Si bien, hasta ese momento se descartaba lo que existía más allá de las Américas, nadie conjeturaría que tan sólo un navío de entre los cinco que inicialmente habían zarpado desde Sanlúcar de Barrameda (20/IX/1519), contase años más tarde, con miles de millas náuticas navegadas, para dar a conocer su extraordinaria proeza y la labor de aquellos impertérritos marineros españoles, que harían que una locura se convirtiera en cordura.
Ella iba ser la nao Victoria, la que ni el crujir de la madera o los gritos de los tripulantes en faenas de levar anclas, o las mismas velas golpeadas por los fuertes vientos imprevisibles y el agua golpeando contra sus cascos, iban a impedir que estuviera predestinada a enarbolar las 32.000 millas navegadas por tres océanos inmensos. En concreto, desde España hasta Sudamérica por el Atlántico, para posteriormente pasar por vez primera Filipinas vadeando el Pacífico, y de vuelta rodeando África por el Índico, para nuevamente conectar con el Atlántico.
Algo tan sencillo de describir con estas breves palabras, pero, a su vez, tan complejo de materializar con las evidencias que se constatan.
Por lo tanto, este pasaje pretende rendir homenaje a la emblemática nao Victoria, haciendo honor a su nombre como el primer barco europeo de marca hispana, que logró poner rumbo de Este a Oeste por el Pacífico y ser la primera en completar la primera circunnavegación al mundo; justificándose, que su resistencia no fue fruto de la fortuna, sino de un trabajo meticuloso de los expertos que la confeccionaron.
Cronológicamente, la concatenación de los acontecimientos que estarían por llegar, tendrían su punto de partida en la Edad Media (476 d. C. – 1492), cuando el comercio de las especias estaba a merced de los mercaderes árabes e italianos, que lo trasegaban por mar y por tierra hasta el Mediterráneo. Una ruta que históricamente evaluada, se consideraba interminable y demasiado costosa.
Para contrariar más, si cabe, este escenario, la caída de Constantinopla en 1453, auspició que el Imperio Turco Otomano se hiciera con el control de Asia Menor. De esta manera, consecuentes del alcance que las especias iban adquiriendo para los europeos, los turcos no titubearon a la hora de bloquear el paso y aplicar tasas elevadas.
Con estos mimbres, tanto Castilla como Portugal no le quedaba otra que proyectarse en la búsqueda de otros caminos. Lógicamente, para sortear este anillo de asedio, era imprescindible el hallazgo de otros derroteros por vía marítima que permitiesen alcanzar de forma directa las codiciadas especias, sin tener que pasar por tantos mediadores.
Con todo, entre las postrimerías del siglo XV y a caballo de principios del XVI, muchos fueron los que ambicionaron ver plasmado este deseo y apenas muy pocos, los que definitivamente lo lograron.
Hilvanando brevemente los protagonistas de estas tentativas, véase como ejemplo el año 1488 con el caso del navegante portugués don Bartolomé Díaz (1450-1500), que intentó alcanzar la India por el Este rodeando África. A la postre, no lo logró, porque nada más encauzar el Cabo de Buena Esperanza tuvo que volver. Lo que sí consiguió, fue abrir un resquicio para alcanzar la India ciñéndose al continente africano.
Años después, Cristóbal Colón (1451-1506) trataría de abordar la India, en esta ocasión, por el Oeste. Tenía muy claro el asunto de la esfericidad de la Tierra y que quizás, ultimaría el rastro de las especies. Sin embargo, acabó descubriendo un nuevo continente: América.
Luego, la competencia imperante entre los Reinos de España y Portugal por hacerse con algunos de los nuevos territorios, indujo a que se diseñase una línea imaginaria que fraccionara el mundo en dos franjas, ello se plasmó mediante el Tratado de Tordesillas (7/VI/1494). De esta manera, las tierras que correspondiesen al trazo perpendicular hacia el Oeste, atañerían a los españoles y hacia el Este, para los intereses portugueses.
Acto seguido, en 1498, don Vasco de Gama (1460 o 1469-1524) prosiguió la navegación que en su día había iniciado Bartolomé Díaz; así, tras arquear el Cabo de Buena Esperanza superó el Océano Índico y por fin arribó ante la India. Sin duda, había desenmascarado la codiciada ruta marinera que alcanzaba directamente a las especies.
Por último, como no podía ser menos, don Fernando de Magallanes (1480-1521) empujado ante la sospecha que el mundo era redondo, optó por probar la proeza que Colón no pudo consumar. Es decir, tocar las Islas Molucas navegando hacia el Oeste. Lo cierto es, que afrontó América del Sur franqueando el Océano Pacífico y ancló. Pero, falleció en el trayecto, sin contemplar como su lance terminaría siendo la primera vuelta al planeta y que para siempre convulsionaría el conocimiento.
Con estas premisas que nos hacen retroceder en un encaje historiográfico de espíritu y tradición marinera, que mismamente, llevaron a muchos a vivir toda una suerte de vicisitudes, e incluso a perder la vida y a otros a probar destino en las nuevas tierras, comienza a cobrar protagonismo la gesta de la nao Victoria, donde el destino consagró que sólo fuera ella la única de las cinco que inicialmente partieron, regresando a Sevilla tras tres años por los espacios marinos. Porque, primeramente, la nao Santiago la más pequeña del contingente, encalló en el Puerto de Santa Cruz, en Argentina, cuando avanzaba en solitario a las órdenes de don Juan Serrano a examinar los litorales de San Julián. Pero, como consecuencia de la pleamar, este navío colisionó contra las rocas en la confluencia del Río de la Plata y finalmente zozobró.
Seguidamente, la nao San Antonio, a diferencia de la anterior, más voluminosa y la que llevaba mayor número de tripulantes a bordo (60), junto a la nave Victoria, Trinidad y Concepción, se introdujeron en el indagado acceso hacia el otro extremo de América, por el consabido Estrecho de Magallanes.
En el transcurso de uno de los frentes rastreando esta extensión de madrugada, inesperadamente, su capitán don Esteban Gómez decidió renunciar a la expedición, desertando y poniendo marcha a España, donde arribaría en mayo de 1521.
Más adelante, por la carencia de efectivos para conducirla convenientemente, la nao Concepción es incinerada por los hispanos en Filipinas. En esos instantes, entre la horquilla de mayo y julio de 1521 y sin Magallanes por haber sido asesinato en una escaramuza en Cebú, la dotación se redujo a tan solo 117 hombres. Ante esta coyuntura, la Trinidad bajo el gobierno de don Gonzalo Gómez de Espinosa y la Victoria con don Juan Sebastián Elcano al frente, prosiguen su éxodo hasta tocar las pretendidas Islas de las Especias.
Finalmente, en diciembre junto con la nao Victoria, la Trinidad emprendió su recorrido cargada de clavo, pero nada más salir de la Isla Tidore, hizo aguas y pese a las voluntades por solventar los graves desperfectos contraídos, tuvo que quedarse por la demora en el tiempo que iba a entrever los arreglos que necesitaba en el casco.
Consecuentemente, un 21 de diciembre de 1521 se dispuso que partiese singularmente la nao Victoria con 47 hombres a bordo, con la única pretensión de retornar a España bogando hacia el Oeste; sorteando de esta manera la órbita portuguesa para no ser apresados, discurriendo sin hacer escalas y apartados de las orillas.
Examinando las fuentes bibliográficas del Archivo de Indias, existen cuatro censos de las gentes que había a bordo de la nao Victoria a su regreso, cada una varía de las otras. Justamente, donde más se concreta este hecho es en el apellido de Elcano, en el que se le designa ‘Elcano’, ‘Cano’, ‘Delcano’ o sin más, ‘Juan Sebastián’.
Al partir la nao Victoria en la fecha previamente señalada nada más comenzar esta descripción, llevaba hacinados a 45 integrantes con don Luís Mendoza como capitán, que en escasos meses moriría asesinado.
A su vuelta al lugar de partida el día 6 de septiembre de 1522, es decir, 1.125 días después, la tripulación estaba constituida por don Juan Sebastián Elcano como capitán y 17 hombres, cuando había salido de Sevilla como maestre de la nao Concepción; tomando el comando de esta embarcación en septiembre de 1521 en la Isla de Borneo.
En suma, tan solo habían regresado 18 de los 45 que inicialmente constituían la expedición de este barco y de los 265 que en total habían partido en las cinco flotas en 1519, capitaneadas por don Fernando de Magallanes. Curiosamente, de los 18 hombres que habían regresado extenuados y consumidos, 7 de ellos habían permanecido siempre en la nao Victoria, menos un caso entre los restantes, en el que no se haya antecedentes precisos.
Es de destacar, que entre los supervivientes se encontraba don Antonio Pigaffeta (1491-1534) ocupando el puesto de sobresaliente, que dejó su testimonio por escrito con el célebre relato de las pruebas de lo que realmente había sucedido; anotando con pelos y señales cada episodio del viaje, que luego denodadamente transcribió y facilitó al emperador don Carlos V y a otros personajes de la época.
Un fragmento de esta narración que seguidamente citaré, ha sido la mejor guía para descifrar e intuir el lustre y la desdicha que como en toda obra humana, ha reunido esta epopeya: “El agua que nos veíamos obligados a beber estaba igualmente podrida y hedionda. Para no morirnos de hambre, nos vimos aun obligados a comer pedazos de cuero de vaca con que se había forrado la gran verga para evitar que la madera destruyera las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y a los vientos, estaba tan duro que era necesario sumergirlo durante cuatro o cinco días en el mar para ablandarlo un poco; para comerlo lo poníamos en seguida sobre las brasas”.
El relato continúa diciendo: “A menudo aun estábamos reducidos a alimentarnos de serrín, y hasta las ratas, tan repelentes para el hombre, habían llegado a ser un alimento tan delicado que se pagaba medio ducado por cada una”.
Ciñéndome en la nao Victoria, el indicio principal de este texto, era una nave de alto bordo o borde alto u oceánico, que como cuenta la tradición había sido elaborada en los astilleros de Zarauz, en Guipúzcoa de la que no queda actualmente rastro, por carpinteros junto con los peritos agrimensores, altamente experimentados en sus técnicas. Teniendo un precio de 300.000 maravedíes, comprendiendo el bote y los aparejos.
Los agrimensores eran los responsables en la elección y guía en la corta de los maderos asignados para la fabricación de los navíos. Una tarea dificultosa y selecta como la que les correspondía, al dar el dibujo de los ángulos que hacían las curvas de los árboles nuevos y accesibles de torcer; sirviéndose de las formas naturales de los troncos y ramas de las arboledas en el momento de su tala. Siendo seleccionados los que se localizaban más al Norte, por disponer de una mayor resistencia al agua.
A ello habría que unir los inconvenientes de una travesía en barcos de madera, para la que en aquel tiempo escasamente habían métodos que consiguieran soportar la corrosión. Componentes como el agua, el aire y los bichos o gusanos acababan deteriorando este trabajo refinado. Por ello, los carpinteros y aserradores tomaron una serie de pautas protectoras que las perfeccionaron a base de observar la naturaleza.
Tal como se identifica en la bibliografía que compendia el diseño de estos barcos, una de estas reglas de oro consistía en talar los árboles robles y trasmochos en la fase lunar de cuarto menguante de los meses de noviembre, diciembre y enero, respectivamente. Se ignora los orígenes de las causas reales, en las que el satélite generaba sobre la corta del maderaje; a pesar de ello, los robles cortados en estos meses, tenían una mejor calidad y preservación que los serrados en los otros meses del año.
La materia prima que atravesaron aquellos mares y océanos indeterminados, se obtuvo de la madera de robles originarios de Galicia, específicamente para la estructura de las naves; para el forro del barco, particularmente de los pinos de Valsaín y Los Pirineos.
Del mismo modo, se tiene la opinión que la denominación de la nao Victoria proviene de la Iglesia de Santa María de la Victoria de Triana, lugar destacado para Magallanes, porque allí prometió servir al Rey don Carlos I. El momento de su montaje se desconoce, aunque se estima anterior al año 1518 en que se daría a conocer en los primeros documentos.
La Victoria tenía 27 metros de eslora por 7 de manga y un arqueo de 85 toneles vizcaínos, o lo que es igual, 102 toneladas. Contando con bauprés, vela cebadera y tres mástiles: trinquete y mayor con aparejo de cruz o velas rectangulares; con gavia en el mayor y mesana con vela latina triangular. Debía de armar unas diez culebrinas.
En los comienzos del periplo esta nao operó con una dotación de 45 hombres diseminados en 9 oficiales, 11 marinos, 3 artilleros, 10 grumetes, 2 pajes y otros 10 hombres entre criados del capitán y aventureros, que debían repartirse otros cometidos como clérigos, cirujanos, barberos, carpinteros, toneleros, despenseros o armeros.
De manera sucinta, es justo hacer mención en aspectos como el lastre, los toneles y odres, los suministros alimenticios, las asignaciones de armas y artillería, los aparatos dispuestos para la reparaciones y los instrumentos de la navegación. Así, por encima de la tarima de la quilla se depositaba el lastre, habitualmente integrado por piedras o arenas, que se usaba para que la nave se sumergiera en el agua y se conservara más firme. Evidentemente, cuanto más ocupada estuviese, menos lastre requería.
Como unidades básicas para llevar el agua y el vino y las bebidas de primer menester, se encontraban los toneles y odres. Teniéndose en cuenta, que las vibraciones y sacudidas en alta mar desplazaban a diario las duelas de los toneles, debiéndose ajustar en el acto para que no se vertieran los líquidos.
Las subsistencias de alimentos, se acarreaban en cajas y sacos; en general, la comida era hostil en la calidad y cantidad, por eso en la mayoría de los casos escaseaba. La carne se almacenaba en salazón, pero inmediatamente se estropeaba, así que se solía consumir desde legumbres, hasta frutos secos y galletas o bizcocho de mar, muy desecados para que resistieran las amplias distancias.
Con relación al armamento y la artillería, la nave estaba provista de armas de fuego como morteros, falconetes, bombardas, culebrinas y arcabuces que, propiamente, convivían con armas de mano como alabardas, flechas, picas, ballestas o espadas y otros pertrechos antiguos.
También, se hacía indispensable contar con materiales de repuesto de primer nivel, que ayudasen en las reparaciones con las máximas garantías, como telas e hilos para los remiendos de las velas o cuerdas para los aparejos y jarcias, o anclas de sustitución, sin olvidar, los serruchos, martillos y hachas que eran el trípode indispensable en cualesquiera de los remedios.
Por último, Magallanes se había instruido con conocimiento de causa en astronomía y Ciencias del Mar en Portugal, de ahí que pusiera en escena los instrumentos de navegación más sofisticados de la época como el astrolabio, cuadrante y ballestilla, que recogía la elevación del sol, informaciones del Norte o la sonda para averiguar la profundidad de los fondos; o correderas, para calcular los nudos. Todas por igual, tan primordiales como necesarias para surcar por aquellas rutas inexploradas.
En definitiva, con eldesplazamiento intrépido y siempre arriesgado de la nao Victoria, se daba por afianzada la representación española en el Pacífico a través de Filipinas y la potenciación de los vínculos comerciales y culturales con el ámbito asiático. Inaugurándose una gran corriente productiva transoceánica, que ensamblaría de manera inacabable los continentes europeo, americano y asiático durante más de tres siglos.
Análogamente, nuevos territorios y mares recién hallados fueron designados como Montevideo, Bahía de San Julián, Cabo de las Once mil Vírgenes, Cabo Deseado, Estrecho de Todos los Santos, Tierra del Fuego, Patagonia, etc.
Tampoco, podían ser menos, las muchas lenguas, etnias y costumbres a la sazón ignotas, que los exiguos metros de eslora, manga y arqueo de la célebre nao Victoria iban a marcar en el punto cardinal, lo que hoy conocemos como la globalización.
*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ con fecha 24/IX/2019.