En este año 2020 las procesiones y ceremonias públicas de la Semana Santa, que conmemoran la Pasión y Muerte de Cristo, se han anulado obligatoriamente por el gravísimo estado de alarma que ha motivado la pandemia del coronavirus. Pero los cristianos podemos continuar celebrando en la intimidad los misterios más sagrados de nuestra fe, aunque nos veamos privados del peculiar ceremonial que convierte las calles en escenario, a veces espectacular, de pública devoción penitencial, de multicolor presencia cofrade, que vivifica el sentimiento y aviva los sentidos. Admirar el arte de la imaginería, las filigranas de orfebres, ebanistas y bordadoras, el aroma de flores, cirios e incienso, el colorido de ornamentos y vestas, el resonar de las marchas sacras, no ha podido ser en estos días de la primera luna llena de primavera. El año 2020 quedará marcado para siempre por tan triste realidad, y por otras muchas anulaciones, cierres y frustraciones en múltiples facetas. Y como estamos obligatoriamente recluidos, tal vez esta Semana Santa la hemos podido vivir de una forma más penitencial y auténtica, desprovista de las características vacacionales y multitudinarias de los nuevos tiempos, en los que la Pasión de Jesús ha sido declarada de interés turístico.
Que el mal existe es una realidad indudable que el mundo entero está padeciendo con la tragedia del coronavirus. Pero también existe el bien, la bondad silenciosa, la entrega ejemplar a los demás, que igualmente evidencia la entrega de tantos sanitarios, de todas las fuerzas de orden, de todos los trabajadores que nos ayudan y confortan ejemplarmente mientras estamos recluidos por el decreto de alarma sanitaria.
Estos días nos invitan a reflexionar sobre todo esto. Para los cristianos las Semana Santa, así considerada desde los primeros tiempos de la Iglesia a causa de los grandes misterios que en ella se celebran, propicia la reflexión sincera como invitación a renovar la fe y a profundizar en el sublime sacrificio que en estos días se conmemora y se actualiza.
Un sacrificio que desde el Cenáculo hasta el Sepulcro está repleto de enseñanzas y ejemplos: la enseñanza del amor fraterno, de la vocación sacerdotal, del servicio desinteresado, el ejemplo admirable de la entrega total por amor. Jesús lavando los pies a sus discípulos, pidiéndole al Padre en el huerto de Getsemaní que le liberase de la agonía, pero aceptando también la voluntad suprema. Jesús traicionado y entregado por uno de sus amigos. Jesús abandonado por todos sus íntimos e, incluso, negado por aquel a quien más había distinguido. Jesús acusado de blasfemo, abofeteado y escupido. Jesús flagelado, coronado de espinas, escarnecido y entregado al odio de las turbas por la cobardía pusilánime de Pilato. Jesús cargado con la cruz de los pecados de la Humanidad, cayendo exhausto bajo su peso, pero también ayudado por el Cirineo. Jesús escuchando 2 el llanto estremecido de su Madre o el de las piadosas mujeres. Jesús expoliado de sus vestiduras y clavado con saña brutal de pies y manos en el patíbulo infamante de la cruz. Jesús perdonando a sus verdugos y al buen ladrón Dimas. Jesús venciendo la tentación suprema de mostrar su poder salvándose a sí mismo, como le pedía con burlas la chusma. Jesús derramando entre crueles sufrimientos hasta la última gota de su sangre y encomendando su espíritu al Padre para, muriendo, darnos la vida eterna. Jesús descendido de la cruz y depositado en los brazos de su desolada Madre. Jesús sepultado con apresuramiento por unos amigos abatidos y temerosos… ¡La muerte! ¡El sepulcro! ¡La desolación! ¡El miedo! ¡El aparente final! Pero, ¿acaso no había dicho el Maestro: ≪Yo soy la resurrección y la vida≫?
La muerte de Jesús cumplía la misión redentora, pero su resurrección gloriosa rubricaría el triunfo de la doctrina de la paz, de la bondad y de la fraternidad. Y como nuestra fe se puede incluso tambalear ante desastres como los que estamos padeciendo, no olvidemos el ejemplo de María, que bajo la cruz estuvo asociada al dolor de Jesús, manteniendo firme su fe.
Todo ello nos lo actualiza la Semana Santa como reflejo del dolor, de la traición, del odio violento que oscurecen la historia; pero también de la piedad y de la entrega total y misericordiosa que nos hacen resucitar a un mundo mejor. A este mundo anhelado que solo es posible si nos esforzamos hasta el límite para sembrar alborozo y esperanza, para cumplir dignamente con nuestras obligaciones cotidianas, teniendo constantemente presente el mensaje de Jesús, que no es una utopía irrealizable, según nos enseñan tantos testigos vitales de su evangelio de amor.