Hace más de dos mil años, aconteció un hecho sin precedentes que variaría para siempre el relato del mundo cristiano. En una manifestación de amor sin límites, Dios se hizo hombre para dar respuesta al más complejo cuestionamiento sobre el ser o no ser, de la existencia humana.
Ya, en los prolegómenos de la Historia de la Humanidad, las culturas y pueblos mantuvieron una noción cíclica del tiempo coligada al florecimiento periódico de sus sociedades. Etapas remotas convividas con la armonización del medio ambiente en lo tangible y la religión de manera catártica, imprimiendo un salto regenerativo con revelaciones astrales, habitualmente emparentadas con los trabajos agrícolas realizados durante el año.
Con el crecimiento anual del río Nilo se consagraba las recolecciones en el Egipto faraónico, inaugurándose el 15 de agosto introducido con el orto helíaco o primera imagen en el horizonte de la estrella Sirio o Sirius, nombre propio de la estrella Alfa Canis Maioris y la orientación del templo Abu Simbel; entendiéndose como una formación cósmica que cada 20 de febrero y 20 de octubre, con los primeros fulgores del sol se lograba dar luz a las estatuas situadas en el sancta sanctorum o Santos de los Santos. Asimismo, en el solsticio de invierno del hemisferio Sur, el 24 de junio la civilización inca conmemoraba la festividad solar del Inti Raymi, con bailes, ritos e inmolaciones en recintos sacros como la fortaleza de Sacsayhuamán.
Con idénticos mimbres y en trechos de la Roma imperial, el 25 de diciembre, se enaltecía la venida del sol representado en el dios Apolo y relacionado con el solsticio de invierno. En el siglo XVI, definitivamente con la entrada del calendario gregoriano, este momento se situó en el 22 de diciembre. Mismamente, esta jornada estaba presidida de otras celebraciones vistas como Saturnales, festejadas en honor de Saturno, dios de la agricultura y las cosechas que sellaba el colofón de las labores de labranza.
Explícitamente en este periodo del Imperio Romano, es cuando la Iglesia cristiana instituye el 25 de diciembre para perpetuar el Nacimiento de Jesús. Justamente, en el siglo IV, el Papa Liberio (352-366 d. C.) determinó la oficialidad de esta fecha, con la intencionalidad de conceder la conversión de los fieles para que no dejasen de rememorar dicha conmemoración.
Curiosamente, en la Hispania romana permanecieron ciertas añoranzas de las Saturnalias paganas y ancestrales, llegando a oficiarse en las propias iglesias bajo la clandestinidad antropológica y cultural.
Cabe recordar, que en nuestros días esta combinación de creencias continúan vigentes en numerosos cultos de la América Latina, donde la práctica precolombina y la que los españoles trasladaron hasta el Nuevo Mundo, se fusionaron hasta proporcionar las raíces del cristianismo.
Brotara como fuere y en el preámbulo de nuestra era, en la Ciudad de Belén, simultáneamente, signo y profecía para cada uno de nosotros: signo, en cuanto que nos enseña que la pobreza desde la vertiente divina es igualmente gracia, salvación y riqueza; profecía, porque nos conduce a la verdad como sendero de alegría y realización subjetiva. La legitimidad de este lugar lo atestigua con sus documentos el apologista cristiano Justino Mártir (100-165 d. C.), donde se indica que la Sagrada Familia buscó amparo, abrigo y resguardo en una gruta de Belén.
De ahí, que, hoy por hoy, este sea el acontecimiento más sublime del hombre para la Cristiandad. Porque, la Iglesia en su encomiable tarea de ir por el orbe portando la Buena Nueva y en su misión de madre y maestra, trata de sensibilizarnos con este suceso extraordinario, anhelando la consagración de un espacio en el que ahondar, observar y entender el verdadero Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.
Un intervalo que lo diferenciamos como el Adviento o la Navidad.
Las Sagradas Escrituras con un estudio exegético de los Santos Evangelios, nos marca el instante del Nacimiento del Hijo de Dios, en los que se respalda la tesis que María habría dado a luz alrededor del mes de septiembre.
Profundizando en esta apreciación, en las estaciones de primavera y verano de la Palestina lejana, el hábito pastoril consistía en hacer pacer a los rebaños en recintos de campo con pasturas en madrugadas de temperaturas suaves.
Durante estas vísperas, bien en otoño, invierno u otros días cerrados, no se resguardaban las ovejas en el cobertizo que normalmente utilizaban. En la parte exterior, custodiaban al grupo de animales de los lobos; precisamente, en este contexto, los pastores en el desenvolvimiento de sus quehaceres, advirtieron la presencia de los ángeles entonando la noticia que un Salvador había nacido en la Ciudad de David.
Luego, se deduce que podría haber transcurrido cerca del 21 de septiembre, que es cuando en este territorio se da por iniciado el entretiempo del otoño.
De cualquier manera, el día del Nacimiento de Jesús no ha quedado asentado en los pasajes sagrados, ni de ningún modo en la historia secular; pero, a fin de cuentas, la fecha es el indicio menos trascendente de esta obra sobrenatural que diferencia el acaecer del género humano en la Tierra. Dios se encarna en la Virgen María, aportándonos su infinita generosidad con un mensaje de ternura, deleite y bondad por medio de su amor misericordioso.
Dándose a conocer para revelar al hombre la incógnita a una de las grandes interrogantes de todos los tiempos; como lo reseña el Libro de los Salmos en su capítulo 8, versículo 5 que literalmente dice: ¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes?
El Nacimiento de Cristo es la piedra angular del grandioso puzle universal que da significación a la subsistencia del hombre.
Por ende, el ser humano es la especie principal de la Creación, la criatura determinada para ser conocedora de primera mano del advenimiento de Jesús. Una circunstancia vital que nos interpela sobre nuestra forma de comportarnos y operar en la aldea global.
Dios se hace tan pequeño entre tanta grandiosidad, que nos hace copartícipes en el protagonismo proporcionado a lo largo y ancho de la Historia de la Salvación, estando presente en los pasos cotidianos de ese día a día. Algo así, como una ciencia misteriosa de la que somos parte imprescindible en este proyecto de amor insondable, de la que nos beneficiamos con unos talentos que en nuestra libertad gradualmente iremos heredando.
Pero, para percatarnos e interpretar racionalmente este gran misterio, Dios elige encarnarse en una mujer inmaculada, dándose a conocer y confirmándonos de manera empírica, no solo espiritual, que nos quiere por encima de todo en lo que se ha recreado. Por consiguiente, la Navidad no es otra cosa que la recapitulación periódica de un maravilloso regalo que los cristianos católicos, protestantes, ortodoxos, anglicanos, coptos… de los cinco continentes, ponemos en común en base al motor de arranque en la vida del hombre; el argumento de nuestra realidad y la coyuntura influyente que da sentido al efímero recorrido que debemos transitar como antesala de otro itinerario pleno e imperecedero del cielo. Con lo cual, el Nacimiento de Cristo es la muestra irrefutable que somos único y especial para Dios y así nos lo quiso poner en claro con un pronunciamiento inteligible en Belén.
Con estos antecedentes preliminares, además del Jesús al que adoramos, reina un Jesús histórico de cuyo nacimiento se tiene conocimiento en torno al año 4 a. C., cuatro años antes del tiempo que introdujo el monje Dionisio el Exiguo (470-554 d. C.) en el siglo VI, al que le debemos la instauración de la era cristiana: después de Cristo, abreviado como d. C., y aplicado como Anno Domini, término latino que simboliza año del Señor y se sintetiza con la sigla A. D.
Consecuentemente, no podría discernirse la doctrina y memoria de Jesús, sin ubicarlo primeramente en su entorno. Por entonces, Palestina estaba gobernado por los romanos, un imperio que había dado por estrenada una época de máximo realce político y jurisdiccional. Tanto, que con la irrupción de Cesar Augusto (63 a. C.-14 d. C.) al que le siguió tras su fallecimiento su hijo Tiberio Julio César (42 a. C.-37 d. C.), la autoridad imperial dominaba íntegramente las costas mediterráneas.
Con anterioridad al Nacimiento de Jesús, la filosofía de Sócrates (470-399 a. C.) y la metafísica de Platón (427-347 a. C.) y Aristóteles (384-322 a. C.), habían perdido su fuelle. Los métodos filosóficos más generalizados eran el epicureísmo y el estoicismo, donde los estoicos declaraban la igualdad y la hermandad de todos los hombres.
Por otro lado, tenía vigencia los mitos y misterios de Eulesis y de Dionisio, e incluso, se recreaban en Roma los ritos egipcios de Osiris.
La sociedad judía abstraída por la supremacía romana, comenzó del 37 al 4 a. C., con Herodes I el Grande (73-4 a. C.). El emperador Augusto lo ratificó como rey de los judíos, porque le había favorecido en su marcha final desde la zona de tolomeo hasta Egipto. En su cesión del testamento, Herodes fraccionó su reino entre sus hijos Arquelao, Filipo y Herodes Antipas, este último tetrarca de Galilea y Perea coincidiría con Jesús.
Así, herederos de una dilatada tradición religiosa, los judíos estaban fundamentalmente controlados por los fariseos y saduceos.
Los fariseos procedían enteramente de la clase media; mientras, en el escenario fundamentado, los saduceos provistos de la rica aristocracia sacerdotal tenía en la familia de Annás, la saga más potente.
Los primeros, sustentaban su superioridad con la beneficencia, caridad y cultura, más bien, eran progresistas y se obsesionaban por aumentar la cota religiosa de las gentes; los segundos, abogando por la sangre y la condición que ocupaban, eran más moderados, admitiendo el predominio romano porque conservaban su posición privilegiada. Pretendiendo con ello, el adoctrinamiento y la sugestión de los más próximos con la gestión del templo y los ritos.
En un lado, entre ambas inclinaciones se superponían los zelotes, cuando hacia el año 6 a. C., el legado Publio Sulpicio Quirino (51 a. C.-21 d. C.) mandó un censo general de Palestina, el fariseo Sadduq y el galileo Judas Gamala, condujeron al levantamiento de innumerables judíos contrariados hasta lograr congregar a un círculo que se cristalizaría con varias operaciones contra los romanos.
Aquí surgiría la causa de los zelotes, defensores vehementes que apartados de los fariseos monopolizaron toda clase de argucias, sin descartar el atentado mortal, para eliminar al invasor extranjero y escarmentar a los judíos colaboracionistas. Valiéndose para sus crímenes de una daga corta denominada sicca, apodándose con el sobrenombre de sicarios.
Todo esto, que no es poco, se concatenaría en el siglo I de nuestra era, con todo, para la exégesis católica más racional, ninguno de los apuntes conexos a la vida de Jesucristo pueden asentarse con absoluta certeza.
Jesús, hijo de José y de María de Nazaret, fue concebido en este sitio de Galilea, a tenor del misterioso anuncio que el ángel Gabriel le transmitió al artesano, que su pretendiente María se hallaba en encinta, pero, que el fruto de su vientre no era producto del ser humano, sino de la acción hacedora del Espíritu Santo.
En aquellos días se difundió un orden de César Augusto por el que todos los ciudadanos del imperio debían registrarse en el censo, cada cual, en la localidad de su linaje. José y María hubieron de encaminarse a Belén, en Judea, a unos 120 kilómetros de Nazaret. De suponer, que realizaron el trayecto en caravana con otros viajeros que seguían la misma ruta.
Concurrían varios factores significativos que tenían que verificarse en torno al Nacimiento del Niño de Dios, para que la Palabra y las predicciones mesiánicas se consumaran y ratificaran la llegada del Mesías. Uno de estos menesteres se apoyaba en que Jesús nacería en un lugar vinculado con la estirpe del rey David, y Belén, lo reafirmaba, porque probaba la continuación de la ascendencia real y sus credenciales como Rey. Ahora, la sede de Israel iría al ‘Rey de Reyes’ y ‘Señor de Señores’.
El sencillo acaecimiento se produjo con el rey Herodes el Grande como gobernador, no más allá del año 4 a. C., momento de la defunción del tetrarca. Como ya se ha mencionado y según el Santo Evangelio de San Lucas, el empadronamiento lo estableció Augusto y lo cumplió Quirino dirigente de Siria.
José y María con exiguos recursos económicos, pernoctaron en las inmediaciones de esta comarca, cobijándose en una de las grutas dispuestas para los pastores. La Palabra de Dios nos concreta, que, en tal ocasión, a María le llegaron las horas de dar a luz a su hijo primogénito, al que recostó en un pesebre porque no tenían sitio en la posada.
Acababa de materializarse uno de los indicativos más reveladores en la ‘Ciudad de David’, donde muchos con anhelo lo aguardaban; pero, sin embargo, nadie se percató de lo que estaba transcurriendo y que haría cambiar el corazón y las mentes de aquellas personas. Cabría preguntarse: ¿cómo es posible que quiénes podían ser testigos directos de lo ocurrido, no advirtiesen ni el más mínimo resquicio que el Rey al que esperaban estaba entre ellos?
El evangelista San Lucas nos relata las vicisitudes excepcionales desde la máxima simpleza, como la notificación de manos de un ángel a unos pastores que marcharon a Belén, e in situ, fueron los primeros en recibir la buena noticia “alabando y glorificando a Dios, por cada una de las cosas que habían visto y oído”.
Era incuestionable, que una corte angélica honraba al recién nacido; posteriormente, aparecerían los Magos dispuestos a rendirles todo tipo de tributos y profesarles su fe.
Sin duda, era la primera vez que Dios pasaba a formar parte de la Historia humana, en adelante desde ese mismo año, valga la redundancia, la misma historia se fraccionó en dos partes: en un antes y en un después de Cristo, o en el principio y el fin, o en al alfa y la omega. Desde entonces, con la Encarnación del Hijo de Dios, el mundo no ha sido igual.
Esta gran luz resplandeciente triunfaría para aniquilar las tenebrosidades morales del hombre; con ella, regresó la vida para expulsar la cultura de la muerte y, finalmente, retornar a un camino con el que enarbolar los bienes celestiales.
Bien es cierto, que hemos presenciado nacimientos que han predispuesto a toda una nación o a una potencia como la del emperador Cesar Augusto, pero, en este caso, simplemente trascendió en los individuos de la época. Con Cristo, el hombre de cualesquiera de los tiempos y medios geográficos, es pleno partícipe en saber descifrar que este Niño es el Salvador Universal.
Indudablemente, con el gozo del Adviento o primer período del año litúrgico cristiano, nos predisponemos a acoger a esta criatura envuelta en la majestad del Reino Celestial, vivificándonos del beneficio divino del portal.
¡Un marco de gracia espiritual, con el que conmemoramos e inmortalizamos que Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros!
Porque, la luz del Niño nos evidencia la constatación de nuestra existencia, como el sol esclarece las oscuridades con el preámbulo de la alborada, la estancia de Cristo en Belén, penetra en las tenebrosidades del pecado y de la carne, para afianzarnos en la misma Historia que ha prescrito para cada uno de nosotros.
Quién mejor nos puede transmitir el germen y la sabia del Nacimiento de Jesús, es el Santo Padre Francisco, que al pie de la letra nos dice: “La Navidad es la celebración de la presencia de Dios que viene a estar entre nosotros para salvarnos. ¡El Nacimiento de Jesús no es un cuento! Es una historia real, que sucedió en Belén hace dos mil años. La fe nos hace reconocer en ese Niño nacido de la Virgen María, al verdadero Hijo de Dios, que por nosotros se hizo hombre. Y es el rostro del pequeño Jesús donde contemplamos el rostro de Dios, que no se revela en la fuerza o en el poder, sino en la debilidad y fragilidad de un recién nacido”.
Dios Padre, creador del universo, renunció al cielo para someterse a lo limitado de la Tierra a través de su Hijo Jesucristo, un ejercicio de inquebrantable humildad que merece el reconocimiento de su Gloria y nuestra adoración.
*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 11/XII/2019.