El Gran Capitán, la carrera colosal de un magno militar

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© Foto: National Geographic de fecha 26/VIII/2020, la breve reseña insertada en la imagen iconográfica es obra del autor

Entre los nombres consagrados de esforzados valientes que nuestra Patria ha visto resurgir a lo largo y ancho de la Historia, tenemos el orgullo de retratar a un ilustre militar que hizo prosperar la guerra de choque medieval, siempre acompasada y tediosa, por la táctica de defensa-ataque. Dando preferencia a una metodología de combate moderna y diligente y atribuírsele el enorme merecimiento de forjar el primer ejército profesional español.

Ni que decir tiene que este pasaje pretende aproximarse a un genio que aplicó de manera magistral la simbiosis Infantería-Caballería-Artillería, valiéndose del apoyo naval. Y, por si fuese poco, reformó el ejército que comenzó a denominarse los ‘Tercios’, aleccionando a sus soldados con una disciplina inquebrantable, hasta suscitar en ellos el espíritu de cuerpo, la impronta de hombres honrados, el sentido del honor y la atracción religiosa. 

Me refiero al ‘Gran Capitán’, o lo que es lo mismo, a don Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar (1453-1515). 

Sus pródigas hazañas y conquistas tan gloriosas en la Edad Moderna (XV-XVIII), como propiamente constarían en la Edad Media (V-XV) las de don Rodrigo Díaz de Vivar. Aunando la tradición caballeresca medieval, especialmente, con sus inmejorables vínculos hacia la tropa y las nuevas predisposiciones renacentistas. Con lo cual, no hallamos ante el paradigma de quién evolucionó el estilo característico de la batalla y con la que los Tercios Españoles hipnotizaron la Europa del siglo XVI.

Con estas connotaciones preliminares, el principal protagonista de este texto reavivó la traza de la guerra, asentando las raíces de la invencibilidad de las huestes hispanas durante siglo y medio. Contribuyendo contundentemente en la Guerra de Granada (1482-1492) y venciendo a los galos en Italia, hasta incorporar el Reino de Nápoles a la Corona de España. 

Pero, ante todo, el ‘Gran Capitán’, calificativo y apelativo que obtuvo por sus brillantes cualidades en las campañas italianas, se convertiría en pieza noble y resolutiva en el engranaje del nuevo Estado que compusieron SS.MM. los Reyes Católicos: Don Fernando II de Aragón y Doña Isabel I de Castilla, Soberanos de la Corona de Castilla (1479-1504) y de la Corona de Aragón (1479-1516).

Una breve síntesis que nos ubique en el escenario real donde destacaría ejemplarmente la figura de Fernández de Córdoba: por aquel entonces, España estaba huérfana de una política de expansión ultramarina atlántica, a pesar de su beneficiosa situación territorial. 

Básicamente, supeditada a la coyuntura de Fernando II (1452-1516), al encarnar un Reino que desde del siglo XIII contemplaba al Mediterráneo Occidental, fundamentalmente, el Reino de Nápoles; al mismo tiempo, que las Islas Baleares y Cerdeña. La motivación residía en la opulencia del espectro italiano, como su banca y urbes y la influencia de los derroteros comerciales del trigo y las especias. 

En contraste, la efusión del Reino de Aragón y Cataluña por vía marítima alcanzó la cúspide en 1504, con la incorporación de Nápoles al espacio aragonés. En adelante, puertos como Barcelona y Valencia mejoraron con centros de intercambios e importantes industrias navales. 

Obviamente, esta tendencia conllevaría que los fondos de la Corona se designaran a empresas militares, esencialmente, para imperar en estas áreas y mantener a raya el empuje turco que se fortalecía en África del Norte.

Posteriormente, en la etapa de los Reyes Católicos, el lado económico no era rimbombante como para sufragar las expediciones experimentales en el Atlántico. Salvaguardando el dominio de las Islas Canarias, España no se preocupó demasiado por irrumpir en el insondable Océano y dejó la ruta a merced de los lusos.

Una vez consumada la conflagración que enfrentó en 1479 a Castilla con Portugal, la política de los reyes se desenvolvió con miras a las buenas relaciones con su vecino. Bien es cierto, que existieron varios enlaces matrimoniales y tratados para consolidar la paz. Dada la pugna de España y Francia por las heredades del Rosellón, Italia y Navarra, no era beneficioso indisponerse con Portugal, porque aquello entrevería tiranteces en poco más o menos, la totalidad de las fronteras españolas. 

Alcanzado el año 1492, presumió la reconquista de Granada, obteniendo la unidad de la superficie hispánica, el descubrimiento del Nuevo Mundo con el añadido de las tierras ignotas y la mayoría de edad de Carlos VIII de Francia (1470-1498). Un matiz previo, para llegar a las negociaciones sobre la devolución del Rosellón y Cerdeña, que se zanjaría en el año 1493 con el Tratado de Barcelona. A partir de aquí, se abrían otros canales de futuro para el Imperio Español.

Advirtiendo los propósitos del francés por ocupar Nápoles, Fernando el Católico captó una liga de Estados musculosa que defendiera su tesis. Comenzando por el Papa Alejandro VI (1431-1503), o el depuesto rey de Nápoles, el emperador de Alemania o el duque de Milán, entre algunos, denominada ‘La Liga Santa’ o ‘Santa Liga’, una coalición militar integrada por la Monarquía Hispánica que consiguió aglutinar a más de 60.000 integrantes. Pese a todo, Carlos VIII no titubeó a la hora de presentarse en Nápoles, asaltándola y apremiando una respuesta inminente del rey Fernando, porque este reino era feudo del Papa. Un argumento que le exoneraba del Tratado de Barcelona. Para el manejo y dirección de esta operación considerada crucial, designó al ya afamado Fernández de Córdoba, por su ardor guerrero, arrojo y bizarría.

En los prolegómenos y ante el brío francés mostrado, se entregaron a éste las plazas de San Germán y Gaeta, pasándose al bando ganador los señores feudales italianos. Mientras, el ‘Gran Capitán’ se puso en camino a Seminara, sito en Calabria, con un comienzo propicio para sus tropas. Pero la desaparición del primo de Fernando II, el cardenal Luis de Aragón (1474-1519) y la desidia en el campo de batalla de las avanzadillas sicilianas, predispusieron un vaivén en el rumbo de la contienda.

Ciñéndome sucintamente en Fernández de Córdoba, era miembro de la nobleza andaluza y perteneciente a la Casa de Aguilar. Sus progenitores eran el caballeroso don Pedro Fernández de Córdoba y Pacheco y doña Elvira de Herrera y Enríquez. Muy pronto, su familia logró que aun siendo infante se integrara como ayudante al servicio de Enrique IV de Castilla (1425-1474) y a su muerte, formase parte del séquito de la reina Doña Isabel (1451-1504). 

No había cumplido todavía los veinte años, resuelto y emprendedor, se animó a prestar sus servicios a cargo de la princesa Isabel, que dirigía una facción contraria a su hermano Enrique IV y la hija de este, Juana de Castilla (1462-1530), llamada por sus contrarios, ‘la Beltraneja’. 

Prestamente sobresalió y se aventajaba sobre el resto, hasta tal punto, que era conocido como el ‘príncipe de la juventud’, ingenioso, soberbio en la utilización de la espada y lanza, vivaracho, culto y abiertamente desprendido. 

Posiblemente, en esta última cualidad, en exceso, a criterio de su guía Pablo Cárcano.

En las vicisitudes de la Guerra de Sucesión castellana (1475-1479) persistió incansable a la causa de Isabel, frente a Juana de Castilla. Justamente, en esta complejidad belicosa, se desenmascaró el frontispicio de su esplendorosa Carrera de las Armas. Llamando la atención como soldado en la Guerra de Granada (1482-1492), señaladamente, en el sitio de Tájara y en la toma de Íllora, emplazada en la porción oriental de Loja.

En los años sucesivos que perduró el asedio de Granada, intervino como Representante competente de los Reyes Católicos y en los entendimientos y ajustes con el monarca nazarí Boabdil, conocido como Muhammad XII, que como es sabido, terminaron con la rendición de la Ciudad. 

Sin inmiscuir, que empezó a ejercitar sus descubrimientos tácticos, eclipsando el estrago medieval de choque entre las líneas de caballería, por la maniobrabilidad de una infantería mercenaria, encajada en unidades compactas. Intensificando su destreza para servirse de los recursos apropiados. Para ello, acondicionó la desenvoltura a los medios del momento, como, por ejemplo, la lucha de guerrillas en alguna de sus acciones, demuestra los triunfos logrados que le convirtieron en el más definido jefe militar de la monarquía castellano-aragonesa.

Los reyes le condecoraron por sus dotes virtuosos y las misiones cumplimentadas a la perfección, recibiendo una encomienda de la Orden de Santiago, el señorío de Orjiva y algunas rentas sobre la elaboración de seda granadina; lo que ayudó a ampliar su patrimonio y enaltecer a quién había pasado inadvertido en la nobleza castellana.

Culminada la Guerra de Granada, como no podía ser de otra manera, acaparó tal reputación, que le permitió en 1495 ser emplazado nuevamente para otra intervención. En esta ocasión, encabezó las operaciones militares en el marco excepcional de la península italiana, cada día más impreciso. 

Con dicha designación, los reyes le cedían un ejército aguerrido y práctico a un militar curtido en muchas hostilidades y un estratega inmejorable. 

Desembarcando en Calabria al mando de unas tropas aminoradas para hacer frente a las fuerzas francesas que habían invadido el Reino de Nápoles, Fernando el Católico tenía justas y legítimas aspiraciones. Las milicias hispanas enarbolaron ser superiores en soltura y acierto en la ‘Batalla de Seminara’, donde derrotó a unos combatientes más nutridos.

Nápoles se había erigido en el laberinto de unas cuantas acometidas entre los franceses y españoles. Fernández de Córdoba acorraló a las huestes enemigas en los Abruzzos, al Este de Roma y los refuerzos previstos serían aniquilados antes de su incursión.

Carlos VIII de Francia, exacerbado por el cariz que adquirían los sucesos, amplificó los esfuerzos por sujetar el Sur de Italia, pero el ‘Gran Capitán’ se apoderaba una a una, de todas las fortificaciones. La salvaguardia de Nápoles para el Imperio Español la cosecharon un puñado de soldados sin otro auxilio que su fe, la gallardía e inteligencia en el ataque.

La moral en las posibilidades evidenciado en cada uno de sus componentes, era algo así como un impulso más vigoroso que el fuego de los cañones, o el empaque de una carga de la imponente caballería pesada.

No obstante, aún habrían de librarse otras batallas cruentas, como Baratte, Tarento y Alella, respectivamente, que representaron la destrucción de los ejércitos dispuestos por el general Montpeasier. 

Era inapelable la superioridad impuesta por las tropas españolas y Fernández de Córdoba, que ya era reconocido como uno de los más excelentes y temidos militares del Viejo Continente. El hacedor, invulnerable y bien pertrechado regimiento del rey de Francia, era catapultado en repetidas embestidas y, a la postre, devastado en el curso de un año. 

Las efemérides daban la razón al personaje de este relato: valía la pena ser denodado y afanoso, que deleznable e indeciso.

Completado el designio de Nápoles, retornó a España en el año 1498, donde sus éxitos le aquilataron como se ha expuesto, con el sobrenombre de ‘Gran Capitán’ y el título de Duque de Santángelo. 

Dos años más tarde, por segunda vez se traslada a Italia, con el mandato de aplicar el Tratado de Granada, una alianza militar pactada entre Luis XII de Francia (1462-1515) y Fernando el Católico, para repartirse mutuamente el territorio de Sicilia Citerior, bajo el gobierno de Federico I o Fadrique I de Aragón o Chiaromonte (1452-1504).

En los preludios se originaron fricciones entre hispanos y galos en el interés por el acuerdo, confluyendo en la reapertura de escaramuzas. La diferencia numérica francesa impuso al ‘Gran Capitán’ valerse de su temple como militar y concentrarse en la protección de las plazas fuertes con la expectativa de los apoyos.

En la Batalla de Ceriñola (21-IV-1503/28-IV-1503), Fernández de Córdoba desbarató al ejército comandado por el duque de Nemours, que pereció en la ofensiva y ocupó todo el Reino. Las fuerzas contendientes enviada por Luis XII caerían derrotadas a orillas del río Garellano y los franceses cedieron la guarnición de Gaeta, en Lacio, un puerto marítimo de la costa occidental de Italia. Finalizado el conflicto bélico, Fernández de Córdoba en justa reconocimiento por su arrojo y voluntad ilimitada, fue designado Virrey de Nápoles, función que cumplió en el intervalo de cuatro años.  

Subsiguientemente, residiría en el monasterio cordobés de San Jerónimo, donde sopesaría abrazar el estado eclesiástico, pero, inexcusablemente, su delicada salud desaconsejaba esta decisión. En noviembre de 1515 padeció un ataque de calenturas que en pocas jornadas lo reubicaron en Granada, lugar en el que expiró el día 2 de diciembre de ese mismo año. 

El ‘Gran Capitán’ recibió santa sepultura en el Real Monasterio de San Jerónimo de esta misma Ciudad, si bien, a día de hoy existe el enigma de su paradero: las investigaciones verificadas en 2006 por el Instituto Andaluz de Patrimonio empleando técnicas de ADN y otros procedimientos, corroboran, que los restos mortales depositados en el sepulcro del ‘Gran Capitán’, no pertenecen a Fernández de Córdoba. En este sentido, se barajan diversas hipótesis. 

El enterramiento pudo ser expoliado en la duración de la Guerra de la Independencia Española (2-V-1808/17-IV-1814) por las fuerzas napoleónicas. No en vano, Fernández de Córdoba es señalado por los franceses, a quienes venció en Ceriñola y Garellano, afianzando el feudo del Reino de Nápoles para la Corona de España.

Desde ese instante se despuntó su legado y, vertiginosamente, los elogios a su persona eran los temas preponderantes de la literatura renacentista. En 1506, el poeta Giambatistta Cantalicio ya compuso en latín su ‘De bis recepta Parthenope’, reproducida diez años más tarde por Alonso Hernández en su ‘Historia Parthenope’

Ambos contenidos, extractan las gestas de este caballero legendario que, en definitiva, le encaramaron con los apelativos reiterados del ‘Gran Capitán’ y con una incuestionable evocación cidiana: “el que ganó dos veces Nápoles”. Detrás, uno de los poetas y dramaturgos más importantes del siglo de Oro español, Lope de Vega Carpio, le tributó una de sus comedias menores desarrollada y rehecha por el literato posbarroco, José de Cañizares y Suárez, titulada ‘Las cuentas del Gran Capitán’

Ya, en los inicios del siglo XX, el archivero, historiador, heraldista, genealogista y académico Antonio Rodríguez Villa, cristalizó una asombrosa tarea recopilatoria de las fuentes cronísticas desconocidas e indocumentadas de la biografía de este insigne, relevante y engrandecido militar.

© Foto: National Geographic de fecha 26/VIII/2020.

En consecuencia, don Gonzalo Fernández de Córdoba y Enríquez de Aguilar, el ‘Gran Capitán’, nos dejó la chispa indeleble del artificio de la guerra, desplazando hábilmente las piezas de un puzle como sus tropas y reportando al adversario al espacio más benigno a sus intereses. A todas luces, para bien, revolucionó el restablecimiento de la Infantería en coronelías, el embrión que, a posteriori, vislumbraría a los futuros Tercios: el guardián impoluto de la Patria. Visiblemente admirado por sus subordinados, se ensamblaron a sus propuestas y jamás lo abandonaron, aunque el contexto infundiese los peores augurios y con apenas resquicios de ganar terreno. 

La combinación perfecta en su maniobrabilidad le proporcionó intercalar algunas innovaciones progresivas en el ejército español, que convergieron en los aguerridos Tercios.

La primera modificación se plasmó en 1503: Fernández de Córdoba implantó la división con dos coronelías de 6.000 infantes cada una, conformada por 800 hombres de armas, 800 caballos ligeros y 22 cañones. 

En sus manos dispuso de los medios a su alcance para cristalizar la guerra hasta las últimas consecuencias. Cediendo la potestad a la Infantería, que era idónea para manejarse en cualquier tipo de terrenos. Inteligentemente, redobló la escala de arcabuceros, uno por cada cinco infantes y aparejó con espadas cortas y lanzas arrojadizas a dos infantes de cada cinco, confiados a escurrirse entre las largas picas de los escuadrones de esguízaros suizos y lansquenetes, hasta herir mortalmente al enemigo en el abdomen.

También, confirió a la Caballería un cometido más ambicioso con la persecución y hostigamiento para encarar al rival y fracturarlo, quitándole el protagonismo que había poseído hasta el momento. Y no faltó, la puesta de un escalonamiento con tres líneas encadenadas, para tener una reserva y alguna probabilidad adicional de movimiento.

Esta es a groso modo la semblanza del ‘Gran Capitán’, un estratega a la altura de los más grandes de la Historia.

*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 01/IX/2020. 

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