El viernes pasado estuve en Ibias, en Marentes, el pueblo de mi madre y el de los veranos de mi infancia. A 170 km de Gijón y dos horas y media de viaje, aunque de niño echaba todo un día y diversos medios de transporte en lo que para mí era una auténtica aventura. Unos veranos que ningún parque temático o de atracciones de los que hoy existen podría intentar siquiera igualar. Eran unos veranos plenos de actividad campesina en un entorno rural de economía de subsistencia en el que la mecanización era inexistente y el arado romano aún imperaba entre todos los aperos de labranza; también la vaca como eje económico del caserío. Era un mundo en el que los niños teníamos un lugar importante en el día a día, como preparación para un futuro que, entonces, se adivinaba incierto y difícil.
Fui a despedir a la tía Sara, que se nos fue de forma repentina y tras un año largo de franco deterioro. Era la última de siete hermanos y la matriarca de las generaciones que vamos detrás, y por ello el sentimiento de orfandad que nos deja es manifiesto; allí queda el caserío en perfecto estado de conservación pero con un futuro más que incierto, como todo Ibias podríamos añadir.
Yo seguía visitando el pueblo todos los veranos que podía. Acompañaba a mi tía a regar la huerta, nos escapábamos a Fonsagrada a comer el pulpo, me contaba viejas historias familiares de esas que el cerebro trae a la mente de los ancianos para compensar el olvido de las cosas más cercanas, y al caer la tarde nos acercábamos al extremo del pueblo, a una tertulia de gente mayor al pie de la carretera mientras el sol se ponía tras el puerto del Acebo, camino de Finisterre.
El regreso a casa lo hacíamos ya de noche, carretera adelante, hacia el otro barrio, disfrutando de un cielo infinito de estrellas como sólo en lugares apartados es posible disfrutar hoy en día, y es que en Marentes la contaminación lumínica no se conoce. Lo hacíamos también con tranquilidad pues no teníamos sentimiento de correr ningún peligro. Hoy ya no sería igual.
El “paraíso natural” asturiano es un indudable valor económico para nuestra región, tan necesitada de elementos de reactivación, y por ello estamos entre las regiones punteras en el fenómeno de las casas rurales, que también llega al suroccidente asturiano, nuestras Urdes. Es por ello que la recuperación de las especies autóctonas, en particular el oso, que tiene su reducto principal en Muniellos y su entorno, pero también el lobo, suponen un atractivo añadido para los urbanitas que se acercan a nuestra región en busca de naturaleza, pero de ese mundo también forman parte las abuelas que pasean por la orilla de la carretera y a las que habrá que dotar de spray anti oso, como en los USA, o habilitar alguna medida de control que permita la vida normal de las personas mientras se recupera las poblaciones de esas especies, so pena de que el “paraíso” acabe convirtiéndose en un desierto poblacional.