No soy bueno para las despedidas. No me gustan. Siempre he sido de acoger con abrazos a los que llegan, pero soy malo para decir adiós a los que se van. Yo mismo, que me he pasado la vida llegando y marchándome, no sé decir adiós. De hecho, en más de una ocasión, mitigo el dolor de las ausencias con una despedida a la francesa y me voy sin hacer mucho ruido…
La poesía me ha ayudado a configurar el carácter. Y los poetas. Nunca busqué las respuestas en un verso, pero los poemas me ayudaron a plantearme las preguntas. La poesía es la verdad desnuda, que nos deja tal cual somos ante el lector, con todo al aire, para que veáis como somos los que escribimos sin la protección que nos da la ropa y el maquillaje. Lejos de ser una evasión de la realidad, es una forma muy cruda de afrontarla.
La vida, y la muerte, de muchos poetas nos dejan historia para la historia. Historias para llevar en el corazón. Muchas de ellas empiezan en el momento de su adiós a la vida. Hay vidas sin despedida, como la de Lorca. Hay vidas con un adiós desgarrador, como la de Miguel Hernández. Hay finales discretos, como el de Machado, que nos dijo adiós con unos versos escritos en un papel encontrado en un bolsillo de su chaqueta el día de su muerte. «Esos días azules y este sol de la infancia», y hay despedidas en las que el poeta escribe de forma rotunda, definitiva, en los lienzos de la memoria del amor, el mejor de sus versos.
Ha muerto Paco Brines y yo tengo el corazón encogido. Mis días azules pasan por sus versos como el sol de mi infancia pasa por los de Antonio Machado. Solo me quedaba uno por leer y lo ha escrito en el momento de su muerte. Otra vez un papel cualquiera, esta vez en su mesita de noche, recoge para siempre las últimas palabras de un poeta: «Os quiero». Tal vez su mejor verso.
Francisco Brines era una buena persona. No hace falta recordar sus méritos, pero quiero que se queden con una cosa. Brines es el único Premio Cervantes que las letras valencianas le han dado a la literatura española. Y eso no hay que olvidarlo nunca.
Lejos de la visión triste de pensar que ha fallecido a los pocos días de que el Rey Felipe VI le entregara el premio más importante de las letras españolas, en su propia casa, me quedo con que al menos ha tenido unos días para disfrutarlo y con que nosotros, los que devoramos sus versos desde siempre, lo podemos disfrutar mientras nos dure la vida.
Era un lujo tenerle. Era un lujo saber que estaba en Oliva, con esa visión del mundo que nace entre los naranjos que crecen junto al mar. Mientras pudo, su puerta siempre estuvo abierta a quien se acercó a verle. Un gesto amable, una buena palabra, un consejo…
Brines es el poeta que entregó el poema al lector para que cada cual lo construyera a su gusto. Muchos de nosotros fuimos uno de esos lectores, que empezamos a escribir nuestros poemas cuando sus versos nos descubrieron que la vida tiene tan solo su existencia. Y que había que escribirla.
Ahora, que centenares de personas pasan por su capilla ardiente, siento el dolor de su ausencia, pero miro hacia adelante con felicidad, porque siempre nos acompañarán sus versos para vivir la vida con la intensidad con la que el disfrutaba de las cosas pequeñas, sabiendo nosotros que Brines fue el poeta del amor, el poeta de la vida.
A veces me expreso mejor en mis versos…
Cuando llega la muerte no es fácil decir adiós
porque es mejor decir un te quiero
porque la vida vale más una vez en un te quiero
que mil veces un adiós
y aunque la muerte no sabe escribir te quiero
solo pone a los versos el adiós.
Hasta siempre, Francisco Brines, un hombre sencillo y bueno que tuvo el viejo, noble y humilde oficio de poeta, donde muere la muerte, en la eternidad de unos versos.