jueves, abril 18, 2024

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“El juego macabro del envenenamiento como arma política”

Para bien o para mal, el dictamen de los médicos alemanes refuerza la tesis, que el veneno es la fórmula predilecta de los agentes secretos rusos, poniéndolo en práctica como arma arrojadiza en múltiples ocasiones con líderes políticos, activistas y espías que han sido abordados y hospitalizados en situaciones misteriosas con dos factores afines: el Kremlin y Vladimir Vladímirovich Putin (1952-67 años).

Por consiguiente, el reciente envenenamiento del abogado y político Alekséi Anatólievich Navalny (1976-44 años), considerado como el principal opositor de Putin tras el atentado en 2015 de Borís Yefímovich Nemtsov, pone en resonancia los antecedentes de ataques químicos y otras sustancias perjudiciales, con indicios en la gestión de la Unión Soviética, de un largo repertorio de sucesos sombríos que asientan de manera implacable a Europa ante la vieja dicotomía de intereses. Y es que, la trama del veneno como instrumento de homicidio político, continúa conservando profundas raíces. 

Ya, en la década de 1930, cuando Iósif Stalin (1878-1953) presidía, encomendó al bioquímico Grigori Moiséyevich Mairanovski, la creación de un laboratorio que nutrió al servicio secreto NKVD de Lavrenti Pávlovich Beria. Es posible, que treinta años después, Mairanovski, probase su propia medicina: el fallecimiento fulminante en 1960, ocurrió nada más salir de la cárcel al cumplir una condena de nueve años. Existen más casos inciertos que probados de muertes por intoxicación en la era soviética, pero se dan por seguros en 1946, los del político ucraniano Okansader Shumski y, al año siguiente, los del religioso Teodor Romzha y el diplomático sueco Raoul Wallenberg.

En el año 1958, cuando el Comité para la Seguridad del Estado o más comúnmente conocido, como la KGB, la Agencia de Inteligencia o policía secreta de la Unión Soviética, el ex agente evadido Nikolái Jojlov, sufrió un envenenamiento, se le trató en Estados Unidos y sobrevivió. El último episodio registrado en los años de la Guerra Fría (1947-1991), hay que referirlo al asesinato del disidente Gueorgui Ivanov Markov, quien recibió un pinchazo con la punta de un paraguas y expiró cuatro días más tarde.

Con estos mimbres, todo parece que se inició hace más de cien años y hasta el día de la fecha, aún no ha alcanzado su punto y final: quiénes se comprometen a poner en entela de juicio a Rusia, terminan pereciendo en insólitas circunstancias. Hoy, convertirse en protagonista de la oposición rusa, es razón más que suficiente para soportar todo tipo de despropósitos y argucias. 

Era cuestión de días, quizás horas, en los que se determinaría la sustancia con la que los servicios secretos pretendieron envenenar a Navalny. Cuestionar la complicidad en los hechos del líder ruso, parecería ingenuo. Putin, lleva años aniquilando extrajudicialmente a sus contendientes y por antonomasia, el veneno es su técnica elegida. Es innegable, que hace cinco años Nemtsov era matado a tiros mientras caminaba por las inmediaciones del Kremlin, y que, en 2017, Navalny, se quedó parcialmente ciego de un ojo, inmediatamente a que le rociaran con desinfectante. 

Pero, en los últimos tiempos, la amplia mayoría de los desagravios y desquites del régimen ruso, por activa y por pasiva, como fundamentaré en diversos tramos del texto, han sido por envenenamiento exclusivo u otras praxis análogas. 

Ciñéndome en Navalny, repentinamente enfermó el 20 de agosto, al tomar una taza de té en el vuelo que le trasladaba a la localidad siberiana de Tomsk a Moscú. A pesar de los múltiples impedimentos para que abandonase Rusia, finalmente, se le transportó en un avión medicalizado con rumbo al Hospital Universitario ‘La Charité’ de Berlín. Setenta y dos horas hubieron de sucederse, para que entrase en coma inducido.

Actualmente, Navalny, está ingresado en la Unidad de Cuidados Intensivos con respiración artificial; en los comunicados más recientes se señala, que, permaneciendo dentro de la gravedad, ha registrado cierta recuperación conforme el veneno va remitiendo. Si bien, previéndose que la hipotética mejoría se dilatará a largo plazo, se sostiene que es pronto para averiguar las posibles secuelas. Del mismo modo, el cuadro facultativo que lo atiende, no duda en valorar que se le aplicó alguna sustancia tóxica; de suponer, algún componente nervioso. Queda por identificar con exactitud el móvil del crimen, pero la similitud del promotor, deja pocas sospechas.

Con lo cual, apretar el gatillo, acribillar y, sobre todo, envenenar tanto a desertores, como a opositores, espías y disidentes, es el procedimiento reincidente tanto en la Rusia zarista, como en la Unión Soviética o en la Federación Rusa de Putin. El analista internacional Doug Klain, lo adjudica literalmente a “una cultura de ejercicio del poder que se basa en inspirar miedo a sus rivales y detractores”

Sin embargo, para el Kremlin, “es crucial trasladar el mensaje de que actuará de manera expeditiva contra sus enemigos, aunque huyan al extranjero. Los perseguirá y los matará, estén donde estén y sean las que sean las relaciones diplomáticas entre Rusia y el país que les acoja”.

Esta predisposición a incidir una y otra vez en fechorías de Estado, es una constante en el relato ruso y no ha decrecido en el siglo XXI. Al contrario, es más amenazador que en trechos pasados.

En los años de plomo, para ser más exactos, en 1934, con las purgas masivas y la muerte de Stalin el 5 de marzo de 1953, la Unión Soviética socavó con rotunda impunidad a rebeldes, disidentes y supuestos desleales. Ciertamente, no recurrió a intrigas esmeradas, ni involucró en demasía a sus servicios secretos. Tan solo bastaría con rematarlos en la plaza pública o desterrarlos al sistema penal siberiano; o a zonas terroríficas, como el campo de prisioneros de Solovkí, a orillas del Mar Blanco.

Pese a todo, uno de los asesinatos encubiertos más célebres de la etapa soviética se ocasionó justamente en ese período: Lyev Trótskiy (1879-1940), en español, León Trotski, triunfador en su día de la ‘Revolución de Octubre’, había sido desterrado en 1929 de la Unión Soviética, tras alcanzar un acuerdo con Stalin, su supervivencia en el ostracismo incumbía que no reprobase o tildase al nuevo régimen sedicioso. 

Trótskiy, realizó lo que se presumía de él: se instaló en México, quiso agrupar a la izquierda disidente en torno a la Cuarta Internacional y se erigió en el fustigador despiadado de la dictadura rusa. Transcurridos once años en el destierro, acabó siendo atrapado por el puño de hierro de un Stalin conducido por el resentimiento, antipatía y desazón.

Lo cierto es, que el 20 de agosto de 1940, Trótskiy apareció eliminado por un agente del servicio secreto soviético NKVD. La estrategia de actuación tomada resultó ser espeluznante: al político proscrito se le asestó unos cuantos golpes con un piolet o piqueta, hasta clavárselo en el cráneo.  

Pasaron treinta y ocho años de este macabro capítulo, cuando el disidente búlgaro Georgi Ivanov Markov ocupó otra de las páginas tenebrosas de esta sucesión de insensateces: lo aniquilaron sin estridencias y con la frialdad burocrática que les caracteriza. Bastaría un simple pinchazo en la pierna con una pistola de aire comprimido simulada como un paraguas, con un mecanismo neumático oculto en la punta que disparaba un perdigón, al objeto de inyectarle una dosis mortal de ricina. Un veneno ingenioso que no dejaba rastro en los fluidos biológicos y en pocas horas, le produjo un paro cardíaco.

Markov discurría por las periferias del puente de Waterloo, en el centro de Londres, hasta apreciar un ligero roce en el miembro inferior al que no le dio la más mínima importancia. Como hacía rutinariamente, acudió a las dependencias del servicio mundial de la BBC. Posteriormente, en tres días, su vida se desbarató.

Idéntico artilugio denominado por la prensa como “el paraguas búlgaro”, se emplearía en el metro de París contra el exiliado ruso Vladimir Kostov, que empeoró gravemente, pero consiguió resistir a la tentativa de la agresión.

Por aquel entonces, la KGB, era el brazo dominante y ejecutor de las represalias internacionales de la Unión Soviética. En abril de 1978 cuajó un magnicidio, la muerte del presidente de Afganistán Mohammed Daud Khan, apresado por combatientes comunistas afganos y ajusticiado por integrantes del servicio secreto ruso. 

Su sucesor, Hafizullah Amin, terminó depuesto forzosamente y fusilado por la frustración de diversos conatos fallidos de envenenamiento. En el último de ellos, le salvó la vida un grupo de médicos soviéticos, a los que nadie había advertido sobre la determinación de eliminarlo.

A la finalización de la Guerra Fría, la democracia superficial que ejerció Borís Yeltsin, dejó de usar sistemáticamente la guerra sucia y los crímenes de estado. Confirmándose algunas irregularidades, como el fallecimiento en inexplicables condiciones de los hermanos Ajmadov, señores de la guerra chechenos; pero, el automatismo tradicional de envenenar a disidentes y opositores, quedó momentáneamente inactivo. No se reanudó hasta la irrupción de Putin como presidente de la Federación Rusa, antiguo operador de la KGB. 

Por otro lado, la FSB, nueva agencia de Seguridad Federal creada en 1995, tomó el relevo fratricida tachando del mapa con creaciones desiguales a guerrilleros, emires y líderes separatistas chechenos o infiltrados, como Rizvan Chitigov, perteneciente a la Agencia Central de Inteligencia, CIA, en el Cáucaso. En septiembre de 2004, el aspirante a ocupar la presidencia de Ucrania, Víktor Andríyovich Yúschenko, padeció en plena campaña electoral una pancreatitis aguda producida por una infección viral. En las jornadas sucesivas se le abultó y desfiguró el rostro y como sucede en casos extremos de ictericia, se le cuarteó la piel.

Un especialista en toxicología puntualizó que había sido intoxicado con dioxinas, una sustancia de la que se le hallaron niveles en sangre hasta 6.000 por encima a lo habitual con elevada toxicidad. Yúschenko, culpó a los representantes ucranianos de querer acabar con él, consciente del complot y participación de los servicios secretos rusos, pero los reproches no pudieron ser probados. 

Ese mismo mes y año, Roman Igorevich Tsepov, un individuo de negocios con vínculos mafiosos, camarada y compinche de Putin en la Administración de San Petersburgo hasta mediados de los 90, se atinó ante el veneno. A Tsepov se le administró una sustancia radioactiva incógnita y falleció soportando convulsiones violentas, arcadas, descomposiciones y un desplome brusco de glóbulos blancos.

En octubre de 2006 le tocaría a la periodista y activista Anna Stepánovna Politóvskaya, conocida por su contundencia en sacar a la luz las barbaries incurridas en Chechenia por las milicias rusas. Politóvskaya, murió acribillada en el ascensor de su residencia en el centro de Moscú. Sin inmiscuir, que cuando sobrevolaba a Osetia del Norte para colaborar como mediadora en el conflicto de los rehenes de Beslán, había estado en el punto de mira para ser envenenada.

En el primer lance, en pleno vuelo enfermó de gravedad al ingerir té negro. Escasas horas más tarde, entró en coma fruto de una previsible intoxicación con mercurio. Curiosamente, mientras Politóvskaya se debatía entre la vida y la muerte en un centro sanitario, Putin solventaba la crisis de Beslán con una contundencia impetuosa que escandalizó al mundo: sin contemplaciones, dispuso un abordaje al recinto, supuestamente con una combinación de chechenos e ingusetios, que causó una masacre de 334 fallecidos, entre ellos, 186 niños.

Llegados a noviembre de 2006, un oficial fugado del Servicio de Seguridad de la Federación Rusa, FSB, y guarecido en Londres, Aleksandr Válterovich Litvinenko, experimentó la capacidad mortífera de una nueva artimaña, el polonio 210. 

Litvinenko, no tardó en quedar contra las cuerdas: tras reunirse en el hotel Millenium con los exagentes de la KGB, Dmitri Vladimirovich Kovtun y Andrey Lugovoy, dos viejos conocidos que asumieron la brillante misión de alterar su taza de té con la sustancia antes citada. O lo que es igual, en un contexto distinto, pero, con método parecido: hubo de padecer un interminable trance de varias semanas en el University College Hospital de Londres.

El drama consumado empujó a un intervalo en que los lazos ruso-británicos se tensaron y estuvieron acentuados por la aspereza. Imprimiendo un lapso de prejuicios: a ciencia cierta, se desconocía si Putin satisfizo que el Estado descartase a quien reconocía como adversario; o bien, implantó una política indulgente para que los garantes de los servicios secretos dilucidaran que las consignas no dadas, admitían desenvolverse con este talante. 

De inmediato, una investigación oficial en el Reino Unido precisó que, con casi toda probabilidad, Putin estaba detrás de la maniobra junto al jefe del FSB. No obstante, el Gobierno Británico aún no ha hecho público las revelaciones que maneja. 

La larga relación de objetivos cristalizados se prolonga en el tiempo y engloban fechorías que involucran asignaciones dudosas, pero los analistas intuyen la aportación reservada de los tentáculos del Kremlin. 

Sin ir más lejos, en 2009, el engranaje checheno se llevó por delante a otra víctima. 

Me refiero a Natalia Jusaínovna Estemírova, periodista y activista pro derechos humanos rusa, ganadora de varios premios y colaboradora en su día con Anna Stepánovna Politóvskaya. El 15 de julio la secuestraron en su domicilio de Grozni, en Chechenia. En pocas horas, su cadáver se encontró en una carretera secundaria de la República Autónoma de Ingusetia, con heridas de bala en cabeza y tórax. Era evidente, que el modus operandi era más propio de una composición mafiosa, que una labor frívola de los servicios secretos soviéticos. 

Entidades de defensa de los derechos civiles como ‘Memorial’, catalogan el delito de Estemírova de ejecución extrajudicial y entienden que su presunto infractor, Ramzán Ajmátovich Kadýrov, es firme socio de Putin en el Cáucaso.

© Foto: National Geographic de fecha 8/IX/2020

Entre los episodios más cercanos, pocos resultan tan sobrecogedores como el plan de intoxicación mortífero al exoficial de inteligencia militar ruso que se desenvolvió como agente doble para el MI6 del Reino Unido, Sergéi Víktorovich Skripal y su hija Yulia. 

El 4 de marzo de 2018, padre e hija, estando sentados en un parque de la Ciudad de Salisbury, al Sur de Inglaterra, segundos después, se desmoronaron producto de la acción vertiginosa del Novichok, un arma química desarrollada por la Unión Soviética en 1971, y usada con asiduidad por el ejército y los servicios secretos hasta terciados los noventa.

Este compuesto orgánico químico, es más peligroso, efectivo en mínimas cantidades y complejo de identificar que el gas sarín. Se deposita con relativa comodidad, distribuyéndose por cualquier superficie como una fina capa de polvo que pasa desapercibida. Su alcance con el contacto de la piel es destructivo. Ocasiona un colapso temporal de las funciones del organismo, y en algunas situaciones acarrea el coma o la muerte por asfixia.

El Novichok es producto de la carrera armamentística para desplegar unas fuerzas armadas más vigorosas, junto a las armas más fructíferas. En sus prolegómenos, los estadounidenses llevaron la iniciativa en la vertiente química; el bando soviético, en su afán de contrarrestar el avance americano, perfeccionó una nueva generación de armas químicas, mucho más eficaces que las catalogadas hasta el momento. De hecho, el programa del Novichok no cesó cuando Mijaíl Gorbachov (1931-89 años), el reformador del Kremlin, convino detener la fabricación de armas químicas en 1987. Previamente al derrumbe de la Unión Soviética, a encubiertas, otorgó la Orden de Lenin, el mayor galardón del régimen a los encargados del proyecto.

Lo acontecido con el opositor Navalny, se desencadena en una coyuntura de progresiva tensión política entre Berlín y Moscú. La canciller alemana Angela Dorothea Merkel (1954-66 años), reconoce que hay “pruebas contundentes” de un ciberataque “escandaloso” al Órgano Federal Supremo Legislativo de la República de Alemania.

Y es que, tal como ha manifestado el portavoz del ejecutivo germano, Steffen Rüdiger Seibert, el laboratorio de las Fuerzas Armadas a instancias del Hospital Charité, ha examinado las muestras tomadas al dirigente ruso, hallando signos incuestionables del envenenamiento en Rusia con una sustancia del grupo de Novichok.

La Organización para la Prohibición de Armas Químicas, por sus siglas, OPAQ, en 2019 reeditó la serie de sustancias prohibidas para introducir el Novichok. Sus ciento noventa y tres Estados miembros que lo componen, convinieron por unanimidad añadir esta sustancia en los compuestos químicos tóxicos y sus precursores, como el gas sarín o el cloro, defendiendo una proposición conjunta de Estados Unidos, Canadá y Holanda.

En consecuencia, los asesinatos e intentos de muerte aquí sintetizados, desmenuzan las piezas de un puzle en el que predominan suficientes certezas de la contribución sinuosa de Putin. Se desconoce hasta qué escala el presidente puede dictaminar o estar al tanto de las muchas vicisitudes, o de la cadena de mando que percuten en los siniestros.

El hecho que la cuantificación de sacrificados en el anterior siglo y en lo que llevamos de este, tanto en Rusia como en el extranjero sea inmenso, conjetura, que el Kremlin lo admite como una lacra infalible, aunque ello comporte elevados costes. Queda claro, que la disidencia tiene límites y la oposición frontal al Estado, acarrea si es preciso, la muerte.

*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 12/IX/2020

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