lunes, 2 diciembre, 2024

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Horario de invierno

Nunca podré olvidar a Gabi. Hay cosas que se quedan para siempre en la memoria. Y personas que permanecen vivas en el pensamiento como si los recuerdos tomaran cuerpo para que nunca les podamos olvidar y siempre queden en la memoria.

El caso es que era un 31 de octubre y habíamos quedado para pasar el día en el campo. De paella que nos íbamos a la finca de un amigo que era como el refugio de aquella cuadrilla de jóvenes hermanados por los años 80, que luego se difuminó con el tiempo, hasta desaparecer, para ser sólo un recuerdo.

Paella, digo, porque  para los valencianos un domingo sin paella es como una mala piedra en el zapato. Así que con todo un día festivo por delante el plan era aperitivo, tertulia, pella, postre y más tertulia antes de la merienda. A veces incluso cenábamos antes de volver cada uno a su casa pensando en tomar algo más fuerte que el bicarbonato para llegar relativamente vivos al lunes.

Aquel día quedé en pasar con el coche a recoger a mi amigo. Y lo hice, aunque con alguna distorsión sobre el horario previsto. Qué mal me supo lo que pasó, aunque la responsabilidad la compartimos a medias, pero el que estuvo un par de horas en medio de la calle fue él. Bueno, En realidad estuvo sentado en el respaldo de un banco en la plaza que hay delante de casa de su hermano. Aún le veo allí, cuando llegué, con su eterna sonrisa y con una buena dosis de paciencia consumida.

Era 31 de octubre y cambiaban la hora.  Yo nunca me he aclarado mucho con esto del cambio de hora. Que si una hora más, que si una hora menos… “Que te acuerdes de cambiar los relojes esta noche, que si no mañana ya verás…” Me encantan los relojes y, en casa, siempre he tenido muchos. Tal vez por eso me chincha tanto lo del puñetero cambio de hora.

Aquella noche salí. Todo dentro de la moderación, pero llegué a casa a las tantas. Miré el despertador de reojo y le atrasé la hora. Yo sabía que a las tres serían las dos. Sí, lo sabía. Y sí, lo puse a las dos, pero no eran las tres, eran las cuatro, y a partir de ahí empezó a olerse la tragedia. Una confabulación horaria para hundir mi tradicional reputación de persona puntual, sin duda. 

El caso es que al día siguiente se dieron dos circunstancias. Yo llegué tarde, sin excusas. Pero mi querido amigo llegó muy pronto. No recordó atrasar el reloj. Total, que entre mi despiste y el suyo casi llegamos directamente a los postres y él se pasó un buen par de horas esperándome. 

Aún recuerdo su cara, todo un poema, cuando por fin aterricé por allí, bajé la ventanilla del coche y le dije con la parsimonia propia de las grandes ocasiones: “Me cago en el cambio de hora”.

No paro de darle vueltas a la utilidad del asunto. Bueno, le doy vueltas dos veces al año, no se crean que me tiene obsesionado, pero en octubre y en marzo es como si se me hubieran caído las agujas del reloj y se me hubieran clavado de punta en el empeine. O ¿era una mala piedra en el zapato? Lo mismo me da. Sigo sin entender su utilidad. La del cambio de hora, digo.

Más allá de las explicaciones científicas, tecnológicas y energéticas, más allá todavía de la organización de los horarios industriales, y mucho más allá de la adecuación del horario de España al de Alemania en 1942, más allá les digo, está mi incomprensión e incomodidad con el asunto que sólo sirve para que yo me pase media hora cambiando las agujas de mis relojes y para que salga de casa por la mañana de noche y vuelva a casa por la tarde de noche. Todo, además, cuando está comprobado que el ahorro energético es mínimo.

Se da la circunstancia de que, por una vez no debo ser tan raro, incluso el Parlamento Autonómico Valenciano, Les Corts para entendernos,  ha solicitado oficialmente sin éxito alguno, dicho sea de paso, al Gobierno de España, que se mantenga el horario de verano que mola más y, encima ahorra más energía. Y digo yo que esa petición es cosa bastante más seria que mi pataleta con el tema. Pero nada, que aquí estamos un año más en medio de este “jet lag” inducido por el trastorno del horario de invierno que ya no sé ni qué hora es.

El caso es que estaba pensando yo que una utilidad sí que tiene. Cada año me recuerda a mi amigo Gabi, que murió unos meses después en un terrible accidente de moto. Aunque sólo sea por eso me pongo ya a retrasar las agujas del reloj. Ojalá pudiera hacerlo hasta llegar a aquella mañana de un 31 de octubre de hace ya muchos años.

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