¿Se va Pablo Iglesias del Gobierno de coalición por voluntad propia o por voluntad ajena?
Mientras el jefe del Gobierno, fuera de España, rendía homenaje a Manuel Azaña, presidente de la Segunda República, su vicepresidente segundo se destituía a si mismo, con gesto impostado de falsa modestia, sirviéndose de un vídeo rodado en el Ministerio, con un aviso: «Me voy a Madrid a frenar a la ultraderecha, hay que impedir que puedan tener todo el poder».
Dicho y hecho, de una tacada dimitió, se autoproclamó líder de la unidad de las izquierdas para la batalla de Madrid y tuvo tiempo de hacer una declaración de últimas voluntades, entronizando como sucesora ecuménica a la nueva vicepresidenta. Movimiento intrépido de quien se aburre en la oficina y no está por la labor de perder el tiempo con la puñetera gestión; no en vano le entretienen más las series y los golpes de efecto.
Pero la maniobra delataba la existencia de más compango en la fabada. ¿Cómo sino podría explicarse la sorpresa de sus compañeros de pupitre, ‘nos quedamos chocados’, ante la inesperada noticia? Quizá no estuvieran al tanto de maniobras precocinadas en la Cuesta de las Perdices, en preparación del cambio de ancho de vía que tendría en mente Sánchez.
Desde aquel abrazo prolongado, rudimento de una relación marcada por la mutua suspicacia, el matrimonio de conveniencia -mal avenido pero obligado a guardar las apariencias- fue deteriorándose hasta ese momento terminal: ‘No te soporto más’. Así debió ser, a pesar del requiebro del socio: ‘Le he reconocido el aporte que ha hecho durante este año en una cartera tan importante’. Y el acertijo: ¿Alguien recuerda alguna medida de su Ministerio?
Con el salvoconducto de la legislatura tras la aprobación de las Cuentas, la coalición se había enredado en una pelea, cuerpo a cuerpo, ya sin sordina y un malestar imposible de silenciar: control de medios de comunicación, crisis diplomáticas, expulsión de reyes…
La unción a sí mismo no era una simple reacción al berlanguismo murciano, preludio de la construcción de la pista de aterrizaje al centro político, mediante mociones de censura. Tampoco cabe descartar que la marcha arrancase de una reciente confesión -«Me he dado cuenta de que estar en el Gobierno no es estar en el poder»- agravada por una sospecha: adelanto oculto de las generales este mismo año.
Secuela resultante del agitprop, prodigio de espectáculo y chantaje emocional: ‘Unir a la izquierda frente al fascismo’ es una merma del contingente que toma en serio al agitador, empezando por el comandante-en-jefe que, cansado del insomnio, ahora podrá dormir a pierna suelta, aunque pierda el parapeto que tantas veces le libró del infortunio.
El aguerrido profesor universitario, que puso en duda la ‘plenitud’ de la democracia española y la jefatura del Estado, habría conseguido un mes de propina para sacudir el patio desde el grato burladero ministerial. Responsable de residencias que nunca se dignó visitar, ha irrumpido en la campaña prometiendo ‘levantar las alfombras’ y augurando que la presidenta regional quizá «sean imputada y termine en la cárcel».
Evitar el hundimiento y el cese
Una cuestión nuclear sin despejar: ¿se va del Gobierno, en el que hacía tiempo estaba en modo avión, por voluntad propia o por voluntad ajena? Quizá ha confluido que uno quería irse y el otro, que se fuera. Para el goleador carpanta, la motivación personal habría sido evitar, a toda cosa, el hundimiento de su partido en Madrid y la humillación del cese.
Con reflejos, mezcla de audacia e independencia, a lo que sus votantes no están acostumbrados, la líder madrileña dio la vuelta al tablero, asomando como actriz protagonista en el escenario nacional. Lo hacía torpedeando la idea de montar en Madrid -objeto de deseo para la izquierda- un Gobierno a imagen y semejanza del progresista, con la desunión de la derecha como clave del éxito.
Esta mujer, despreciada por sus contrincantes, ‘carece de escrúpulos y tiene modos poligoneros’, al disolver la Cámara ha preferido que sea el votante quien decida entre derecha e izquierda. El centro en España siempre ha estado en peligro de extinción. La única que ha sido capaz de ganar al nacionalismo catalán, ahora deseosa de borrarse de la foto de Colón, ha planteado una moción de censura contra su propia coalición, sin advertir que el cargador de la pistola que le facilitaron estaba vacío y no ha podido disparar una sola bala.
Los latidos de Rafael Alberti: «Madrid, capital de España, late con pulsos de fiebre…», son anticipo de una campaña sicalíptica. El candidato de la izquierda extrema tiene a punto un menú con denominación de origen: infierno fiscal ‘a la catalana’; ocupaciones; expropiaciones, embate a la enseñanza concertada. Como trasfondo, la hybris (arrogancia, engreimiento, orgullo injustificado) de quien cree tener la gracia divina. No sería de extrañar que en la Comisión Europea, distribuidora de los apremiantes fondos europeos, el ascenso en el escalafón de la vicepresidenta económica, bien conocida en la casa, se reciba con aliento.
En la región más próspera de España, que crea empleo y crece más que las demás, el empeño en mantener vivo el fascismo, con el remedio del comunismo para encarar una crisis sistémica, no deja de ser un anacronismo. A la espera de la lluvia de mayo, describir la gravedad de ‘la que se nos viene encima’, sorteando mentiras sin tener certezas, resulta un ejercicio arriesgado, con lo fácil que es opinar, como escribía Josep Pla.