Cumplí ayer con un penoso rito que me imponen unos buenos amigos desde hace ya unos veranos, rendir visita al campo de golf de las Caldas de Oviedo; un campo municipal que se ubica en el valle homónimo donde se encuentra el famoso balneario, hoy primorosamente restaurado de forma que nada tiene que envidiar al Caracalla de Baden Baden.
Es penoso porque este campo extiende sus calles en las empinadas laderas del valle de forma tal que su recorrido se convierte en un suplicio para el que no está acostumbrado, es decir, para cualquier visitante ocasional, como es mi caso. Además, para los de Gijón, adentrarse en esos terrenos es siempre algo inquietante, incluso para quien, como yo, cursara el bachiller superior interno en el entrañable colegio Loyola, en las laderas del Naranco.
Allí las cosas no eran fáciles, estaban los externos, los de la capital, y después los de pueblo, los internos. Había una raya difícil de cruzar que marcaba el estilo de superior elegancia de los locales, e incluso se palpaba entre nosotros mismos alguna diferencia, y así, los de las tierras del Navia o del alto Narcea, con su peculiar acento, lo tenían aún más difícil. Yo, que por entonces vivía en Colunga, me encontraba en tierra de nadie.
Oviedo fue una creación de Fruela que heredaba la prevención que, desde los tiempos de Pelayo, los monarcas asturianos tuvieron hacia la villa gijonesa, posiblemente por el mal recuerdo de Munuza y Adosinda. El caso es que esta condición capitalina, antes regia y después provinciana, siempre le ha dado buenos dividendos a los carballones que, entre claustros eclesiales o universitarios, juzgados y gobernaciones, han encontrado un buen pasar de funcionario a lo largo de los siglos, alcanzando el cenit en los tiempos que tan bien retrató Leopoldo Alas.
En Gijón las cosas han ido por derroteros más complicados; desde la destrucción de la villa tras los reiterados alzamientos del conde de Noreña, allá por el S. XIV, tuvo que esperar a que Jovellanos la pusiese tímidamente en la senda del futuro, a donde llegaría en el XIX de la mano del carbón y la industria. Dicen incluso que el anarcosindicalismo entró por allí, caminando luego hacia el Caudal y las Cuencas donde lo esperaba el Sindicato minero. Ambos de la mano darían días de fuego y sangre en la región.
El cierre de las minas y del naval, con el acompañamiento de la reducción metalúrgica, coincidió casi con el nacimiento del golf municipal en Gijón, lo que le da un aíre como de andar por casa en sus dos campos, como proletario, pero lo de Oviedo es distinto. Ayer me puse de pantalón largo, por aquello de visitar la capital, pero me sorprendieron los de allí con una colección de coloridas bermudas, algunas, de esas apretadas, que ahora se llevan y que pusieran de moda los amiguetes de Versace en el Ocean Drive de Miami, con polos a juego en algún caso y llamativos cinturones que resaltaban lorzas de asturiana gastronomía. Mis amigos, ovetenses conyugales, aún no se han mimetizado en estos usos y costumbres de los capitalinos. A ver cuánto duran.
*Versión en asturiano en abellugunelcamin.blogspot.com