El ballet clásico, como espectáculo artístico, fue para mí un descubrimiento cubano. Llegué a él por una invitación nada más llegar a La Habana y puede decirse que asistí por compromiso, pero inmediatamente quedé subyugado por el conjunto de armonía y belleza que representa. Allí estaban, para mi deleite, el ballet nacional de Cuba, con su prima ballerina al frente, Viengsay Valdés, una diminuta diosa de la danza, la orquesta nacional de Cuba y, presidiendo desde el palco central, Alicia Alonso, la prima ballerina assoluta. No recuerdo si era Giselle o el Lago de los cisnes, poco importa ya, quedé enganchado.
A la entrada del teatro aún resistían los frescos que mostraban escenas gallegas y la catedral de Santiago; al fin y al cabo, la instalación era solo una parte del Centro Gallego de la Habana, su dueño y constructor hasta 1961 cuando Fidel Castro lo expropió junto con el Centro Asturiano y resto de entidades. La sala, bastante decrepita en aquel 2010, aún lucía encima del escenario el escudo de Galicia.
Alicia Alonso, de familia acomodada cubana, se inició en el ballet en la isla, pero se había formado en Nueva York y Londres y para finales de los cincuenta ya había fundado la Compañía nacional de Cuba, y hasta se había enfrentado a Fulgencio Batista, lo que le daría una posición privilegiada cuando Fidel se hizo con el poder en el 60. El ballet sería protegido por la revolución y Alicia se prestaría a convertirlo en una importante herramienta propagandística del régimen.
A finales del 2010 tuve el privilegio de verla bailar por última vez, era su nonagésimo cumpleaños y apenas fue un medio giro dejándose caer en los brazos del bailarín, pero el aplauso, incluido el de Raúl Castro presente en la sala, fue atronador. Ciega desde muchos años antes aún mantenía con puño de hierro la disciplina de la compañía.
Algún tiempo después conseguí acceder a uno de los ensayos. Llevamos el ramo de flores más grande que pudimos conseguir, pues Alicia, pese a la edad, seguía siendo muy receptiva a los obsequios y halagos. El caso es que pudimos sentarnos a su lado y contemplar cómo, pese a su ceguera y con el soporte de una ayudante de gran nivel, se hacía describir las evoluciones de los bailarines e imponía las repeticiones que hiciesen falta hasta que el movimiento se lograba.
La instalación de la Compañía se encuentra muy cerca del Malecón, allí donde más se siente la humedad caribeña de La Habana. El espectáculo de aquellos cuerpos jóvenes cincelados por el trabajo de años, empapados de sudor, con un cierto temor en los ojos ante la posible regañina de Alicia, es otra de las visiones imperecederas de aquella época.
Alicia, en su ejercicio de directora, decían que era muy dura, dictatorial, e inflexible en la aplicación de castigos. También se comentaba que no era proclive a los “morenos” y por aquel entonces la gente de color apenas tenía representación allí. Pese a todo, siempre había una larga lista de espera para entrar y también una larga lista de deserciones en cada una de sus giras por el extranjero, de modo que hoy podemos contar con bailarines cubanos en casi todas las compañías del mundo.
Ayer en su funeral, en el vestíbulo del Gran teatro, no había mucha aglomeración, de hecho, no había apenas personal, su inquebrantable adhesión al régimen, y posiblemente la falta de transporte en La Habana, parecen haberle pasado factura en su última función.