Corría el mes de febrero de 1898 cuando se presentó en La Habana el acorazado norteamericano Maine, una de las joyas de la armada USA, que venía, se suponía, en visita de buena voluntad, algo que entraba en los usos de entonces y de ahora pero que, dadas las circunstancias –la guerra no pintaba bien para los mambises y en Norteamérica se llevaba a cabo una feroz campaña de prensa en contra de España-, era un elemento de presión adicional para el gobierno español.
El navío y sus tripulantes, ignorantes de la tragedia, eran una trampa con detonador temporal que serviría para justificar unos meses después el latrocinio de Cuba y todo lo que quedaba de las posesiones españolas de ultramar. Todo se iniciaría con la explosión interna de la santabárbara del buque provocada por la autocombustión de los depósitos de carbón, situados –error de diseño- en la inmediatez de las municiones.
El buque se fue a pique con 266 tripulantes, y, con el dictamen interesado de una comisión técnica yanqui de que había sido una mina la causante, los Estados Unidos nos declararon la guerra, con los resultados de sobra conocidos y que los cubanos llevan pagando, en cierto modo más que nosotros, desde aquel aciago día. El Maine fue una trampa aunque llegó envuelto en lo que parecía un acto de cortesía.
Entre las consecuencias del Maine estuvo la Generación del 98, un tema típico de las revalidas de mi generación, como los reyes godos lo fueron de la anterior, y no sé cuál será el que toca ahora pero a mí, desde el inicio de nuestro actual sistema político, me pareció que el título VIII de nuestra constitución llevaba en su interior, como el Maine, mucho peligro; algo que, me temo, se está poniendo en evidencia.
El estado autonómico fue bien recibido porque venía a acercar la administración del estado a los administrados, a los ciudadanos. A mí, como asturiano, me costaba entender lo de las comunidades históricas, pero lo di por bueno, aunque pensaba que lo del reparto de competencias no estaba claro, y podía entrañar dificultades en el futuro.
Hoy vemos, con el espectáculo lamentable de las 17 sanidades más dos, y la no gestión de Moncloa, que la supuestamente envidiable sanidad española está lejos de lo que imaginábamos. La educación, en irrefrenable caída desde hace años, se encuentra ahora con la propuesta de los partidos del gobierno y los independentistas para eliminar la obligatoriedad del español como lengua vehicular en la enseñanza. Puede ser la explosión definitiva de la santabárbara del renqueante galeón español y el presagio de su hundimiento.
Esta vez no son los yanquis, somos nosotros mismos.
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