Están los bulevares de Zaragoza espléndidos estás mañanas de primavera. La hoja ha brotado con fuerza en la arboleda, con ese verdor que sólo se da los primeros días de la estación y antes de que la contaminación y el calor les vayan exprimiendo el frescor que la savia del árbol les aporta. Es una delicia andar por ellos pues aunque el personal, lógicamente, parece percatarse de que son los mejores días y que allí el covid tiene menos posibilidades, la anchura de la calzada es suficiente como para pasearlos tranquilamente.
Esta mañana iba yo ensimismado pensando en si la astrazeneca otorga más carga antivírica que la Pfizer, o si la Jansen aguantará mejor en la nevera que la moderna, o si nuestro dilecto y sacrificado gobierno –es ironía- será iluminado por el Espíritu Santo, o a falta de él por el Sentido Común, para tomar una decisión acertada al respecto, una sola, cuando una sombra adelantándome por mi derecha me quitó súbitamente la luz del sol.
Era una muchacha con silueta de guitarra española, paso vivaz y caderas animadas de vida propia. No pude ni siquiera apreciar su edad, o si era joven o madura, pero el golpeteo alternativo y elástico de sus nalgas parecía anunciar unos veintitantos años y, por un instante, mi adormecida libido pareció ordenarme acelerar el paso y seguir tras aquel rítmico uno dos, diferente pero mucho más atractivo que el viejo son de la instrucción militar. Fueron apenas unos segundos de titubeo pero algo vi que me distrajo.
La chica vestía una de esas calzas que ahora llaman legguins con las que mostraba la forma de sus piernas y, especialmente, la redondez de su fondoschiena –esa es el elegante nombre que en Italia le dan-; por encima una amplia sudadera la cubría hasta las caderas; pero ella, quizás recatada o simplemente pensando que tal contemplación sólo debía ser dada a quien a ella le petase, cada ocho pasos más o menos y en un gesto rápido, apenas perceptible, como aquel que recientemente han descubierto que Lance Armstrong llevaba a cabo en el sillín de su bicicleta y que hacía que, milagrosamente, aumentase la potencia de su pedalada, se llevaba la mano atrás y bajaba la sudadera que la cadencia del golpeteo de sus nalgas había subido. Izquierda, derecha, cada ocho pasos, mecánicamente, mientras se alejaba bulevar adelante. Y yo, como Amado Nervo, aunque no hubiese tules, ni tampoco madre, sin cerrar los ojos, ni titubeos, la dejé marchar.