Apenas elegido hace cuatro años Donald Trump presidente de los Estados Unidos de América, recuerdo haber leído una encuesta en la que se preguntaba a varios pequeños escolares qué sabían del nuevo presidente norteamericano, y la definición más cáustica y certera de cuantas manifestaron los niños sobre Donald Trump fue la de uno que dijo: “Creo que es familia del Pato Donald”. Aunque si fuera posible ese parentesco, Trump lo sería en realidad del tío Gilito. Porque el multimillonario presidente ha hecho gala continuamente de una vanidad y un orgullo extremos. Ya recién tomada posesión de su cargo, en una primera reunión de dignatarios internacionales celebrada en Europa, dio a conocer lo que significaba ser el primer mandatario mundial y, retransmitido por televisión, cuando los estadistas iban a posar ante las cámaras, como él había quedado imperdonablemente en una segunda fila, con violentos empujones apartó a los que le interceptaban la delantera para situarse en el lugar que, desde luego, le debía corresponder.
A partir de entonces, siempre ha hecho valer su suprema posición, a la que ahora le está siendo muy difícil renunciar. Aunque sea a costa de poner en duda la legitimidad y el carácter democrático de las recién celebradas elecciones presidenciales en los Estados Unidos, y de dividir en facciones enfrentadas, incluso con violencia, a sus compatriotas, como estamos viendo en los reportajes televisivos, pues se ha producido una peligrosa división entre los partidarios de Donald Trump y los que no lo son.
Muchos rasgos caracterizan este agonizante periodo presidencial: el exhibicionismo mostrado cada vez que firmaba alguno de sus polémicos decretos en el Despacho Oval de la Casa Blanca. El desprecio y hasta el maltrato infringido a los periodistas que no le agradaban. La justificación de las agresiones a quienes no le simpatizan. El negacionismo a la gravedad de la actual pandemia de la covid-19 y la burla a los que utilizaban las mascarillas, lo que le ha costado al matrimonio Trump y a muchos de sus colaboradores estar en cuarentena. Mentir a sabiendas en sus irresponsables y cotidianos mensajes en “twitter” para defender propuestas racistas o xenófobas. Y ha sido inquietante su falta de autocontrol y su intolerancia a cualquier crítica…
También son innumerables los asuntos en los que Trump ha mostrado criterios atolondrados, rompiendo tratados internacionales y alianzas largo tiempo establecidas. A la economía española la ha maltratado imponiendo, sobre todo a los productos agrícolas, duros aranceles sin parangón con otros países europeos. Pero, como lo hacía supuestamente en beneficio de su país, se ha ganado la admiración de millones de compatriotas, entusiasmados por estos gestos del presidente. Sin embargo, la mayoría de las élites intelectuales y artísticas no lo apoyan, como no lo han apoyado tampoco ahora ese mayor número de votantes a los que él acusa de tramposos, porque si han ganado, algo que todavía no acepta, será con unas votaciones amañadas. A pesar de que, según ha asegurado un comité perteneciente al Departamento de Seguridad Nacional, las pasadas elecciones han sido, desde un punto de vista técnico,“las más seguras en la historia». Y en otro comunicado, el Comité Ejecutivo del Consejo de Coordinación Gubernamental de Infraestructura Electoral, encargado de la seguridad de los sistemas electorales en el país, ha manifestado que: “No hay pruebas de que ningún sistema de votación haya eliminado o perdido votos, haya cambiado votos o haya sido afectado de alguna manera». El organismo ha indicado, sin embargo, que los funcionarios electorales «están revisando y volviendo a comprobar todo el proceso electoral antes de finalizar el resultado». «Todos los estados con resultados ajustados en la elección presidencial de 2020 tienen registros en papel de cada voto, lo que permite la posibilidad de volver y contar cada papeleta si es necesario», ha señalado el comité, al detallar que ese proceso «permite la identificación y la corrección de cualquier error o equivocación».
Pero el presidente Donald Trump se sigue negando a reconocer su derrota y ha denunciado sin pruebas un fraude electoral, al tiempo que ha emprendido una estrategia legal basada en una serie de querellas que de momento no han tenido éxito. Es el triste epitafio para el multimillonario presidente, todavía, de los Estados Unidos de América, con ínfulas de emperador.