LA FAMILIA Y LA ESCUELA II (mejor dicho: padres y maestro)

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Es en el medio familiar donde los niños empiezan a aprender las primeras cosa que le van a ser esenciales para comunicarse con sus padres y para comenzar a relacionarse con los distintos miembros de la familia. Es en el seno familiar donde los hijos aprenden o mejor dicho, deberían aprender aptitudes tan fundamentales como hablar, asearse, vestirse, obedecer a los mayores, proteger a los más pequeños, convivir con personas de distintas edades (recordemos el claro ejemplo en blanco y negro de la película “La gran familia” (1962), en la que los hermanos mayores cuidaban a los más pequeños, interpretada por Alberto Closas, Amparo Soler Leal, estaba el carismático abuelo, encarnado magistralmente por José Isbert, el padrino, interpretado por José Luis López Vázquez…); los niños dentro de la familia deben adquirir otros hábitos de convivencia como compartir juguetes y otros objetos, participar en juegos colectivos respetando sus reglas, la costumbre de rezar (si la familia es religiosa), a distinguir, a nivel básico, lo que está bien de lo que está mal, etc. Todo ello conforma lo que los estudiosos llaman «socialización primaria». Después, la escuela, los grupos de amigos, el lugar de trabajo, etc., llevarán a cabo la socialización secundaria, en cuyo proceso adquirirá conocimientos y competencias más especializados.

En el ámbito familiar se aprende a través de la afectividad, y su instrumento más eficaz para que se esfuercen en aprender es la idea de poder perder el cariño, el miedo a dejar de ser amado.

Pero, por otro lado, los niños necesitan conocer unas reglas, tener unas normas claras que ellos puedan entender para saber cómo deben actuar para agradar a los padres, a los adultos y así ser recompensados con la aprobación y por extensión con su afecto, que es lo que necesitan, pues esto les hace sentirse queridos, y así se saben acogidos y protegidos, ya que todavía no son autosuficientes. Es en la familia donde se deben asimilar los principios morales y de relación social, así como las habilidades mínimas (ir al aseo, ponerse el babi, comer solo si se queda en el comedor escolar, etc…) para tener una base sólida con la que empezar a relacionarse y poder vivir con cierta garantía su relación con los demás y con cierta autonomía cuando empiece su periodo escolar. El niño debe ir asimilando una normas que tenemos que transmitirles los padres para que no se sienta perdido en medio del maremágnum de posibilidades a las que debe enfrentarse y tome como referencia costumbres o formas no adecuadas de otros medios que sí se las van a ofrecer (televisión, películas, dibujos animados, otros niños pertenecientes a otras familias con costumbres y educación distintas) actitudes ficticias y alejadas de los principios de la familia o copiadas de las de otros niños que puede que no correspondan con la forma de actuar que deseamos para nuestros hijos. Cuando sea mayor, esté formado como persona y con un criterio propio, entonces podrá decidir libremente. Los niños necesitan unas normas claras de conducta y unos valores que le ayuden a crecer y llegar a ser personas respetuosas para saber convivir, una seguridad en ellos mismos para poder enfrentarse a los problemas que le vayan apareciendo a lo largo de la vida, una fortaleza de ánimo para salir de los fracasos… Eso se aprende desde pequeño en el seno de la familia.

Esta idea de que la familia debe socializar, en las últimas décadas se ha ido disipando. El compromiso y la responsabilidad de los padres en esta labor, en muchas familias ha desaparecido. Se ha cambiado la idea de unos padres con autoridad (la palabra autoridad viene de un verbo latino que significa «ayudar a crecer») sobre sus hijos para conseguir que sean unos niños educados, respetuosos y autosuficientes, que sepan gestionar sus frustraciones dándoles la autonomía necesaria para que sepan desenvolverse y no se “ahoguen en un vaso de agua”; no debemos darle todo hecho para que no sufran y hacerles la vida más cómoda y fácil, porque de esa manera estamos criando seres indefensos, acostumbrados a que se les haga todo y se les resuelva los problemas. ¿Qué hará el adolescente o el joven cuando no estén sus padres para resolverle las complicaciones y no hayan aprendido a gestionar sus emociones? Puede que se hunda.

Quizás este tipo de padres ha ido apareciendo en ciertas generaciones de hombres y mujeres por contraposición al denostado, y con razón, autoritarismo que algunos padres ejercían ante sus hijos, incluso con la aplicación del miedo. Pero tan malo es esto como la dejación de su función educadora y el consentimiento de todo permitiendo rabietas, pataleos, gritos e incluso patadas y golpes de sus hijos sin que estos reciban ni un reproche, ni una sanción, ni si quiera el afeamiento de su conducta para enseñarles a comportarse correctamente. Los niños, que de tontos no tienen ni un pelo, saben que actuando de esta forma consiguen lo que pretenden. Hay niños que con cierta edad aún se comportan como bebés porque no se les ha enseñado a pedir las cosas y las exigen, a saber que muchas veces lo que piden no puede ser o que la decisión de los padres ha de ser respetada y obedecida. He visto muchas veces escenas de este tipo en la puerta del colegio, y en alguna ocasión he tenido que intervenir de forma suave para moderar la situación o tratar de influir es situaciones complejas en las que los padres me lo solicitaban en las visitas de padres de los jueves, que siempre organizaba a tres (padres, alumnos y profesor), los tres pilares fundamentales de la educación, para evaluar los problemas, encontrar soluciones y buscar compromisos. Aunque también me he encontrado con alumnos con ciertos problemas que se debían haber tratado en la familia.

Comentaré un caso de cada uno de las dos situaciones que menciono:

El primero, el de un alumno muy inteligente, cuyo vocabulario, expresiones y razonamientos eran superiores a su edad. No le gustaba realizar las actividades por escrito porque le daba pereza escribir o copiar esquemas de la pizarra y si se confundía montaba en cólera protestando en voz alta y rompiendo el clima de trabajo del aula porque no quería corregirlo o volver a empezar (después de tantas recomendaciones y haciéndole ver los resultados de su esfuerzo, al año siguiente cambió de actitud). Tenía un alto nivel de frustración, que aún mantiene. Cuando se confunde en parte de las contestaciones orales o eran incompletas le daban rabietas y lloriqueaba en voz alta viniéndose abajo diciendo que no sabía nada y que era torpe.

Todo esto es achacable a que los padres no supieron enseñarle a gestionar sus emociones (cuando sacaba sobresalientes pensaba que era el mejor, cuando se equivocaba decía que era el peor y se hundía). La educación en casa es fundamental y la forma de tratar a los hijos es esencial para su formación.

El segundo caso, y no tan reciente como este, sucedió hace algunos años. Era el de una alumna cuyas notas eran de Notable y Sobresaliente en los exámenes escritos. Pero cuando salía a leer o contestaba en público ante sus compañeros casi no se le oía la voz. Llamé al padre (era el que se dejaba ver por el colegio, aunque normalmente son las madres las que vienen a dejar o recoger a los alumnos y muchas ocasiones los abuelos, éstos, sobre todo, en los últimos años) y estuvimos hablando de su hija. Me comentó que el matrimonio se había separado, y eso, pudo afectar a la niña. Por mi parte, siempre que era posible la tenía en cuenta. Al principio la dejaba hablar desde su sitio aunque no llegara a entender bien lo que me decía. Luego, ya le decía que viniera a mi mesa para decirme las cosas igual que cuando hacíamos la prueba de lectura. Pero seguía sin entenderla bien, y le decía que se acercara un poquito más. La niña fue cogiendo confianza y al final se apoyaba en mi brazo para que la pudiera entender. Poco a poco iba hablando con más fuerza. Más adelante le fui indicando que se subiera en una silla que ponía cerca de mi mesa y que desde arriba leyera… Al final se consiguió que la clase entera pudiera oír perfectamente a su compañera. Y ella se sentía feliz. Al finalizar el curso siguiente aceptó leer en la celebración en la iglesia delante de todos los alumnos del colegio, padres y profesores. Su madre, a la que ya había visto tres o cuatro veces, estaba sentada unos bancos delante de mí. Al acabar la celebración fue la primera en salir. Pasó por mi lado sin mirarme, pero yo me sentí satisfecho y feliz de ver lo bien que había leída aquella alumna que ya tendría unos once años.

Unos años más tarde, la hija de una vecina me preguntó el colegio en el que yo trabajaba y me dijo que una compañera suya había sido alumna mía. Y un par de meses más tarde, al volver del colegio, sentadas en los escalones de la portería me encontré a la hija de la vecina con otra joven que se levantó, se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla. Hablamos un rato y me dijo que el año siguiente iría a la universidad.

También se puede mencionar algún caso como el de aquel muchacho que según la sicóloga que lo trataba me tenía a mi como referencia de la figura del padre que no había conocido (pero esa es otra historia de las más complicadas que he vivido en la escuela.)

Sigo siendo de la opinión que los problemas y las situaciones complicadas por las que pasan los alumnos y alumnas, tanto escolares como familiares que afecten a la escuela, deben ser tratadas entre padres, alumnos y el profesor tutor unidos en la confianza y en el empeño buscar soluciones.

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