Habíamos llegado extenuados a Chamonix. La travesía era un desafío un tanto irracional, sostenido por la ilusión y la ingenuidad normal de los inexpertos.
Hicimos noche en la base del Mont Blanc hacinados por el imprevisto arribo de un contingente proveniente de Montreux. No pude conciliar el sueño, alienado con la idea de la escalada . Pronto llamaron a desayunar y fui el primero en sentarme a una especie de mesa improvisada sobre la cual enormes tazas de café temblaban con irreverencia.
Partimos al amanecer. La temperatura en la estación primaveral era baja y había charcos de hielo donde nos deslizábamos a modo de fugitivas copias de tiempo.
Miré los cordones bien ajustados y aseguré acopios por décima vez; no sé por qué las pertenencias bailoteaban rítmicamente sobre mis espaldas como una réplica avizora pero levemente extraña .Llegamos al punto inicial de la escalada y el guía nos dejó mientras el instructor nos dio órdenes precisas.
El corazón tocaba la ladera del imponente macizo , imposible más tensión. Manos y piernas tomaron lentamente la rigidez disciplinada del ascenso. Poco a poco sentí los brazos densos invadidos por un hormigueo voraz . Vi extensas manchas salitrosas sostenidas por dos estalactitas firmes. Dejé de sentir los pies, feliz de ignorar el frío. Tuve una náusea pasajera y la cabeza se adormeció en la última emergencia. No entraba el aire con fluidez y un zumbido de gloria se elevó como estandarte vertical. Quedé estático y sudoroso. Dije un nombre antiguo quizás estudiado en las clases de latín o de griego. Pude articular una vieja oración aprendida en la niñez y llegué hasta el lamento inaudible y solitario. Traté de recordar el final pero no pude .En la búsqueda, rodé con la nieve, hecho un gigantesco ovillo donde volaban mariposas y algunas plantas miraban con sus clorofilas translúcidas.
Grité, lloré, abrí los ojos :estaba en brazos de mi madre. Acababa de nacer.