jueves, abril 18, 2024

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La otra cara del Desastre de Annual: los rifeños y Abd el Krim (I)

Desde las postrimerías del siglo XVIII hasta la Independencia de Marruecos (2/III/1956), se suceden una cadena inacabable de Tratados, Conferencias, Acuerdos y Estatutos que atañen al Norte de África, Sidi Ifni y el Sahara, que indiscutiblemente obligan a retrotraerse en el tiempo hasta el verano de 1921: intervalo en que se incuba una derrota aplastante hostigada por los rebeldes rifeños, brillando por su ausencia el mando y el restablecimiento del orden.

Con lo cual, la presencia Hispana viene dada desde hace nada más y nada menos, que seis siglos: en 1497, la Plaza de Melilla es tomada por D. Pedro de Estopiñán y Virués (1470-1505); en 1508, el Peñón de Vélez de la Gomera es conquistado por D. Pedro Navarro (1460-1528); en 1673, el Peñón de Alhucemas por el príncipe de Montesorcho; en 1460, la Plaza de Ceuta es ocupada por el Reino de Portugal y, posteriormente, en 1640, cedida a España.

Sin embargo, el colonialismo en Marruecos (1859-1936) transita por múltiples coyunturas, acentuándose la conquista de Tetuán y la rúbrica del ‘Tratado de Wad-Ras’ (26/IV/1860), con el que España amplia el territorio de las Plazas de Ceuta y Melilla y recibe el pequeño espacio de Santa Cruz de Mar Pequeña. Años más tarde, tras el ‘Desastre del Barranco del Lobo’ (27/VII/1909), se alcanza una etapa de incursión pacífica que persiste de 1904 a 1912, respectivamente. Seguidamente, acontece la irrupción bélica hasta 1926, con las ‘Fuerzas Coloniales Españolas’ carentes de nociones claras y con escasos recursos materiales y de equipamiento técnico. Por lo que desde su génesis, se ven atrapadas en un callejón sin salida.

Como precedente a los días infaustos que habrían de producirse en el ‘Desastre de Annual’ (22-VII-1921/9-VIII-1921), me referiré brevemente a unos datos que evidencian la penuria de la ‘Expedición Española’, pésimamente adiestrada y peor dotada. Por aquel entonces, cada hombre portaba un fusil, algunos pertenecientes a la ‘Guerra Hispano-Estadounidense’ (21-IV-1898/10-XII-1898); además, una cantimplora y manta en bandolera, cuando en aquel mismo curso, los soldados británicos trasladados a las colonias le triplicaban en pertrechos y dotación individual.

Sobraría mencionar, el desierto de arsenales de munición y suministros, o depósitos en alguna posición concreta, que inevitablemente obligaba a la práctica diaria de la aguada en ríos y arroyos más próximos. Sin obviar, que el agua en barricas se acarreaba en mulos. Tal era el encarecimiento, que era imperativo desmantelar la retaguardia para proveer las posiciones de vanguardia.

Ni que decir tiene, que la ‘Zona de Marruecos’ concedida a España por los Tratados Internacionales, no hacía sino destellar el modus vivendi, o séase, el ‘modo de vida’ o ‘forma de vida’ adquirido por franceses y británicos. Los primeros, resueltos a ampliar su imperio norteafricano; y el segundo, ansioso y digamos, obsesionado, por impedir que otro actor dominase los márgenes de las Columnas de Hércules.

Producto de ambas situaciones geográficas y casi por defecto, afloraría el área de influencia española establecida. Los alicientes de Londres, fusionados a los derechos históricos sobre los enclaves soberanos de Ceuta y Melilla, le proporcionaron un frontis marítimo espacioso. En cambio, a los de París, se le adjudicó un hinterland riguroso con valles fértiles y localidades como Rabat, Marrakech o Fez.

En verdad, este iba a ser un obsequio intoxicado, porque a esta franja angosta de trescientos kilómetros de largo, por unos sesenta como media de ancho, habría de unírsele terrenos en sus dos terceras partes completamente improductivos, de relieve intrincado y enfilado por insignificantes ríos de muy corto caudal.

Conjuntamente, habrían de desplazarse por quebrados desniveles y precipicios de Sur a Norte, en dirección perpendicular a los ejes de movimiento, que por la configuración del territorio y la disposición de las Plazas, se efectuaba en un trazado Este-Oeste o inversamente. De esta manera, se constituía un arco bien definido en un extremo por los puertos de Arcila y Larache, y en el opuesto la llanura del Garet, semidesértica y explorada por la Cabila de los Beni Bu Yahi.

Era una comarca intratable y superpoblada, que subsistía principalmente de la agricultura y ganadería, que salvo excepciones era de simple sostén, básicamente depositado en manos de las mujeres dictadas a una labor subordinada, cuyo interés valía poco más que el precio de un fusil y mucho menos, que un caballo.

Si a esta región rocosa, empinada y pobre en la que su entorno agrario no significaba más del 13 al 15% del plano general, se le hubiese superpuesto la singularidad de improductiva e infructuosa, probablemente, por la desigualdad descabellada entre el coste de controlarla y el beneficio dado, estaría desahuciada a su suerte. Pero, la realidad, es que esto era lo que le correspondió a España.

Esencialmente, se segmentaba en dos núcleos escabrosos: en Occidente, Yebala, extendiéndose desde Tánger hasta el río Uarga y el Rif Central, incluyendo las planicies atlánticas; y en Oriente, el Rif, obviamente limitando con Yebala y abarcando hasta Kebdana en la frontera con Argelia. No obstante, en ocasiones, se ha incluido un sector en torno a Melilla que como tal, no concierne al Rif, comenzando en el extremo izquierdo del Kert, en los dominios de Beni Said y ensanchándose al Oeste de una cadena montañosa con elevaciones de hasta 2.000 metros, en cuyo corazón convivía la Cabila de Beni Urriaguel, o lo que es lo mismo, la cuna de Abd el Krim.

Si el conjunto de la demarcación resultaba apática, el Rif, integraba una de sus porciones más severas e inexorables: plagado de majestuosas cordilleras y cortado en recónditas depresiones.

Igualmente, el Rif estaba protegido por la combatividad envalentonada de sus pobladores, ceñidos a los avatares amenazantes como baluarte infranqueable y, a su vez, convertido en una insinuación para quien osase adentrarse por la fuerza. Amén, que en este paisaje decadente centelleaba el interés por algunos yacimientos mineros, que a fin de cuentas acabaron siendo decepcionantes.

Si la topografía era deprimente para un hipotético opresor extranjero, las estructuras sociales y políticas del Rif, totalizaban un inconveniente adicional. En la división tradicional de Marruecos entre un ‘Bled el Majzén’ o país de la corte, condicionado al Sultán o Autoridad Suprema instaurado por la fuerza; y un ‘Bled el Siba’ o país del libre fluir o del desgobierno que desconocía su autoridad, la zona española prácticamente concernía a este último. Pero, el hecho que quién rigiese no alcanzase un poderío pleno, no significa que estuviese privado de él.

En otras palabras: el Sultán, en su capacidad reforzada de Jefe temporal y religioso, se universalizaba entre los creyentes, proporcionándole cierto prestigio en tierras que dicho sea de paso, eran catalogadas de intratables.

Esporádicamente, sus mehalas o ‘Cuerpo del Ejército Popular’, realizaba reconocimientos rutinarios al objeto de recaudar tributos, mayoritariamente, para hacer ver a los súbditos remisos la efectividad de esta atribución.

Por otro lado, el Sultán nombraba al Gobernador de la región que habitaba en Tánger. Toda vez, que sus competencias eran tenues y explícitamente los Caídes o Jefes de una Cabila eran sus representantes. Luego, se estima que el Sultán se valoraba como un recurso remoto, pero no por ello omitido, depositario de un influjo intangible y profundamente enraizado.

Mismamente, la población se modulaba en Cabilas o pequeños países, algo así como un Estado en miniatura o una República Independiente, encarnado en el imaginario colectivo como la Patria rifeña.

Paulatinamente, con los impulsos denodados de Abd el Krim, cuyo nombre completo es Muhammad Ibn ‘Abd el-Karim El-Jattabi (1882-1963), se concadenó un sentimiento de pertenencia que no sobrepasaba mucho más allá de los límites fronterizos del Rif. Desde este punto de vista, un amplio abanico de historiadores, investigadores y analistas coinciden en argumentar, que no se puede llegar al extremo de confirmar que el espíritu cabileño de mínima y específica bandería, careciese de relación con el molde de la Patria. Más bien, sus operaciones se encaminaban a razones más concretas, como la solidaridad local o regional, o la aspiración de hacer botín.

El carácter compartimentado del terreno, sin apenas caminos que perfectamente propiciaban el ostracismo, dilucida la entidad de estos pequeños reinos de taifas, de los que se contabilizaron sesenta y seis en la ‘Zona Española’. De los cuales, veintidós eran de origen árabe y cuarenta y cuatro bereberes. Y, para ser más preciso, dieciocho se establecían en el Rif.

Las cabilas o tribus bereberes refundían una cantidad caprichosa de fracciones, organizándose por grupos de familias centralizadas en aduares o unidad social y administrativa, compuesta por uno o varios clanes agrupados en viviendas familiares que conformaban un poblado, aceptando a un ascendiente común, más o menos, lejano o mítico.

Articulado a lo anterior, este combinado de personas se guiaba por una yemáa o asamblea comunitaria, con la contribución de los patriarcas en una organización de círculos concéntricos desde el poblado a la cabila, gestionando los pastos, el agua o la leña, o acordando decisiones que por su trascendencia redundaban en la comunidad. Precisamente, es en estas asambleas donde radica la auténtica autoridad: el Caíd, en la cabila, en sentido de régulo o caudillo en el plano social, político y militar; y el Cheij, en el poblado, como individuo notable por su linaje, autoridad moral y religiosa o prestigio alcanzado como guerrero.

En cada uno de estos grupos concurre una pirámide social elemental. Primero, en su base se halla el campesinado sin tierras o el partido de las gentes pequeñas; y, segundo, en la cresta, los notables. Y, entre uno y otro, los campesinos con posesiones reducidas.

Por otra parte, se hace constar un grupo afamado y con notoriedad diferenciada, constituido por las familias chorfa o descendientes del Profeta; o lo morabitos, maestro religioso al que se le asigna poderes curativos. Los tariqs o cofradías religiosas formaban otro elemento aglutinador del Rif.

Aunque las gentes pequeñas no disponían de puesto en las yemáa, como institución deliberante en la que prevalecía un inequívoco comportamiento democrático, se respetaba la mayoría de los votos de los delegados de las tribus que ayudaban en las decisiones finales y no constituían un ingrediente desdeñable. Hay lógicas suficientes para contemplar, que las pequeñas gentes acabaran sugestionando a Abd el Krim para acoger enfoques radicales.

Llanamente podría sostenerse, que los rifeños eran obstinados y agrios, como la tierra era desfavorable y difícilmente les proveía de bienes. Replegados sobre sí mismos, se deduce que la amplitud entre las casas rondaría los trescientos metros; mostrando individuos insurgentes a cualquier agente intruso. Y cómo no, la herencia de la deuda de sangre difundida de una generación a otra, les obligaba a vivir constantemente en belicosa fogosidad.

A tenor del contexto y las eventualidades descritas en este escenario, el fusil, ya fuese el ‘Mauser’ Modelo 1893 de origen español de cinco disparos, o el extraordinario ‘Lebel’ francés Modelo 1886 de cuatro, eran componentes irreemplazables y la tenencia más valiosa de la que el rifeño no se separaba. Justamente, no son pocos los que culpan del descalabro de ‘Annual’, a que las autoridades españolas no actuaran adecuadamente para su desarme, con la premisa de no dañar las suspicacias de las cabilas.

El contrabando resultante de las Ciudades de Ceuta y Melilla permitía acceder a ellos y a sus cartuchos, que según el momento y las realidades reinantes, hacía variar su valor desde veinticinco a cinco céntimos, como sucedió tras los acontecimientos de ‘Annual’. Idénticamente resultó con los fusiles, pasando de costar doscientos duros a tan sólo ocho o diez.

Pese a todo, la descentralización acentuada y el que cada hombre se constituyera en un guerrero ducho, hacía que la región no estuviese sumergida en el desconcierto, porque los ingredientes aglutinadores y el juego de contrapesos internos, predisponían un orden incierto.

Me explico, primero, se plasmaba el idioma cotidiano que no era el árabe como en Yebala, sino el bereber, aun con las restricciones que entrañaba al no ser una lengua escrita. Segundo, la religión musulmana se ejercía con tibieza, al asentar un principio integrador y ser fuente de valores compartidos, aunque el rifeño conociese mínimamente el Corán. Entre otras cuestiones, porque en los casos más reincidentes y de menor cuantía, son normas jurídicas que no están redactadas, pero que se han hecho costumbre cumplirlas: el derecho consuetudinario. En contraste, con los de más resonancia se seguía la Sharía, requiriendo un menester que en sí mismo, confería popularidad a quienes sabían leer y escribir árabe.

Tercero, imperaba un método de sanciones aplicadas por la yemáa, que condenaba los asesinatos y prescindía la deuda de sangre, reemplazándola por la compensación en especie del causante y sus confidentes. Digamos, que era una fórmula de enorme gravitación política que trataba de atenuar la violencia.

Cuarto, hay que prestar atención a los zocos semanales, de los que al menos había uno en cada cabila, siendo un foco de intercambios económicos y de puntos de confluencia, en los que como no podía ser de otra manera, se trasferían confidencias y rumores; además, de celebrarse sesiones de las asambleas y difundirse proclamas.

Quinto, otro dispositivo estabilizador se sustentó en el complejo ‘sistema de lef’ o ‘alianzas’ entre fracciones o cabilas, que precavía de influjos arriesgados y a una paz precaria, a veces fracturada por disputas que finalmente se zanjaban, reconduciéndose en la yemáa con choques dialécticos prolongados.

Y, sexto, la harca personificaba un lazo de unión, siquiera transitorio. Se encumbraba en las asambleas e incluía desde una fracción a diversas cabilas. Regularmente, su llamamiento lo antecedía la recalada de emisarios en los zocos, que espoleaban a los asistentes con reseñas de botines admirables y adversarios vulgares, a los que fácilmente se aniquilaba.

De vez en cuando, se convenían una gratificación a los que se inscribieran a la empresa. Tras conversaciones acaloradas en un ámbito de enardecimiento progresivo, nutrido por habladurías ilusorias sobre las probabilidades del saqueamiento, se aceptaba la determinación de organizar la harca.

Trascendido el reporte con fogatas en las cimas de los montes, los rifeños comparecían armados y con provisiones, en previsión a unas cuantas jornadas, se reunían en idalas o contingentes a modo de ‘Fuerzas Irregulares’, integradas en virtud de pactos previos de su población de procedencia y prestos a relevarse periódicamente. No eran tropas permanentes, sino harcas contratadas en función del contrincante y de los objetivos a cosechar.

No era extraño ver a mujeres, principalmente, y a niños asistiendo a los combatientes, aprovisionándolos y recogiendo los extintos y heridos, que por encima de todo, no abandonaban el campo de batalla. Algunas fuentes bibliográficas mencionan que por momentos, éstas, se integraban activamente en la lucha con fusil en mano.

En sí, para el cabileño, la guerra no suponía un trance definitivo, sino un episodio de la vida en el que se arriesga únicamente lo indispensable para acatar el deber de la solidaridad.

De ahí, la exigua duración del ataque que se disipa al contacto con el primer contratiempo, porque sus argucias ofensivas se exponen en emboscadas para hacerse con el botín y desaparecer de escena. Las escaramuzas la emprenden meramente los muy curtidos, o los jóvenes que tienen que poner en la balanza su valor.

En cuanto a la estabilidad de la harca, se aprecia su inconsistencia, demorándose en volver a constituirse y necesitando preliminarmente de deliberaciones extensísimas en las que todos emiten sus juicios. Una vez forjada, asiduamente afloran pugnas, muestras de susceptibilidad y descomposición entre los grupos que la integran hasta disgregarse.

Indiscutiblemente, la anomalía de un aparato quebradizo sin la concreción de abastos y mando, imposibilita que se mantenga largo tiempo en campaña. Si bien, maniobrando fuera de sus líneas, se conviene que los moradores de la comarca contribuyan con algunos víveres, sin alargarse demasiado para no generar fricciones con la población local.

En consecuencia, la impronta legendaria del rifeño, tal vez, agigantada desde tiempos pasados, con un armamento dispar y en general en pésimas condiciones de tiro, deficientemente cuidado y deteriorado por su manejo persistente, con no más de quince o veinte cartuchos, a menudo recargado artesanalmente y con poca fiabilidad, conllevaría que se plasmase un fuego decadente en intensidad.

Claro, la primera reflexión que surge es cómo ocurrió el ‘Desastre de Annual’, pero no ha de soslayarse, que en la instantánea del rifeño prevalece un guerrillero admirable, virtuoso, incansable, experto impecable en el terreno y amoldado a sus habilidades y artimañas.

Por eso, detrás de cada promontorio, picacho o surco del área peñascosa, hay una chilaba que se camufla y con ella, un hombre incógnito, experimentado, inclemente y firme en su razón de ser.

Porque, el rifeño, obedece al impulso de su instinto, sin plan estratégico y con las dificultades que ello denota, resulta imponente en la defensa y el asalto, haciéndose amo y acreedor de la iniciativa guerrera, al duplicar sus energías para así acometer el guion del rival y desconcertarlo.

En esta última descripción, se iría gestando lo que trágicamente se desencadenó en ‘Annual’; y a su sombra, el protagonismo de aquel aliado ficticio y cómplice aparente de España: Abd el Krim, quién de la noche a la mañana, se erigió en su contendiente más detestable.

¡Y no hay peor enemigo, que el colaborador más apreciado!

*Publicado en el Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta y el Faro de Melilla el día 4/VI/2021.

*Las fotografías han sido extraídas de National Geographic de fecha 28/V/2021 y la breve reseña insertada en la imagen iconográfica es obra del autor.

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