martes, 10 diciembre, 2024

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Un absurdo desencuentro

Las dificultades de los ciudadanos para entender el mal ambiente entre dos líderes políticos

La última vez que, los ahora rivales, coincidieron fue en la inauguración de un rascacielos. Dos meses después, mantienen un pulso interno por el control del partido en la región (y algo más) mientras siguen jugando al ratón y al gato, esquivándose a propósito.

Ha tenido que ser en la presentación de un libro, a la que no tenían más remedio que asistir, donde han acabado por encontrarse, para consuelo de su autor quien –con ese humor de Pontevedra tan suyo, apretando la mandíbula– bromeó a cuenta
del lenguaje inclusivo: “Quedaría feo decir las logopedas y los logopedos”.

La apariencia de normalidad –photocall con miradas gélidas y sonrisas congeladas– con la que se saludaron en el Casino de Madrid, no ocultaba el alejamiento propio de una relación gripada que no amaina y se agrava, a medida que se acumulan los agravios.

En plena mermelada sentimental, como define Savater lo que está pasando, el pulso de poder, entre la vanguardia de Génova y la retaguardia de la Puerta del Sol, ha indignado a una opinión perpleja con la deriva de este absurdo desencuentro —agravado por el fisgoneo que propician los balcones que dan a la calle— instando a una sutura inmediata y allanando la fórmula de un tique electoral a la americana.

Lo cierto es que la discordia sigue viva, sin visos de un acuerdo que mitigue el regocijo de los contrincantes y aplaque el daño sistémico accionado.

Una vez hecho el trabajo más complicado, aunar a un partido disgustado tras los peores resultados en Cataluña, seducir a votantes sin ese carné y alzarse con una victoria terminante, no tiene sentido poner trabas a la aspiración legítima de quien ha acumulado méritos sobrados para que no se le regatee un liderazgo ganado a pulso.

Dondequiera que vaya, se muestra tal y como quiere ser, segura de lo conseguido y capaz de emprender cualquier misión que se proponga o se le encomiende. Suena sincera cuando reconoce que le gusta el poder, porque su ejercicio nunca le ha quitado el sueño y le permite disfrutar de un estilo de vida que otros muchos desearían.

Y se permite ser ocurrente: «A mí las urnas me dan más libertad que los despachos (…) las listas del partido las hacen muchos, y el candidato… ahí, a mirar». En El Hormiguero –3,5 millones de audiencia– soltó esta andanada: “Para mí no hay nada peor que la falsa moderación” ¿En quien estaría pensando?

Como diría Max Weber: “Político profesional que, partiendo de una situación inicial de sumisión, ha sabido aprovechar sus oportunidades, mejorar su estatus y no quiere que le paren”.

Trabajadora tenaz y hasta entusiasta al servicio de unas metas que, sin saber exactamente cuáles son, tiene claras, deja un interrogante: ¿Estará convencida de que merece ser la única ungida para salvarnos, a pesar de nosotros mismos?

Especie estacionaria, como la perdiz –que rara vez vuela– prefiere correr y sólo en caso de peligro, se da a la fuga. Justo lo que esperan quienes no se resignan a volver a perder con estrépito.

Bien aconsejada en lo esencial, se ha rodeado de gente más curtida y culta que ella, pero, como reconoce sus limitaciones, el mérito pasa a ser suyo. Lo que no obsta para que la sigan insultando.

La que hizo de la libertad su lema de campaña y duplicó los votos de la formación, hasta convertirse “en la política conservadora más destacada de España” (Wall Street Journal), acertó poniendo el foco de la crítica al Gobierno, al que culpó de tratar de impedir la autonomía de la región, con “estados de alarma a la carta”, “cierres ilegales” y “en base a informes técnicos que no existían”.

Sin olvidar la valiosa virtud –entre otras– del líder, una rotunda oratoria, sin papeles en sede parlamentaria, no es tiempo de errores como para renegar de quienes podría necesitar para sumar y, llegado el caso, gobernar, ni de portavoces esclarecidos, por ingobernables que resulten para alguno.

Si el candidato elegido no reúne las cualidades bastantes para ganarse a los ciudadanos de a pie, que son –en definitiva– los que quitan y ponen gobiernos, no serán los militantes los que le darán el triunfo. Es palpable que la candidata tiene la simpatía de los ciudadanos, donde quiera que vaya. Lo deseable es despejar la ecuación antes de que sea irremediable.

Los que, lejos de Madrid, están pendientes del pugilato, se sorprenden con la ruindad de quienes, buscando la menor excusa –por mendaz que sea– la cubren de insultos –lo último: pánfila reaccionaria– con la intención de denostarla. Ya recomendaba Stendhal a sus lectores: “No desperdicies la vida en odiar y tener miedo”.

El gobierno de coalición, apoyado sin embozo por el ecosistema independentista, perfecciona –sin puesta en discusión– un estado de crisis, cimentado con materiales de dudoso pasado y procedencia, que cuestiona valores consolidados en la Transición. No siendo esto suficiente, objetan las potenciales alianzas de la única alternativa al actual conglomerado.

Afrontar, con expectativas de ganar, esta puesta en crisis general requiere contar con las fuerzas que, apostadas en la periferia del nuevo régimen, defienden la Constitución, sin complejos y sin aceptar superioridades morales y descalificaciones interesa- das.

Al frente de esta opción deberían estar quienes más adhesiones aporten, sean capaces de desplegar empatía transversal y se rodeen (sin prejuicios, ni esqueletos en el armario) de una tripulación dispuesta a sufrir de lo lindo.

Es el momento de las mujeres en España. No hay más que mirar alrededor. Ya le dijo Cioran a su amigo, Fernando Savater, que leer a Voltaire estaba muy bien –pero Madame du Deffand escribía mejor–, y ahora el filósofo donostiarra advierte: “Hoy no vendría mal que en su partido se empezaran a resignar a que tiene un papel importante”.

Es posible que le aconsejara conservar imperturbable el lenguaje corporal, tomar distancia de la mediocridad y sumar sus activos a los del colíder, que atinaría desprendiéndose de inútiles aprensiones.

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