La pandemia del SARS-CoV-2 trágicamente acabó con sus vidas y sentenció a sus familiares a un adiós sin despedidas, viviendo el inmenso dolor en el aislamiento establecido por la alerta sanitaria que inmovilizó y continúa inmovilizando a la aldea global.
Hoy, por antonomasia, reflexionamos profundamente y su vez, cedemos el testigo a quienes desean poner rostro a tanto sufrimiento, sin un beso y un abrazo. Porque, cruelmente, el agente patógeno ha segado cientos por miles de historias de almas que nos contemplan desde el cielo: parientes, allegados, compañeros, amigos, conocidos, o tal vez, aquella persona que en la rutina cotidiana nos habíamos acostumbrado a intercambiar unas sencillas palabras, como ‘buenos días’ o ‘buenas tardes’. Luego, el escenario epidemiológico que padecemos es amargo y reiteradamente punzante, por las circunstancias excepcionales que nos desbordan.
En esta tesitura, estas líneas pretenden ser un bálsamo con el que nos solidarizamos, rendimos nuestro más sentido, sincero y cariñoso homenaje a cada uno de los difuntos y familias, que sobrellevan las consecuencias de esta espantosa enfermedad. Irremisiblemente, las campanas de los templos, iglesias, capillas o ermitas no doblan como habitualmente lo harían, porque en esta ocasión, quién ha perdido a un ser querido no las necesita para evocarlo y revivirlo en la memoria. Sin embargo, como cada año nadie falta a la cita suprema de honrar con emoción la festividad de ‘Todos los Santos’, el ‘Día de los Difuntos’ y el ‘Día de los Caídos por la Patria’.
Solemos comentar que cuando pretendemos refrescar la memoria, estamos recapitulando en el arcano del ayer. La expresión en sí, puntualiza un rasgo característico de la naturaleza de los recuerdos y, como tal, requiere de unos cuidados necesarios. Valga la redundancia, la memoria se cimenta a diario, es una edificación común que hay que recomponer para que el tiempo no acabe substrayéndola.
En este contexto, el COVID-19, ha punteado el mapa de España con un sinfín de socavones que los recuerdos habrán de inundar; porque nos ha despojado de vidas y se ha ensañado escarbando en heridas abiertas por el retraimiento que dictan los posibles contagios. Y, como no podía ser de otra manera, golpeando a los que quedaron imposibilitados de acompañarlo en los últimos instantes, como de velarlo en torno al consuelo de familiares y amigos y otorgarle la sepultura deseada.
Las cifras de exceso de mortalidad, evidencian que nuestro país es uno de los territorios más castigados del planeta y donde el virus está ocasionando daños en proporciones inenarrables. Pero, cuando nos referimos al tormento contraído, los números jamás describen la verdad. Detrás de cada aumento numérico en los recuentos existe un lamento; o quizás, un vacío ahogado en las entrañas; o los fragmentos de una aflicción que se emplaza en el organismo de los deudos y la amargura que deja tras de sí la reminiscencia de un relato con los que lo compartieron.
Todas y todos, merecen en mayúsculas la legítima oportunidad de conmemorar y acondicionar un entorno en el que rendir tributo a los suyos, rescatando la dignidad de la despedida que el coronavirus les arrebató. De ahí, que este texto ceda la voz a las exclamaciones que mejor pueden reproducir el enorme desierto que ha quedado tras la partida de estas personas.
Probablemente, un día sobrio en la grandeza, pero excelso en lo espiritual, porque hablan los que tuvieron la dicha de conocer a los que se durmieron, sintiendo el pálpito y la cicatriz de sus vidas. Nadie mejor que ellos para visibilizar el legado que nos dejan.
Digamos, que de alguna u otra forma, la epidemia ha desmembrado a la sociedad en dos fisonomías. A un lado, los individuos a los que el virus sin tregua, continúa siendo una advertencia, implicando ser más o menos amenazante y gravoso, pero que, de momento, no ha producido ningún estropicio en el vivir cotidiano. Y esto, en cierta manera nos otorga ironizar sobre las contrariedades del autoconfinamiento, o del uso de la mascarilla, el distanciamiento social, etc., aunque sea para amedrentar los recelos y conservar a tono el estado anímico.
Y, por otro, transitan las personas que han visto como en un abrir y cerrar de ojos, han contraído la infección con sus consiguientes secuelas, o ver desaparecer a alguno de sus más cercanos con el desgarro emocional de enfrentarse a coyunturas inhumanas, por la ausencia irrevocable de ese llanto sin compartir.
En este último caso, sin apenas perspectiva de rescatar lo que era su realidad anterior al flagelo de la enfermedad infecciosa: introduciéndose en una angustia tenebrosa y en una desdicha con tendencia a dilatarse.
Con lo cual, se confirma una tragedia transversal para una sociedad que es testigo en grado sumo, de la convulsión de sus afectos y en los que no se debe monopolizar el recuerdo y respeto de las víctimas.
Cuando desaparezca la tempestad de la segunda ola, habrá que impedir que los dolientes pasen a ser poco más que un dato de las estadísticas, o unos dígitos sanitarios, o un simple balance limitado a la vertiente de la investigación. El coste humano de lo habido y por haber es demasiado elevado y turbulento, como para no salvaguardar de la omisión la memoria de los ausentes.
Ni las dificultades sociales en ciernes, como el desastre económico motivado por el entumecimiento de los diversos sectores, ni la premura en la activación de los mecanismos de la economía, tienen que encubrir el hecho que el mal nos ha desposeído para siempre de compartir el futuro con los que ya no están.
Queda claro, que, en esta fecha singular, desempeñamos el deber moral de perpetuar a los fallecidos por la pandemia con una sencilla dedicación y promesa de honrarles con la evocación que merecen, considerando esas manos rugosas y esforzadas y los rostros que lo dieron todo para levantar la España que actualmente conocemos.
Es más, deberíamos invocarlos sin miedos, para que se incrusten en la memoria fusionada con el retrato consumado de sus vidas.
En este recorrido de intenso aroma a crisantemos, gitanillas o petunias hasta reencontrarnos ante los monumentos, panteones, mausoleos o nichos que aguardan en la quietud del silencio, recogimiento y oración, donde reposan para la eternidad nuestros compatriotas, es posible palpar lo que aún queda de ellos: sus recuerdos y memoria.
Mimar los pétalos de una flor con ese rojo penetrante que te retrae a la pasión; o los labios deseosos y anhelantes que ansían ser rozados y besados. Y quién sabe, esos ojos que pulsan el corazón y alcanzan el sótano más recóndito, hasta acariciar los surcos que no pudieron sanarse en su debido tiempo. ¿Y qué es del alma? Ese hálito que regresa por medio de la oración y hace de ese cruce un soplo inmortal, con el que se desmoronan los anacronismos pendientes y los inviernos que a veces residen en lo secreto; o las noches oscuras sin luna que acampan en el desvelo agitado.
Si te ha prendido este intervalo admirable de cara a tu ser querido, no lo dejes marchar y tampoco lo desaproveches, porque es un presente que viene de lo alto y está coronado por el Espíritu Santo.
Porque en los sepulcros radiantes que destilan el sentimiento honrado como la principal divisa que los acompaña, nos inclinamos con reverencia para depositar el refrendo de fidelidad y escuchar con sigilo los responsos que brotan del interior. Unos minutos renovados frente al pasado, hasta quedar envueltos en la quietud y entremezclarse con el olor de su presencia en la paz.
Benditas manos que palpan, ojos que prenden la generosidad, dedos que comunican los estremecimientos en pieles envejecidas o que prodigan la fuerza como los que se fueron; porque las caricias alivian, renuevan, apaciguan, dulcifican y calman.
¡O bendito sentido, que hace palpitar el corazón al roce de la piel de las personas que se aproximan desde la finitud, arrullando y ofreciéndote los sentimientos más puros con las delicadas sensaciones que todo lo acorrala y convierte en armonía!
Con estos mimbres, la experiencia vivida en estos meses con aciertos y errores, afrontando una crisis epidemiológica sin precedentes y con una lista infinita de biografías truncadas, nos induce a subsanar cuántas deficiencias clamorosas pudieron ocasionarse.
Sobraría mencionar el funcionamiento discordante de algunas residencias de ancianos, o los recursos predispuestos para avalar la dignidad de los internados y el control público de los mismos.
Y es que los expertos se han pronunciado al respecto, en alusión a una gestión inconclusa e inadmisible del duelo en el ámbito familiar. Porque, este luto complicado de asimilar en estadios con una grieta emocional inclasificable, ha alcanzado cotas insospechadas para que transite por la vía deseable, con el cuidado que se requiere y no se convierta en un pena crónica e indescifrable.
Es incuestionable que gran parte de la tribulación de muchas familias, es el resultado agrio de las salvedades en la praxis y atención de estos centros, encaminados a patrocinar una rentabilidad máxima con recursos mínimos o, en todo caso, escasos; y a la conveniencia de los servicios públicos sobre lo que ocurría entre sus paredes.
Y esto, no debe producirse.
¿Acaso, el proceder del personal sanitario que atenuó cuanto pudo la separación de los allegados, mitigó la agonía e incomunicación de las víctimas?
El precio en vidas consignado por los profesionales, es igualmente imborrable y ha sido merecidamente agradecido por la ciudadanía con elogios y aprobaciones en los días más críticos de la virulencia endémica.
Confinados en sus domicilios y a la expectativa de una llamada telefónica, los testimonios resaltan el duro trecho circundado hasta el camposanto; porque, por entonces, no había otra fórmula que disminuyese las redes de contagios, mostrando una muerte anunciada para los que tuvieron que pasar por este valle de lágrimas, ante la zozobra de la pérdida sufrida.
Con todo, a lo largo y ancho de los siglos, las civilizaciones y culturas han dispuesto una forma diferenciada de comprender el tránsito de la vida a la muerte y dignificar a los difuntos. La solemnidad inicialmente referida, según la tradición católica y apostólica, es el momento de implementar el rito litúrgico de las personas que, por algún u otro hecho, han fallecido y reciben el reposo eterno esperando la resurrección.
Pero, la cuestión subyace, en intervalos complejos como los de ahora, ¿honramos debidamente a nuestros seres queridos?
Nadie pone en entredicho, que el colectivo de mayores es el más golpeado por los azotes del SARS-CoV-2. Hombres y mujeres con relatos surcados por los inconvenientes de un país atribulado por la guerra y posguerra, que posteriormente, hubieron de abandonar su morada natal para labrarse un porvenir mejor. Con esfuerzos denodados y renuncias personales, salieron adelante y ayudaron al restablecimiento de la democracia, hasta afianzar el progreso que hoy disfrutamos.
Si bien, en estos trechos infranqueables los más longevos están pereciendo, una amplia mayoría lo hace aislado y desamparado, sin tener a su vera a hijos y nietos que lo agarren de las manos, ofreciéndoles su ternura o sencillamente, donándoles una mirada de cariño. Así de doloroso, se van sin una última visión o palabra de sus familiares. Muchos, sin velar el cuerpo y con un enterramiento precipitado y restringido.
En aras del alivio subjetivo, somos conscientes que los extintos no estarán físicamente cuando desaparezca la pandemia, pero sí lo harán espiritualmente y sus más próximos pondrán todas sus energías para que se cumpla su última voluntad.
En las mentes y corazones, como en la conciencia, sí que permanecerá una servidumbre moral que influirá en las generaciones venideras, para que en el mañana se salvaguarden esos valores y la premisa de honrar debidamente a nuestros queridos difuntos, que en cierta manera garantice el respeto anhelado.
En España, disponemos de un ceremonial solemne en ofrecimiento a los ‘Caídos por la Patria’, mediante un protocolo castrense encomiado para glorificar y encumbrar la remembranza de los componentes de las Fuerzas Armadas.
En los prolegómenos del mismo se pronuncia un pasaje que dice literalmente: “Lo demandó el honor y obedecieron, lo requirió el deber y lo acataron; con su sangre la empresa rubricaron y con su esfuerzo la patria engrandecieron. Fueron grandes y fuertes, porque fueron fieles al juramento que empeñaron. Por eso como valientes lucharon y como héroes murieron”.
No cabe duda, que todos somos iguales ante una perturbación de este calado y como expone el proverbio: “Una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja”. Sirva esta consideración, en deferencia para que los tiempos precisos y los que están por llegar, confieran la ofrenda que no habrá de borrarse de cuántos han desaparecido despiadadamente por la pandemia.
En consecuencia, conforme despertamos de una angustiosa pesadilla que nos supone esta certeza epidemial, atrás quedan férreos meses de ruptura y estilos inusuales de bienestar a los que a duras penas nos hemos amoldado; pero también, una cifra fatídica de óbitos que entrañan nombres propios. A lo mejor, gente anónima que dejan un hueco agudizado por las espinosas condiciones del tránsito: la soledad. Dejando tras de sí, el rastro incisivo de un duelo incumplido e inacabado.
Entre lo más inimaginable de los efectos en el paso insospechado del coronavirus, se enfatiza el destierro que envuelve como mortaja a tantas personas que quedan errantes, así como la orfandad de sus deudos a la hora de un adiós condicionado por las limitaciones aplicadas en la severidad del patógeno.
Todas y todos, se percatan del calvario indecible de esa despedida más íntegra rodeados de familiares y amigos; confesando estar enfrentándose a la impresión imaginaria, que pese al deterioro psíquico, el difunto está más cerca que nunca y su voz no cesa de hablarle.
En el fondo prevalece una extraña sensación: algunos de sus deudos reviven el presentimiento de saber que no han terminado de partir. Como del mismo modo, sueñan con realizar el culto de las honras fúnebres cuando este enemigo invisible sea derrotado, y por fin, congregar a las personas que no entrevean riesgo alguno de propagación.
De lo aquí expuesto se desprende, que la raza humana está creada para corresponderse, estrecharse y besarse con sus semejantes más íntimos. En otras palabras: estamos proyectados al contacto físico, en los que el tacto es valorado como el primer sentido que contraemos y la piel, es el órgano sensorial más importante.
Un escueto abrazo por muy insignificante que éste pudiese parecer, llega a complacer una gama de necesidades emocionales y físicas de las que muchas veces no somos conocedores. El tacto vigoriza la relajación del cuerpo y la mente, porque al tocarnos creamos más serotonina, intensificándose el estado de ánimo y menos cortisol, la hormona del estrés. Obviamente, el ritmo cardíaco y la presión sanguínea se reducen.
Por lo tanto, la privación del contacto físico puede ser nefasto para esa persona que se consume en el lecho, lo que se denomina ‘hambre de piel’ o ‘hambre de contacto’; quedando justificado el estar constantemente conectados sensorialmente con nuestros seres queridos.
Finalmente, sumidos en este escenario indeterminado y llamémosle recalcitrante, donde las heridas emocionales no tienen fecha de prescripción, a través de la aprobación de un Decreto de la Penitenciería Apostólica, nos queda el consuelo de extenderse el período para ganar la ‘indulgencia plenaria’ por los difuntos, prorrogándose a la totalidad del mes de noviembre y así eludir los hervideros de fieles en los camposantos o lugares de oración, en concordancia con las disposiciones sanitarias que irremediablemente llevan a extremar las pautas de distanciamiento, como regla de oro.
Así, lo ha comunicado el cardenal Mauro Piacenza (1944-76 años), en calidad de penitenciario mayor del Vaticano: “Este año, en las actuales contingencias debidas a la pandemia del COVID-19, las indulgencias plenarias serán prorrogadas todo el mes de noviembre, con adecuación a las normas y condiciones para garantizar la incolumidad de los fieles”.
En esta situación inédita y eso añade diversos matices en la idiosincrasia del duelo que están soportando muchísimas personas, hago mío el rezo de la oración por todos los difuntos que en este día resplandecen en el cielo: “Que el Señor de la vida y la esperanza, fuente de la salvación y paz eterna, les otorgue la vida que no acaba, en feliz recompensa por su entrega.
Que así sea”.
Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 2/XI/2020.
Fotografía: National Geographic de fecha 28/X/2020. La breve reseña insertada en la imagen iconográfica es obra del autor.