusa y daños previsibles a la pimpante oligarquía que —tarde o temprano— pagará el precio de su apoyo pancista al agresor con sueños de grandeza.
La decisión repentina de Alemania de suministrar armas letales a Ucrania pone fin a la penitencia de un país que durante más de siete décadas ha evitado la participación militar; el corte de los vínculos bancarios con Rusia, la suspensión de la finalización de un gasoducto de gas natural entre los dos países y el aumento de su gasto en defensa en una cantidad sin precedentes. Todo ello da idea de la magnitud y trascendencia del cambio.
Países que, hace apenas unos años, se mostraron en contra de la llegada de migrantes que huían de las guerras y el extremismo en Oriente Medio y el Norte de África están acogiendo de repente a cientos de miles de refugiados, con el aval de la UE.
Los fiascos en Irak y Afganistán —falsas premisas, planificación fallida, estrategia defectuosa, retirada ominosa— han agotado cualquier tentación bélica y contribuido a despertar la réplica europea que, en menos de una semana, ha tomado conciencia de algo fundamental: asumir más responsabilidad en su propia defensa. A la unidad de la UE, en torno a las briosas sanciones a Rusia, se ha sumado la neutral Suiza, lo que le da una dimensión práctica y desconocida.
Con razón, Timothy G. Ash, columnista de The Guardian, ha anticipado: “La invasión rusa de Ucrania cambiará la cara de Europa para siempre”.
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La lectura de La Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides, recuerda la descripción de los motivos que llevan a los Estados a la guerra: el miedo, el honor y el interés. Como ocurre en muchos casos, la que está en marcha, tomando a sangre y fuego las ciudades, lanzando bombas de racimo sobre la población civil, que resiste con valentía mientras su gobierno negocia con el agresor un corredor humanitario, suele ser una coincidencia de los tres.
El fiscal de la Corte Penal Internacional ha decidido abrir una investigación, sobre posibles crímenes de guerra y contra la humanidad que se están produciendo en Ucrania. Cuando llegue el veredicto —inapelable— se confirmará la consideración que el agresor aplica a los ucranianos, súbditos del Estado ruso. De ahí el sometimiento y la rendición.
Esta supremacía explica la radicalización, como respuesta, y anticipa la victoria de Occidente si se mantiene unida, despierta y no deja a los pies de los caballos a países que eligieron cambiar de campo, optando por una sociedad moderna y democrática.
Volviendo a Tucíidides, el conflicto actual podría guardar analogías con el que enfrentó a Atenas y Esparta, con una diferencia crucial: las armas de destrucción masiva y la capacidad de aniquilación mutua asegurada.
El agresor ha dejado claro que se trata de una guerra de escalada, narcótico empleado para describir una realidad sórdida y catastrófica. Pero no es una opción y lo que impide otra conflagración mundial es la amenaza nuclear, que no se detendrá hasta que se le detenga.
En una semana se ha producido un enorme cambio en gran parte del mundo, pero ¿es sostenible? Iremos viendo…