martes, abril 23, 2024

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El destino de Bielorrusia enrocado en el epíteto de un régimen represivo

En las últimas horas numerosos hechos agravantes se desencadenan en Bielorrusia, desde que Aleksandr Grigórievich Lukashenko (1954-65 años) venciera en las elecciones presidenciales con el 80% de las papeletas: tumultos, arrestos, muertos, oposición rechazada y condenada, son algunas de las evidencias que retratan a grandes rasgos lo ocurrido. Entre un sinfín de críticas de fraude, el Gobierno ha reaccionado con lo mejor que saber hacer: el castigo de la represión.

Pero, existe un denominador común por encima de todo: el peso solapado de Rusia, o lo que es igual, Lukashenko se siente cómodo pendiendo del Kremlin y ofrece a los ciudadanos una señal de solidez económica. Al menos, de puertas hacia fuera. 

En el interior, las cuestiones parecen ser otras. La deriva de esta espiral es íntegramente abusiva, hasta tales dimensiones, que, hoy por hoy, Bielorrusia se encuadra en “la última dictadura del Viejo Continente”.

Y es que, tras las votaciones celebradas, su principal contrincante, Svetlana Gueórguievna Tijanóvskaya (1982-37 años) hubo de refugiarse en Lituania, porque con anterioridad se le retuvo varias horas por las fuerzas del opresor y con el precedente de ser encarcelado su marido. Tijanóvskaya se presentó a los comicios en coalición con otras formaciones políticas, después que los primeros rivales del presidente fueran detenidos. En esta tesitura, expertos y analistas se mantienen prudentes a la hora de valorar los planteamientos, si Bielorrusia entraría o no en una situación galopante como la que irrumpió en Ucrania. 

Sin duda, el escenario no es similar, porque en este país no concurren marcadamente dos tendencias, solo consta propiamente una contra el Gobierno y Vladímir Vladímirovich Putin (1952-67 años) de momento, sostiene un perfil ligeramente agresivo. Eso sí, la máxima autoridad rusa jamás ha escondido su tentativa de anexionar Bielorrusia, como pretendió materializar hace seis años con Crimea.

La crisis y las escaramuzas enquistadas no van a disiparse en una condena por los resultados electorales, sino que más bien, van a continuar a largo plazo. De esta forma, Bielorrusia alcanza la línea roja. Mayoritariamente, para la Unión Europea, UE, que amenaza con importantes sanciones.

Las cifras iniciales hacen referencia a más de 7.000 detenidos, que el Ministerio del Interior se ha encargado de contradecir, al cuantificar aproximadamente a más de un millón. Además, de salir a la luz el uso desproporcionado de fuego real por la policía en la ciudad de Brest, próxima a la frontera con Polonia.

Con estos mimbres, los tentáculos de la intolerancia pura y dura reinan en Bielorrusia desde hace veinte años: el pasado 20 de julio se completaron dos décadas de infierno, desde que Lukashenko se proclamase presidente de la República de Bielorrusia. 

Por aquel entonces, se trataba del primer presidente elegido, valga la redundancia, de una República surgida tres años antes, el 25 de agosto de 1991, como derivación de la desmembración de la URSS, antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, con la que Bielorrusia se declaró independiente; pero, al mismo tiempo, persiste como uno de los territorios con más ascuas del pasado, que se tambalea porque su figura preferente se resiste a ceder en el poder. 

La tesis de cómo se ha podido conservar el régimen en la Europa del siglo XXI, replica a una concatenación de multiplicadores condicionados que se han aprovechado para prolongar a un tirano que lleva consigo la de revalidar su mandato, ante la falta de elecciones libres. 

Por otra parte, el sistema no da margen a iniciativas para la hechura ciudadana: desmonta o atrapa el control de los sindicatos, ONG que difícilmente reciben fondos extranjeros y otras organizaciones activistas que podrían encarnar intereses o determinar demandas sociales.

Con este talante tortuoso, disfrazado y fingido, imposibilita cualquier paradigma de movilización civil o protesta organizada, al igual que entorpece la buena sintonía entre los opositores, que frecuentemente se boicotean al exilio o la cárcel.

Actualmente, la Administración bielorrusa franquea circunstancias muy dificultosas, oscurecida por el derramamiento de sangre y la caza delirante de miles de residentes pacíficos, a los que cruelmente se les ha golpeado y que están dispuestos a conocer la verdad de lo acaecido en las elecciones del día 9 de agosto.

Bielorrusia, administrativamente República de Belarús, es un país soberano sin litoral acomodado en Europa Oriental, que se circunscribe al Norte con Lituania y Letonia; al Este con la Federación de Rusia; al Sur con Ucrania y al Oeste con Polonia. Su capital es Minsk y la mayoría de su conjunto poblacional vive en sus zonas urbanas o en las capitales de otros departamentos. 

Más del 80% de la urbe son nativas bielorrusas y el resto lo aglutinan minorías de rusos, ucranianos y polacos. Desde el referéndum del 1995 figuran dos idiomas oficiales: bielorruso y ruso. 

Asimismo, la Constitución de Bielorrusia no formula una religión oficial, si bien, el credo fundamental es el cristianismo, esencialmente, el ortodoxo ruso; en paralelo, el segundo tronco cristiano más notorio, el catolicismo cosecha un seguimiento inferior. Conjuntamente, este espacio es totalmente plano, no pasando de los 300 metros sobre el nivel del mar; a su vez, es bifurcado por tres franjas geomorfológicas específicas: en el Norte, atestada de lagos; la meseta boscosa Central y, por último, la porción Sur pantanosa y despoblada, conocida como las Marismas de Pinsk.

Ciñéndome en el trasfondo de este entresijo, Lukashenko, no está por la labor de abandonar su mandato. El líder que ha regido y rige con puño de hierro desde 1994, rechaza la repetición de las elecciones presidenciales, a pesar de las suspicacias de fraude. “Si destruyen a Lukashenko será el principio del fin”, exclamaba el pasado 16 de agosto en Minsk ante sus millares de incondicionales, que citó y trasladó desde diferentes recintos del estado para apoyarle sin complejos.

En el otro rostro apesadumbrado por miles, el contexto es incontrastable y se empecina en las calles y vías de la capital y de otras metrópolis, porque una ola humana reivindica su renuncia inmediata en las movilizaciones más imponentes de la historia de Bielorrusia. 

Atenuado, el cabecilla bielorruso ha recurrido a Putin. El Kremlin ha corroborado que respaldará a su homólogo bielorruso, quien se ha erigido en un socio incómodo, acrecentando la incertidumbre y los recelos de una permisible interposición militar. 

La arrogancia de Moscú de asistir con su colaboración precisa para encajar las piezas del puzle de Bielorrusia, de acuerdo a los principios del Tratado de la Unión Estatal Rusia-Bielorrusia y, si se estableciese, por medio de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, por sus siglas, OTSC. No obstante, si Bielorrusia apelase la OTSC, una alianza político militar resuelta por Rusia, únicamente a tenor de un ataque del exterior, la insinuación de ese resquicio exhibiría que los rusos no están por desamparar en su condición a Lukashenko.

Este ha seguido exponiendo: “no les he convocado aquí para que me defiendan, sino para que podamos defender nuestro país, nuestras familias, nuestras hermanas, esposas y niños”, realzó en una evocación emocional a sus secuaces. “No dejaré que nadie regale nuestro país, incluso después de muerto no lo permitiré”, prosiguió apelando en tono provocador ante unos cuantos miles de asistentes, sobre todo, empleados estatales y funcionarios. 

Como indica el Ministerio del Interior, unos 60.000 concurrentes y el otro balance de los medios independientes, los cifra poco más o menos, en unos 4.000.

Ciertamente, quedó zanjada cualquier impresión de otra convocatoria de comicios y preconizó con uñas y dientes los logros obtenidos, en los que la comisión electoral le otorgó el 80% de los votos, a diferencia del 10% de Tijanóvskaya. Profundizando en su arenga sobre un imaginario complot exterior para destituirlo, Lukashenko culpó a las potencias occidentales de obstruir en la soberanía del país y concentrar unidades militares en la periferia de las fronteras de Bielorrusia.

“Los aviones de la OTAN, están a 15 minutos de vuelo, sus tropas y tanques se hallan a nuestras puertas. Lituania, Letonia, Polonia y, lamentablemente, nuestra querida Ucrania nos ordena que repitamos las elecciones, pero si hacemos caso caeremos en picado”, instó, añadiendo que nuevas elecciones comportarían el fracaso “como Estado y Nación”

“No queremos convertirnos en un cordón sanitario entre Oriente y Occidente, no queremos convertirnos en el retrete de Europa”, concretó en una alocución emitida por televisión ante sus adictos que lo aclamaban por su apodo preferido, “Batka” o “padre de la nación”. Indudablemente, la Organización del Tratado del Atlántico Norte, por sus siglas, OTAN, no se hizo esperar en su veredicto, excluyendo las palabras grandilocuentes del mandatario bielorruso.

A todas luces, Lukashenko, ha confeccionado un régimen de vida imperativo, abusivo y totalitario coartando a la oposición y a los medios de comunicación, quebrantando y atropellando constantemente los derechos humanos, enfrentándose al mayor de los retos de su más de un cuarto de siglo en la cúspide de la coerción. 

Los reproches por la estafa electoral y el hervor y arrebato policial expandido, con la que se contuvieron los primeros días y en las que perecieron al menos dos manifestantes, no dejan de aumentar.

Tanto, que se ha esparcido con huelgas y paros laborales en una buena cantidad de empresas estatales y fábricas, que habitualmente son el puntal del Gobierno. Toda vez, que la acentuación desmedida de la insatisfacción y en vista que Lukashenko ha perdido el apoyo al pie de calle, finalmente, ha optado por acudir a Putin. 

La fundamentación es clara y concisa: las reprobaciones están promovidas y organizadas desde el exterior, que tal vez, podrían expandirse al país vecino. Dándole a entender al presidente ruso, que, llegado el caso, si cae con todas las consecuencias, él podría ser el siguiente. La sospecha a posibles injerencias de actores occidentales y una sublevación en su territorio, son dos coyunturas que activan al Kremlin.

En menos de veinticuatro horas de dicho aviso, ambos gobernantes volvieron a dialogar. Rusia reitera que con “la presión ejercida sobre Bielorrusia desde el exterior”, está preparada para “resolver los problemas”, incluso, si es necesario, bajo el paraguas de la seguridad colectiva que aúnan los tratados entre ambos estados.

Las manifestaciones progubernamentales contrapuestas al autoritarismo de Lukashenko y el apremio por la convocatoria de otras elecciones, arrastra a las masas sedientas de privilegio. 

En Minsk, dominada por la monumental arquitectura estalinista, a 2.5 kilómetros de la reunión pública coordinada por el Gobierno en favor del presidente, decenas de miles de personas le han increpado que se marche en un recorrido extraordinario, realizado en la pequeña república exsoviética de 9.4 millones de habitantes, en la que hasta hace relativamente poco, nadie osaba reprochar a la Administración lo más mínimo de su incompetencia. 

Pero, no sólo Minsk se ha convertido en el único bumerán de condenas, porque se han promovido otras multitudinarias en localidades como Brest, Grodno o Baránavichi y los mítines se han divulgado por la cartografía de Bielorrusia, que han favorecido a los detractores. 

Los muchos miedos se han alejado y ya no hay retroceso alguno; a los indicios crecientes de artimaña, ha de añadírsele el descontento generalizado por los años del vejamen implacable, la paralización económica, el vacío de reformas y la catastrófica gestión de la pandemia del SARS-CoV-2. 

Los llamamientos de concentración en las calles no quedan en el silencio y han conquistado el carácter transversal: en estos, intervienen desde estudiantes y opositores liberales, hasta obreros y habitantes de pequeñas ciudades, distinguidos hasta ahora como los hacedores esenciales de Lukashenko.

La irracionalidad del abuso de las fuerzas de seguridad en las jornadas inaugurales de las protestas, allende de amedrentar a los presentes, ha hecho aumentar sus filas y fortalecer su coraje para persistir con las desaprobaciones.

Hay que recordar al respecto, que Lukashenko se mofó vulgarmente del COVID-19, afirmando literalmente que para contrarrestarlo era preciso “vodka, sauna, hockey y labrando la tierra con un tractor bielorruso”, no estableciendo medidas de cuarentena ni cerrando sus fronteras.

Ante el aumento de contagiados con 69.673 positivos confirmados y 617 decesos, cifras que indudablemente habrán variado a la lectura de este pasaje, los bielorrusos han trenzado un tejido social sustentado en la solidaridad, permutando las carencias que confluyen. Es precisamente este tejido, el que nutre y estimula a la sociedad civil a encarar los instantes más decisivos de Bielorrusia.

La bandera blanca con una franja roja que la oposición despliega como emblema, y acicalados con idénticos colores, los acérrimos de la oposición han gritado “fuera” y “libertad”. Algunas gentes portan retratos de sus allegados, imposibilitados a participar por encontrarse recluidos o recuperándose de la despiadada detención. Los testimonios que emergen de los que a cuenta gotas van siendo liberados, hacen alusión a la dureza descomedida en el trato. 

También, organizaciones como ‘Human Rights Watch’ dedicada a la investigación, defensa y promoción de los derechos humanos o Amnistía Internacional, o el Comité Helsinki de Bielorrusia, han argumentado malos tratos y torturas.

Foto: National Geographic de fecha 16/VIII/2020.

La rabia contenida por los elevados índices de violencia perpetrados sobre los manifestantes pacíficos, ha cebado el hartazgo popular. Hasta tal punto, que el ministro del Interior, Yuri Karáyev, ha aseverado que “investigaremos todas las acusaciones, pero ahora no, sino cuando la situación se calme”

Es palpable, que Lukashenko no pondrá freno ante nada, estando dispuesto a consagrar la soberanía e independencia de Bielorrusia, con tal de no obstruir su hegemonía. Lo que detone, si es que ya no lo ha hecho en Bielorrusia, con una extensísima frontera con Rusia, Letonia, Lituania, Polonia y Ucrania, es irrevocable para el ser o no ser de la zona. 

Moscú no quiere dilapidar su proyección en el país, que desde hace años ha operado de resorte ante Rusia y la OTAN, pero el Kremlin tantea sus repercusiones. 

Los investigadores no están inclinados en la teoría que Putin aliente a Lukashenko a cualquier precio, y puntean que una hipotética mediación militar emanaría sentimientos antirrusos en Bielorrusia, donde son minoritarios. 

Del mismo modo, la oposición a Lukashenko es antirrusa.

En consecuencia, queda demasiado por vislumbrar en el rumbo que tome Bielorrusia, para que se respeten sus derechos, la libertad y se abra una hendidura hacia una transición democrática; el giro díscolo de Lukashenko enrocado en su posicionamiento deja incógnitas en el aire; particularmente, cómo conducirá este trance postelectoral prefabricado por Occidente y sus promotores internos. El presidente zarandea el espectro de una intrusión de la OTAN: la posición muestra músculo y cuadriplica los dígitos de reclamantes emplazados por el propio líder. 

Lukashenko, estigmatiza a más no poder a los opositores acusándolos de pretender encrespar al pueblo y desequilibrar el país, al tiempo que contradice cualquier acorralamiento contra ellos. 

Potencialmente, no tiene objeción en percatarse de su autoritarismo, así como el orden infligido es una virtud primordial en cualquier régimen. Y no son menos, las indirectas sobre los Estados Unidos y Europa de difundir una campaña mediática de descrédito, con el designio de forzar para que la economía bielorrusa se abra a los mercados internacionales. 

Si llegados el caso, Bielorrusia se desplomase a merced de Occidente, su futuro sería peliagudo, debido a que las industrias estatales, hoy fructíferas, se privatizarían por precios minúsculos y el sistema social que aún se desenvuelve adecuadamente, se arruinaría.

El presidente bielorruso imputa la revuelta popular a una confabulación para derrocarle, especulación compartida por Moscú. El forcejeo político de Bielorrusia puede descomponer la imperceptible relación de la UE y Rusia, muy rígida desde que Putin en 2014 se apoderó de Crimea. 

En estos últimos meses, algunos aliados europeos como el presidente Enmanuel Jean-Michel Frédéric Macron (1977-42 años), aconsejaba pasar página de la agresión de Ucrania y sondear un nuevo entendimiento con el dirigente ruso. En la misma disyuntiva está Donald John Trump (1946-74 años), que, sin el éxito esperado, ha tanteado el relanzamiento del G8 o grupo de los ocho, que retornó a ser el G7, tras la exclusión de Rusia por su acometimiento a Ucrania. 

*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 20/VIII/2020. 

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