Navalni ha pasado de ser un dolor de cabeza a una amenaza grave para el Kremlin
Una web satírica irlandesa, ha sintetizado, con ingenio y sarcasmo – Detenido por negarse a morir– las desventuras del activista contra la corrupción y líder de la oposición rusa que fue castigado con la cárcel por seguir vivo, después de haber sido envenenado. Populista irreverente, que maneja con soltura el lenguaje de las redes sociales (13 millones de seguidores) y mimetizado en el ruso medio, Alekséi Navalni ha pasado de ser un dolor de cabeza a convertirse en una amenaza grave para el Kremlin. Su larga lista de enemigos le imputa no tener programa y ser un hombre de impacto, más que de ideales políticos.
Disipado el fervor patriótico que acompañó la anexión de Crimea en 2014, un creciente y generalizado descontento (por la crisis, la desigualdad y la corrupción), urgido por la disminución de los ingresos reales, ha sido constante durante estos años. Para desactivar la disidencia, la estrategia del régimen siempre la misma: a falta de diálogo, fuerza bruta.
Tras su detención en el aeropuerto, al llegar a Moscú desde Alemania, donde fue atendido en el hospital berlinés La Charité, tras ser envenenado en Siberia, Navalni llamó a «tomar las calles» y la respuesta de sus seguidores fue inmediata. Esa capacidad de movilizar gente y unir a los críticos dispares (desde nacionalistas hasta liberales), tradujo la ansiedad del Kremlin en miles de detenciones «arbitrarias, colectivas y preventivas».
Menos de 24 horas después de que se ordenara su encarcelamiento y fruto de sus pesquisas sobre oscuros negocios de las élites rusas, apoyado en un vídeo de dos horas (106 millones de visitas), mostró en detalle un supuesto palacio secreto, a orillas del Mar Negro, que habría costado más de 1.000 millones de dólares, para uso y disfrute del presidente vitalicio. Pronto fue desacreditado, como falso, por quienes atribuyen la propiedad a un potentado amigo del baranda, que estaría dispuesto a cristianizarlo, convirtiéndolo en un hotel. Pero las evidencias puestas al descubierto, casi 78 kilómetros cuadrados de terreno alrededor del palacio, controlados por la agencia de inteligencia nacional, con espacio aéreo restringido, podrían perdurar como pruebas de cargo.
La osadía del crítico más ruidoso, denunciando la corrupción política con dinero de los contribuyentes, le ha supuesto una condena de cárcel, quizá vitalicia. De ahí que muchos se hayan preguntado por qué «el paciente de Berlín» (así se refiere a él la nomenclatura, como si fuese invisible), ha vuelto a casa, sabedor de la condena que le esperaba en un país cuyo Gobierno, presuntamente involucrado en la inyección de neurotoxina de uso militar, le había acusado de colaborar con la CIA.
El alto representante para la Política Exterior de la UE, con anterioridad ministro español de Asuntos Exteriores, viajó a Moscú para reunirse con su homólogo ruso, a quien pidió «la liberación de Navalni» y «una investigación independiente sobre su envenenamiento». La respuesta del canciller ruso fue un alegato, mal cocinado, al comparar el encarcelamiento del opositor ruso con el de los líderes independentistas catalanes: «Hay tres que están en prisión, sentenciados a diez años por organizar un referéndum, una decisión que la justicia española no ha revocado, pese a que tribunales de Alemania y Bélgica hayan fallado en contra». Estaba claro que no había leído bien la chuleta que le habían preparado, porque los fallos de esos tribunales no son respuesta a las sentencias de los presos de octubre de 2019, sino a las peticiones de extradición de quienes no están presos ni juzgados al haber salido de España tras el referéndum ilegal. Pero eso era lo de menos. Se trataba de hacer una analogía orweliana, pidiendo para Rusia, con respecto a Navalni, lo mismo que España pide, con respecto a los líderes independentistas catalanes “al defender su sistema judicial, España ha requerido a la comunidad internacional que no dude de sus decisiones y eso es lo que queremos de Occidente, reciprocidad». De paso, una advertencia a la «retórica histérica» de Washington (Biden ha avisado: «no más injerencias electorales, no más ciberataques, no más envenenamientos»). Tampoco más sermones de Bruselas sobre la política interna rusa, ni doble rasero cuando se critica la vulneración de derechos humanos. La respuesta del alto representante de la UE, al que le habrían aconsejado que no viajara, fue el silencio. Sin entrar a replicar las comparaciones sin base alguna, soportó a pie firme, sin rechistar, la embestida del canciller sin mascarilla. Nada nuevo bajo el sol. En 2006, el ahora jefe de la diplomacia de la UE, entonces presidente del Parlamento Europeo, criticó las violaciones de derechos humanos en Rusia, con rauda respuesta del putinismo, en forma de misil, denunciando la corrupción en España.
La vulnerabilidad siempre acompaña a la falta de coherencia. El anfitrión estaba sobre aviso, ya que sabía que los líderes independentistas catalanes, a la espera de una modificación del Código Penal, los indultos y una mesa de diálogo, están en la calle protagonizando la campaña electoral. El Gobierno ruso, considerando que la UE se inmiscuía en su sistema judicial, se defendió atacando a la justicia española. Pero justo es reconocer que no hizo más que repetir lo que ha dicho el Gobierno español, por boca de su vicepresidente, que son presos políticos. Con remate al larguero: «No hay una situación de plena normalidad política y democrática en España, por la existencia de líderes independentistas en las cárceles y en el exilio». El airado canciller no ha reparado en el inclemente allanamiento (político, cultural y mediático) de una mitad independentista por otra que no lo es. Lo que lleva a que sean los agredidos los que tienen que pedir perdón a los agresores, indultándolos. El clamor para liberar a Navalni continuará. Ni siquiera el temido exilio interno (Siberia), conseguirá silenciar al opositor ni lograr el desvanecimiento de la conciencia.
Solo la división de poderes evita la tiranía.