viernes, abril 19, 2024

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Un gran Rey, para una España convulsa y agitada políticamente

Es indudable, que el acontecer de los tiempos otorga y a la vez arrebata algo tan representativo como es el raciocinio de la raza humana, retractándose paulatinamente en un inquisidor inexorable e inclemente a la hora de disiparlo.

Actualmente, es irrefutable que transitamos por momentos decisivos en el devenir de la Nación, en los que irremisiblemente se nos exige confrontar una nueva etapa política con altura de miras y sentido de Estado; con la grandeza de interiorizar el interés general para desenmarañar la encrucijada en la que estamos envueltos.

Un periodo apremiado por la polarización y los individualismos intrigantes y en pleno conflicto de la multilateralidad, donde las monarquías parlamentarias a duras penas subsisten: algunas, con goteras en su salud; mientras otras, comprometidas a rejuvenecerse como instituciones atómicas de las democracias europeas.

En este escenario fluctuante, el independentismo catalán monopoliza sus mecanismos con símbolos, o desprecios al Rey, o quema de fotos y banderas; todos, como alegatos de persona no grata, pero sin ninguna argumentación, excepto el de su rebeldía en un ejercicio de desmoronamiento hacia uno de los pilares esenciales del Estado. Entretanto, la izquierda populista quiere coronarse con máximas sensacionalistas, sin llegar a justificarlas.

A pesar de este maremágnum irresoluto, la Monarquía Española valerosamente está afianzada, es dinástica, absolutamente democrática, remozada, cristalina y constitucional.

Pero, tampoco es menos cierto, que España, ni mucho menos está mejor, porque sus retos preferentes, llámense la vertiente territorial o la económica, demográfica e institucional, no sólo continúan latentes en sus debilidades y fortalezas, sino que muestran más inconvenientes y riesgos.

Lapsos en los que ha de afrontarse una fase simuladamente hegemónica de la izquierda, apta para emprender cualquier despropósito con la complicidad de los golpistas.

Un País como España, con un sistema democrático firme y férreos ideales al desarrollo, es indiscutible como legítimo, que confluyan fuerzas políticas de diferentes adscripciones.

Pero, lo que ya no es tan lógico y ni mucho menos legítimo, que personas con competencias del Gobierno arremetan sistemáticamente contra la Institución Real, sobre la que realmente se modula el entramado colectivo. En este caso, lo que todos conocemos como la ‘Monarquía Parlamentaria’.

Si bien, desde que ocupara la Jefatura del Estado, Su Majestad el Rey Don Felipe VI evidencia una elegante imparcialidad en el ejercicio de sus ocupaciones, se constata a todas luces, el rechazo, ultraje e insolencia que en ocasiones recibe por parte de Representantes de la Administración. Quienes, por cierto, no deberían soslayar que el Monarca tiene como mandato principal “guardar y hacer guardar la Constitución”. Y esto, antes que nada, pasa por respetar de manera tajante a las instituciones, comenzando por la Corona.

Con estos mimbres inquietantes, recién estrenada la XIV Legislatura y consecuentes que la Corona en el diseño constitucional es el puntal del sistema democrático, no cabe duda, que las fuerzas populistas y separatistas han iniciado su particular campaña de descrédito y de arremetidas contra la Monarquía Española, que en el fondo desenmascaran la obcecación por dinamitarla.

En unos trechos pedregosos como los reinantes, este pasaje no pretende ahondar en el extenso dietario de la ética y la moral; en términos más moderados, aguarda tomar como punto de partida las reseñas del universo humano.

Si acaso, centrando una mirada retrospectiva en los espacios en los que resulta indispensable descubrir que los valores y principios que nos concretan como sociedad evolucionada, están siendo claramente impugnados por posiciones y enfoques que, o bien lo hacen prescindir, o como mínimo, aspiran a postergarlos en intereses apartados del bien común.

Aunque, habitualmente las personas son las que, desde las administraciones, o el ámbito empresarial, e incluso, aquellas que particularmente deducen abiertamente que intervienen en paralelo con los valores y principios que nos son propios, se preocupan por impulsarlos.

Lo cierto es, que el entorno vigente nos desvela que en sobradas circunstancias priman los intereses políticos o económicos, que, en definitiva, son los que justifican este comportamiento. De ahí, que se vislumbre una ruptura hasta concebirse, que los valores morales y los principios éticos se enjuician como impedimentos invocados erróneamente a ser descartados, para llevar a término los objetivos que cada individuo se proyecte.

En este sentido, es justo y obligado señalar, que nunca ha existido una época ideal en la que haya sido manifiesta la preeminencia de los valores y los principios por encima de los intereses.

Admitiéndose que existe una contracción permanente entre ambos, por lo que cabría interpelarse, si la desmembración de los valores y los principios frente a los intereses en general, son inalterables o prevalecería alguna tendencia que permutase en la forma de operar.

En esta situación, la Monarquía de S.M. el Rey Don Felipe VI y su sucesora, Su Alteza Real Doña Leonor, valga la redundancia, es una Monarquía del presente y para el futuro, que, al igual que otras tantas monarquías parlamentarias europeas, traza unas lógicas garantías para hacer frente a los múltiples desafíos del siglo XXI.

En consecuencia, la Monarquía equidistante a la República, que es anacrónica e incongruente con la democracia, la prosperidad y la innovación; cualquier comparativa o contraposición que se haga al respecto, resultaría ambigua e indeterminada; porque, ni todas las repúblicas priorizan los valores democráticos, como del mismo modo, no todas las monarquías encarnan lo contrapuesto.

Sabedores, que en repetidas coyunturas se ha eclipsado esta realidad, la Monarquía Parlamentaria es una forma de Estado que limita los poderes del Rey en favor del Parlamento y del Ejecutivo, pero, que no le desmarca para nada de su autoridad en defensa de la Nación. Por eso, lejos de falacias denigratorias cimentadas en la fórmula sucesoria, que es lo que suele predominar, Don Felipe VI, posee un sentido de la democracia y del deber exquisitos, que lo hacen ser Digno de la confianza del Pueblo.

Ahora bien, España como Territorio, con 17 Comunidades Autónomas, 50 Provincias y 2 Ciudades Autónomas, es un hecho concretizado en una Historia antiquísima a sus espaldas, no es una obra administrativa inacabada; es un contexto que precede en decenas de centurias a la propia Carta Magna de 1978. De hecho, aunque resulte incoherente presuponerlo, esta Heredad la hemos obtenido gracias a nuestros antepasados, habiéndola de transferir a las siguientes generaciones, si es posible, mejorándola de sus muchas irregularidades y anomalías.

Habiendo de sopesar, como matiz inherente sobre la apreciación que realicemos de nuestra Patria, que no estamos habituados a existencias que no sólo nos aventajan gigantescamente en la dimensión del espacio, sino que también, con una amplitud análoga en los tiempos.

Asimismo, la Monarquía Española es anterior a la Constitución y actora herradora de la propia Nación. Siendo los Reinos y Condados los que pertinentemente se ensamblaron junto a sus Soberanos, en la composición que, hoy por hoy, el escudo de la Bandera nos describe.

Y no lo materializaron por el antojo de sus monarcas, porque, en tales casos, a veces, las alianzas dinásticas no marcharon lo adecuadamente. Las uniones regias se cristalizaron previa o paralelamente, donde se estaban fusionando los lugares que en aquellos precisos instantes simbolizaban.

Finalmente, fueron los impulsos y aspiraciones como las de Don Pelayo (685-737 d. C.); o, tal vez, las de Don Sancho III de Navarra (965 d, C.-1035); al igual, que San Fernando (1119-1252); o Doña Isabel la Católica (1451-1504) o Don Fernando II de Aragón (1452-1516), las que lideraron el entusiasmo y el anhelo por una Tierra que a borbotones diseminaba su encomiable cultura, así como sus leyes, idioma o religión, por cualesquiera de los rincones de los continentes europeo, asiático y americano.

Obviamente, en un repaso sucinto por estos trechos angostos, la presencia de un sinfín de ambiciones y consejeros incapaces, hubieron de paralizar el auge deseable de España y la hicieron teñirse de sangre con irremediables guerras civiles.

Posteriormente, con tantísimos siglos tonificándose en las vicisitudes empeñadas por su temperamento; además, de la justicia, los símbolos, la unidad territorial, la diversidad o su magnificencia, España, es uno de los reinos más destacados del planeta. Donde, la Monarquía Española, dignísimamente simboliza el valor incalculable de sus regiones, aldeas y poblados.

Con lo cual, la Familia Real Española, que evidentemente reproduce nuestra Monarquía, es una huella venerable de nuestro pretérito, que nos engarza a Ella, haciéndolo presente en su ensamble con la colectividad contemporánea y direccionándola con orden y sin pausa, a un mañana que cada día construimos.

Desentrañándose la trascendencia irrefutable que la praxis de la Corona tiene en las mentes y corazones de cuantos nos sentimos españoles; rematándose con cuanto de inmejorable se origina con la honorabilidad, legitimidad y prolongación, en el ser o no ser, como ninguna otra superficie podría plasmar.

El texto preceptivo que hace referencia a la Corona, en su Artículo 56 define literalmente al Monarca: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las Leyes”.

De esta manera tan rotunda, el Título II de la Constitución rubrica los desempeños para ‘Alguien’ que trabaja denodadamente como Soberano de España.

Sin embargo, se hace notar, que erradamente tenemos tendencia a especular los cometidos simbólicos de S.M., entreviendo que no tienen peso. Los especialistas constitucionalistas coinciden en avalar que el poder emana del pueblo, es soberano y quien designa a sus gobernantes. Luego, el Rey goza de autoridad, pero no de poder, que lógicamente no es lo mismo.

Pero, sus excelentes facultades adquieren una importancia notable, porque amortigua e intercede en el movimiento cadencioso de las instituciones, como la firma de tratados y otras acciones de Estado; e implícitamente, puede proponer a las fuerzas políticas y a sus responsables. En resumen, S.M. desempeña funciones de vital alcance en el resultar de la Nación, haciéndolo en la más incondicional discreción.

No debiendo soslayarse de este escenario, que desde que asumiese la Monarquía, Don Felipe VI, ha afrontado dos situaciones verdaderamente angustiosas, que me atrevería a calificar de excepcionales por lo que han protagonizado:

Primero, la manifestación celebrada en la Ciudad Condal el 26/VIII/2017, a raíz de los atentados terroristas perpetrados en Barcelona y Cambrils el 17 de agosto, fue enardecida por constantes pitidos y abucheos destinados al Rey; un episodio valorado por los expertos como una artimaña de lo que más tarde ocurrió en el otoño independentista.

Y segundo, ante un relato abocado a la sinrazón como el que se desarrolló en Cataluña, el discurso pronunciado por S.M. en la noche del 3 de octubre impecablemente constitucional, permitió restaurar la serenidad de los ciudadanos, cuando habían transcurrido tres días del levantamiento revolucionario, materializado por las autoridades de la Generalitat; sin inmiscuir, el artificio de la Policía Autonómica de Cataluña, conocida como los Mossos de Escuadra; la propaganda subversiva y los improperios a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.

Un mensaje claro y conciso a los millones de catalanes no independentistas: “No os dejaremos solos”. Y es que, en la Norma Suprema refrendada por el Pueblo, Nuestro Monarca es el símbolo de la unidad, debiendo mantener el orden institucional y la correcta articulación de las instituciones.

Palabras tan directas y con tanta vivacidad, destello y dignidad, que urgentemente precisaban ser escuchadas por los españoles, abocados a la insurrección puesta en curso con desazón y degradación. Frases que decisivamente conquistaron el vacío errante, ante el apocamiento y el revés de los sucesos consumados que minaban la vida nacional.

Indiscutiblemente, era lo peor que podía acaecer ante la prueba de contrarrestar la causa conspiradora de secesión, que en estos tres primeros días turbulentos de octubre había ganado enteros. La insubordinación de los Representantes de la Generalitat había sobrepasado la línea roja, con incuestionable desobediencia de los mandatos de las más altas instancias judiciales.

La deslealtad de los Mossos de Escuadra había sumergido la torpe maniobra gubernamental; una cruzada al servicio del fingimiento que empantanó la jornada del 1 de octubre con rumores ilusorios y manipulaciones, que impregnaron con ingratitud el sentir internacional.

El nacionalismo más intransigente y pendenciero estaba tomando las calles e intimidando a quiénes no se doblegaban a sus preceptos.

Por otro lado, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado soportaban todo tipo de vejámenes y afrentas. Toda vez, que los partidos protectores del orden constitucional eran objeto de persecución, para constatar ilegítimamente que no eran válidos en el nuevo orden nacionalista.

En esta tesitura maquiavélica, el Sr. Puigdemont seguía invadiendo el Palau de la Generalitat manejando la sublevación y conforme al Artículo 153 de la Constitución, se mostraba como la representación del Estado en Cataluña.

Por supuesto, desde el 10 de septiembre al ratificar el Parlamento la llamada ‘Ley de Transitoriedad’, eludía todos los procedimientos de las democracias liberales, erigiéndose en ‘Presidente de la República Catalana’.

Este doble semblante de quién presidía Cataluña, era algo burlesco y ridículo, porque así lo percibíamos los españoles, viendo una revuelta en la que no era necesario dar ningún golpe de mano, porque los amotinados ya estaban en su interior.

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© Solemne Apertura de la XIV Legislatura del Congreso de los Diputados. National Geographic de fecha 07/II/2020, la breve reseña insertada en la imagen iconográfica es obra del autor. 

De todo lo aquí expuesto, era para menos, que el mensaje de S.M. el Rey describiese a las mil maravillas este ambiente inepto, e indudablemente, de fractura del orden constitucional, sin reticencias ni rodeos. Convirtiéndose en la onda expansiva que exigió la rehabilitación del orden constitucional, mediante las reglas democráticas y la salvaguardia de los derechos de los ciudadanos que residen en Cataluña, como los que lo hacen en cualquier punto de la geografía nacional.

No quedaba otra, que, sin tregua, estas palabras fuesen consideradas por los partidos constitucionalistas. Los días retrospectivos, habían robustecido la carrera incendiaria, llegando a cotas inimaginables que la recuperación del orden constitucional requería de una ingente labor.

Ante ello, estas dificilísimas horas en la Historia de España, reivindicaban de gran generosidad, saber estar, pero, sobre todo, de un patriotismo titánico; como S.M. el Rey Don Felipe VI completó con su tarea en el marco de las atribuciones que la Ley Fundamental le concede. Apuntalando y consolidando el Estado Social y Democrático de Derecho atribuido en su Artículo 1.

Complementando todo lo fundamentado, Don Felipe VI es un hombre y un Rey de su tiempo; uno de los requerimientos cardinales que acompañan a un gran líder como Su Majestad, en esta inexcusable capacidad de adaptación al pulso histórico y social del medio en el que se le insta a ser un referente.

Y no solo eso, porque más que adaptabilidad, lo definiría como elemental la virtud que acumula, al anticiparse a las muchas ansias o esperanzas, o dificultades y desvelos, atesorada como un bien común en pos de sus ciudadanos, que lealmente se congratulan de conservarlo como Su Hacedor al Servicio del Pueblo.

*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 11/II/2020.

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