El abogado de la Comisión desnudó la transacción sin ambages: impunidad por poder
La ley del perdón ha aterrizado en Luxemburgo, sede del Tribunal de Justicia de la UE, flanqueada por actores de peso: Comisión Europea, Tribunal de Cuentas, Audiencia Nacional, Fiscalía, Abogacía del Estado y Sociedad Civil Catalana. Ninguna otra norma española reciente había concitado un escrutinio parecido en el proscenio comunitario.
El último órgano que avaló su constitucionalidad fue el Tribunal Constitucional, dependiente del equilibrio político de sus magistrados que, aferrado a la coartada gubernamental de la normalización catalana, eludió analizar su motivación latente: el fin oculto de la ley.
La sentencia, prolija en retórica conciliadora, pasó de puntillas sobre la verdadera transacción política subyacente.
El abogado de la Comisión Europea, Carlos Urraca, desnudó esa transacción sin ambages: impunidad a cambio de poder. La investidura dependía de los celebérrimos siete votos separatistas, y la amnistía fue la moneda de cambio. Al invocar ese propósito encubierto, el letrado dinamitó los cimientos del razonamiento del TC, que se había refugiado en un artificioso discurso de concordia.
En nombre de Sociedad Civil Catalana, el letrado Juan Chapapría reforzó tesis de la autoamnistía: No hubo reconciliación: solo un pacto entre un prófugo y un dirigente socialista -hoy encarcelado- para blindar la impunidad de quienes promovieron un desafío al Estado».
La Gran Sala escuchó, atónita, cómo la reconcialición onvocada por el Gobierno se desmoronaba bajo el peso de sus propios hechos.
Koen Lenaerts, presidente del TJUE y reciente doctor honoris causa por una universidad catalana, interrogó reiteradamente al letrado de la Comisión sobre la seguridad jurídica de la norma. El magistrado francés Stéphane Gernasoni quiso saber por qué el abogado español fue el único que no citó la reciente sentencia del TC.
Impertérrito, Urraca sostuvo que la amnistía vulnera el interés general, la legislación antiterrorista europea y el principio de igualdad ante la ley: quienes no delinquen no pueden quedar en peor posición que quienes sí lo hicieron.
En definitiva, la norma no nace para cerrar heridas. Redactada por y para sus beneficiarios, responde a un pacto de poder, no a un designio de país. Ahora hablará el Abogado General; después, dictará el pleno del TJUE. La justicia europea también se tomará su tiempo.
Ni las presiones de Madrid ni el narcótico mediático -esa niebla que rebautiza la conveniencia como justicia y el chantaje como redención- pudieron frenar la decisión de la Audiencia Provincial de Sevilla, que ha remitido al TJUE cuatro incisivas cuestiones prejudiciales. La sala, apodada «la Vaticana», teme un riesgo sistémico de impunidad y la eventual lesión de los intereses financieros de la UE.
El trasfondo, otra vez, es la impunidad: políticos perdonándose entre sí y órganos constitucionales desplazando la labor de los tribunales ordinarios. El mensaje resulta desolador: lo que se discute ya no es si hubo fraude sino hasta dónde puede estirarse la legalidad para que no pase nada.
Tras 12 años de instrucción, un saqueo de 680 millones y dos expresidentes condenados, las rebajas del Constitucional convierten la corrupción en delito sin castigo. Los jueces sevillanos aclaran que seguir ese criterio implicaría incumplir los compromisos asumidos por España en materia de protección del erario europeo, plasmados en los reglamentos antifraude y en el recién reforzado mecanismo de condicionalidad.
El mayor fraude social de la UE, perpetrado a costa de los parados andaluces, queda dedibujado por una sentencia que reescribe la historia y amputa la pedagogía del castigo.
Además, denuncian una anomalía institucional: el Constitucional habría invadido competencias del Supremo al pronunciarse sobre la parte objetiva de los delitos -malversación, prevaricación continuada-, trivializando la separación de poderes.
Resulta inaceptable que el guardián de la Constitución desdibuje los contornos de la responsabilidad penal para acomodarlos a la coyuntura política.
Que tenga que ser Luxemburgo quien recuerde que el dinero público no es un cajero de partido es la metáfora más clara de un país exhausto que ha perdido el oremus.
Porque «sin ejemplaridad» -decía Tocqueville- la libertad se vacía de sentido». Y sin memoria del daño, la impunidad se convierte en método de gobierno.
