Habíamos llegado de paso, como al descuido. La noche era de lluvia y el día parecía un regalo hecho por un sol entregado al maizal y a los potreros como un alma de luz materna.
No conocíamos a nadie, así que ahí nomás pedimos una ginebra para entonar la voz y no sé de dónde, cayó en manos virtuosas una guitarra de esas que callan noches y hablan historias repetidas en la rutina pampera. Los mates no faltaron ni las sabrosas empanadas y alguna chinita fresca como las mañanas de recuerdos, apareció dejándose ver con esa gracia natural de las mujeres sanas, tal vez ingenuas.
Ahí entremezclados nos pusimos fuertes a la taba, tanto que circularon una apuesta tras otra, subiendo los valores como el pájaro que recorta el cielo con sus alas. Fuera de control, alguien tomó de palabra dinero prestado hasta que la torre se fue a montaña. Calculamos mal. El cuarteto frente a un terceto no era garantía de nada.
En la noche de la melancolía, apareció un juez que vino a moderar la cuestión y todos quedamos cortados pero de humor fogoso. Yo llevaba encima una antigua rastra con más historia que la Patria, agenciada por mi padre en sus interminables días de trabajo notarial. Así que salvando los honores del grupo, la jugué como se juega el destino, a cara o cruz. Sentí al instante que el error me corroía el aliento y quise retirar mi apuesta. Era tarde.
Me fui sin ver la jugada final. Hui arrasado por mi vergüenza y terminé tirado en un pastizal amigo, aún con su húmeda sábana de tristeza. No supe cuánto tiempo transcurrió. Me despertaron a los gritos y tumbado como estaba, la rastra de mi padre yacía en mis manos.Había ganado.