viernes, 13 diciembre, 2024

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Las urnas, el único veredicto válido y los electores la última palabra

En las democracias, especialmente durante los períodos de sufragios, los estados viven instantes determinantes, de manera muy señalada cuando éstas abarcan el ámbito nacional. Podría decirse que el voto es uno de los ejercicios de mayor responsabilidad social de los ciudadanos, porque designa a los gobernantes que representará al Pueblo en los próximos años; con lo cual, se contrasta el devenir de la sociedad en una u otra dirección.

La terminología democracia es tan atrayente en la fuerza de una nación, que dictaduras tan siniestras se han atrevido a monopolizar esta expresión, como una especie de justificación alegórica ante esos mismos ciudadanos que destruye.

De hecho, concurren democracias populares o democracias con un potente matiz nacionalista que arrincona a las minorías; e incluso, convergen supuestas democracias que emplazan a elecciones, pero que en la realidad yacen como territorios totalitarios, ambicionando enmascarar con un discurso depravado la opresión que despliega.

Así, una papeleta depositada en una urna es un papel incógnito, pero, a su vez, es un sobre que nos identifica como ciudadanos de pleno derecho, decidiendo la candidatura más favorable por el bien de todos. Luego, la votación es un derecho en el que, tal vez, podamos sentir apatía o desinterés por llevarla a su término, debiendo valorar los esfuerzos de tantísimas personas para ver plasmada esta legitimidad. Cabría preguntarse, ¿somos consecuentes de lo que esto encarna? o ¿se nos prepara adecuadamente para ser conscientes a la hora de emitir el voto?

La contestación no puede ser íntegramente afirmativa, porque ello conjeturaría que componentes tan trascendentes como la ‘Educación para la Ciudadanía’ o la ‘Educación Cívica’, ocuparían en los programas educativos el puesto que les concierne, cuando esto no es así.

Obviamente, si no se educa apropiadamente en esta materia, difícilmente se podrá ser garante de lo que se expresa a la hora de votar. Con ello pretendo fundamentar, que, así como defendemos el derecho al voto, a la par, debería sustanciarse el gran deber y la responsabilidad ante las urnas y la obligación de las instituciones por compartir esta educación con los ciudadanos. Sin duda, este convencimiento de solidaridad social, refrenda el abismo reinante entre la democracia incipiente y aquella otra, que se halla afianzada plenamente como es la cuestión de España.

Por ende, el ciudadano que ha asimilado unos mínimos comunes sobre estos conocimientos, se interesa por estar al tanto de la hoja de ruta de los políticos; así como de manera diferenciada de los aspirantes a la presidencia del Gobierno, requiriéndole una altura de miras que supere los intereses personales y del partido que regenta.

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A este respecto, el voto duro o incondicional, puede catalogarse como una acción inconsecuente, es decir, votar sin ponderar sobre la recomendación política y social, demostrando a todas luces la falta de independencia y libertad personal. Como, del mismo modo, la inexactitud en el criterio y del compromiso como ciudadano.

En los tiempos presentes advertimos con preocupación, que España está sumida en una especie de involución política, económica e institucional, amén de un evidente repliegue de los principios y valores que deben llevar la batuta para la optimización de nuestra sociedad. No desdeñemos, que las democracias como tales, son sistemas de gobierno establecidos en la identidad moral de los ciudadanos; donde cada adulto dispone de la posibilidad de enfrentarse ante opiniones e ideas que incumben a su bienestar, bien pueda referirse al entorno privado o público.

O lo que es igual, toda persona tiene que distinguirse como potencialmente capacitada para poner su granito de arena en la vida política, a través de un proceso de toma de decisiones colectiva.

Un argumento diferente incurre en la democracia como aplicación efectiva del Gobierno, con sus organismos reales o circunstancias sociales y económicas, así como con las asperezas y refutaciones de sus ideales. Si bien, como apuntan distintas muestras realizadas por fuentes fidedignas que más adelante referiré, España posee una de las democracias más dignas del mundo.

Por consiguiente, la raíz de la democracia subyace en que cada individuo disfruta de un voto, en el que es totalmente libre para enjuiciar qué hacer con él, lo que implica que adquiere el mismo valor político que cualquier otro ciudadano.

Como es sabido, la imposibilidad de las diversas formaciones políticas con las que lograr un pacto que concediera la investidura y la constitución de un nuevo Gobierno, ha vuelto a abrir otro escenario de Elecciones Generales, que culminará el día 10 de noviembre con la apertura de las urnas.

Desde entonces, han transcurrido más de cuatro meses desde que el Partido Socialista Obrero Español obtuviese el mayor número de votos y se convirtiera en la primera fuerza más votada. Sin embargo, no alcanzó los acuerdos necesarios para configurar un gobierno, a lo que hay que sumarle, las ocho semanas de inmovilización institucional con la tentativa de una investidura que definitivamente no prosperó.

Con este fiasco repetido, España se asoma a un precipicio político sin precedentes: en menos de cuatro años celebrará su cuarta votación.

A esto habría que agregar, el cansancio y la saturación generalizada con el sistema político de ahora y como no podía ser menos, la susceptibilidad oteada para el futuro, que ha creado el caldo de cultivo idóneo para que irrumpan otras fórmulas políticas.

Ahora, lo que ciertamente se dirime, no es tanto quién obtendrá el mayor número de votos, sino más bien, qué alianza de fuerzas dirigirá a España.

Y por si fuera poco, en estos últimos tiempos, frívolamente, se ha hecho gala de negociar con quién no está dispuesto a pertenecer a España, explorando el desmoronamiento del espacio de convivencia que todos alcanzamos en 1978.

Precisamente, es en este momento crucial, donde prima el respeto y la admiración por la Comunidad Autónoma de Cataluña e irremediablemente, no puede ocultarse el desasosiego que vivimos por las coyunturas tan complejas que se han desencadenado; sólo el acatamiento a la legalidad democrática, es la que hace posible que no nos dejemos de chantajear por una corriente supremacista, de corte étnico-lingüista que pretende romper España.

Haciendo hincapié, en la no manipulación de la única línea restrictiva por la parte contrapuesta, cuando prevalece quiénes así lo persiguen, la autodeterminación para especular el autonomismo acabado y postergado.

En estos casos, lo equilibrado de los valores democráticos pasa por la planificación y metodología desde la ley y el consenso, rescatando las competencias, así como el desempeño de la alta inspección del Estado, devolviendo la buena sintonía al resto de autonomías y al Gobierno.

Si no existe la observancia a los preceptos constitucionales, baladí sería presuponer que el tiempo modificará este conflicto, o que posiblemente, la adrenalina independentista desaparecerá antes o más tarde. Es perceptible, que las inclinaciones extremistas y el nacionalismo supremacista y excluyente lo es en mayúsculas y no se deshincha fácilmente, únicamente puede atajarse desde la voluntad democrática, lucidez y rectitud política como reglas principales de trabajo. Si acaso, ya habrá tiempo, si corresponde, para retornar a la senda de la negociación, pero siempre, sin salirnos del constitucionalismo.

Por tanto, no prescindamos, que el Reino de España está enraizado en una democracia plena y compenetrada, cuya Constitución le habilita a incluir enfoques políticos que no tienen cabida en otros textos legislativos de estados miembros de la Unión.

Con estos mimbres que no son pocos, los españoles nos enfrentamos al mayor de los retos desde la aparición de la democracia allá por el 15 de junio de 1977, cuando se convocaron las primeras elecciones democráticas, tras más de cuatro décadas inmersos en un régimen político dictatorial.

Por tal motivo, estas elecciones es un derecho que ejercer y un deber que desempeñar en la medida que nos comprometamos. Se trata de algo tan transcendental, como encargar la administración de España tanto a legisladores como a gobernantes, que habrán de disponer y acometer la confianza de todos.

En otras palabras, la confluencia de contextos políticos, sociales y económicos que hagan factible la prosperidad en la vida de las personas, en paralelo con la dignidad de cada una de ellas. Sin inmiscuir, que la paz social es una pieza vertebradora del bien común y que con nuestro voto, decididamente ayudamos a la consecución de estos propósitos esenciales.

Como inicialmente se ha expuesto, el ejercicio del voto es un derecho, por eso nos felicitamos que esta labor se haya afianzado junto a un Estado Social y Democrático de Derecho protegido con la Constitución.

Es por ello, que hemos de practicar con agudeza este derecho, ponderando con espíritu crítico las muchas proposiciones y ofertas políticas. Claro, habrá que estar al tanto de los programas electorales con su real sentido político.

De todo esto, es comprensible que podamos sentirnos atrapados por la abstención a la hora de emitir el voto, cuando a lo mejor, dirimimos que ninguno de los partidos nos ofrece lo deseado.

Aunque, ninguna de las propuestas sea la más acorde con el ideal racional de un orden social adecuadamente justificado, es fundamental hacer un esfuerzo y optar por el voto más beneficioso.

Según los datos de la Oficina del Censo del Instituto Nacional de Estadística, las personas con derecho a voto para elegir a los 350 diputados y 208 senadores, lo totalizan 37.000.608 españoles, de los cuales, 226.771 por vez primera están llamados a las urnas, al haber cumplido los dieciocho años después del 28 de abril, fecha de los anteriores comicios. De estos 37 millones de electores, 34.872.049 viven en España y 2.128.559 integran el Censo de Residentes Ausentes al residir fuera del país.

Hay quien tiene la opinión que se trata de una obviedad, pero lo cierto es, que así lo es, que España es una democracia curtida y moderna que se ha apuntalado en un tiempo relativamente reducido.

Quizás, por una predisposición a la autocrítica, hemos omitido enarbolar lo conseguido por ciudadanos e instituciones.

Un Estado que hace poco más de cuarenta años, hubo de desprenderse del lastre de la dictadura, siendo capaz de encajar inmejorablemente entre las veinte democracias más identificables de la aldea global. Así lo estiman innumerables y acreditados muestrarios internacionales con variables combinadas.

Desde la Transición, año tras año y de manera gradual, España ha ido escalando peldaños hasta ubicarse en la avanzadilla en materia de democracia, libertad, igualdad y Estado de Derecho. Incuestionablemente, para sorpresa de muchos, nuestro país ocupa el puesto 19 de un grupo de 165 estados que completan el Democracy Index, una ordenación periódica hecha por la Unidad de Inteligencia de The Economist Intelligence Unit, por sus siglas en inglés, EIU. En el año actual, la calificación conferida a este país se ha evaluado en 8,08 sobre una escala de 10.

Con este talante, nos hemos dispuesto como una de las 20 democracias más íntegras del planeta; realidad que compartimos con estados como Nueva Zelanda, Suecia, Noruega, Suiza, Dinamarca, Canadá y Alemania, a los que no hace mucho, observábamos con asombro.

Como indica en su análisis la EIU, junto a democracias plenas también subyacen democracias deterioradas con regímenes heterogéneos y dictatoriales. El Democracy Index es confeccionado por expertos y especialistas que examinan 60 indicadores asentados en cinco categorías, tales como procesos electorales y pluralismo, libertades civiles, funcionamiento del gobierno, participación política y cultura política.

En el caso concreto de España, los investigadores se han topado ante un Estado en el que se defiende la pluralidad política; porque el voto ya no es sinónimo de intimidación, sino que nos enorgullece. Donde la igualdad de los ciudadanos, independientemente de su raza, etnia, sexo, origen o condición sexual, es un medio legítimo hasta ser una prioridad política.

Otros de los indicios que meticulosamente compara la salud de la democracia, es el Instituto Varieties of Democracy de la Universidad de Gotemburgo, que recientemente ha divulgado su Tercer Informe aplicado a 179 países. El conocido como V-Dem, detalla las alarmantes tendencias que confluyen en algunas democracias, hoy auspiciadas por las facciones extremas de los partidos políticos que ganan espacio y apoyo. Mismamente, la cantidad de territorios que reculan o dan marcha atrás, es comparable con los que prosperan democráticamente.

La reciedumbre de las colectividades democráticas ha impulsado que España evolucione en otro de los ítems de correlación; en este caso, el Rule of Law Index que desarrolla el World Justice Project, ha medido en 126 países y jurisdicciones como la ciudadanía experimenta y percibe en general, el Estado de Derecho. Situándonos a nivel universal en el número 21, mejorando dos lugares en proporción al año anterior.

Taxativamente, interpreta y aprecia ocho variables, comenzando por el respecto a los derechos de los ciudadanos, seguido de las restricciones a los poderes del gobierno; la ausencia de corrupción; la existencia de un gobierno abierto; los derechos fundamentales; el orden y la seguridad; el cumplimiento de la normativa y, finalmente, la justicia civil y penal.

Esta organización internacional de la sociedad civil, específica, que en España el Estado de Derecho continúa evolucionando; un año como el vigente, en que otras naciones han bajado escalones en su valoración. Tómese como ejemplo, que 61 países han decaído, 23 se conservan invariables y 29 han progresado, entre los cuales, se encuentra España.

El temperamento percibido en las libertades básicas de la ciudadanía, como la libertad de expresión o la probabilidad de votar a distintas fuerzas políticas, fusionado a la libertad de reunión, la libertad religiosa, la libertad de prensa o la libertad de movimiento, son otros de los elementos claves, para juzgar las constantes vitales de la democracia en cualesquiera de estos estados.

En razón de dichas cuantificaciones, la organización no gubernamental Freedom House, que administra numerosas investigaciones y promociona la democracia, además de la libertad política y los derechos humanos, ha completado su registro sobre ‘La Libertad en el mundo’, en el que España consigue 94 puntos sobre los 100 posibles. Alcanzando el número 20 de entre las naciones más libres del mundo y aventajando a Francia, Italia, Austria y Reino Unido.

De lo que se desglosa, que cada uno de estos exponentes definen con clarividencia, que España está en la delantera, o para ser más justos, en la vanguardia de las democracias más flamantes con las que pondera la generosidad y el valor democrático; redundando en la experiencia acumulada con estos más de cuarenta años al amparo de la Carta Magna.

Tesis que, por momentos, parece ponerse en cuestionamiento.

Consecuentemente, a partir de ahora, desde el pistoletazo del arranque de la campaña electoral, la mayor parte de la responsabilidad incide en la ciudadanía, porque la idiosincrasia de los valores democráticos se fragua en ese hombre y esa mujer que somos a una voz, el veredicto del Pueblo; siendo con nuestra papeleta, quiénes en definitiva resolvamos qué Gobierno nos aguarda.

España necesita de un liderazgo depositario de firmes convicciones democráticas, para que con sensatez administre la nación, descifrando con desenvoltura las nuevas realidades y abordando los muchos desafíos.

Y es que, para la prolongación en el accionar de nuestras instituciones y cultura democrática, los ciudadanos atesoramos uno de los derechos más preciados, el de sufragar.

*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ con fecha 5/XI/2019

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