sábado, 9 noviembre, 2024

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Mis 18 años

¡Un verano más! -pensé-, pero en realidad no era así. ¡Cumpliría 18 años! Estaba de camping, junto a un grupo de amigos. Se celebraban las fiestas patronales del pueblo. Nuestro punto de localización: Ayna.

La juventud, la música, el paisaje… aquella preciosa cascada, llamada «Cola de caballo» ¿qué más podríamos desear? Al regresar, volvíamos en dos coches distintos y no me atrevo a afirmar, porque lo hicimos también a una hora diferente. Casi se podía palpar nuestra alegría, inspirada en momentos muy gratos; una de mis amigas, cuyo novio conducía el coche; entonaba una canción que le traía recuerdos de la etapa colegial con las monjas, cuando las chicas paseaban juntas por el campo. Todo parecía tan perfecto esa tarde… y ocurrió, los guijarros presentes en la carretera provocaron la pérdida de control al volante. Fue imposible evitarlo, en auto derrapó cayendo, finalmente, por el desnivel del barranco y dimos de vueltas… una, dos y media, milagrosamente ahí dejamos de rodar. No hubo gritos, solo silencio en esas vueltas. Lo que oímos y vemos en la ficción (ese pasar la vida en cuestión segundos por tu mente) eso, pude experimentarlo. Físicamente, el conductor salió algo herido y todas nosotras magulladas; se oían voces de preocupación, desde arriba en la carretera ¡se han matado! -decían-. Se asombraron al vernos salir por nuestro propio pie. El coche quedó bastante destrozado, un taxi nos acercó al pueblo más cercano. Mi madre, al verme, notó mi rostro tan pálido que quiso saber; y tras oír el relato exclamó: “¡hija has vuelto a nacer!”. En cuanto a mi padre, preferimos ocultárselo, ya que me habría impedido realizar más de una salida. Hubiese sido una broma macabra del destino; que algo más grave hubiese ocurrido e igualmente se pudieron contemplar intactas nuestras cintas de cassette, la guitarra española con la que nos sentíamos acompañados, y unas fotos que hoy se muestran blanquecinas, aunque en su día lucían perfectas. 

En el momento presente mis hijos son mayores de edad, a veces imagino que, como si en una de esas películas favoritas aconteciera, de haber sido todo diferente, ellos no hubieran existido jamás. Reflexiono en cuán verdaderas son las palabras del famoso tema de Julio Iglesias: “Al final, las obras quedan, las gentes se van”. He vuelto a pasar alguna vez por el lugar donde todo ocurrió. Sin poder apartar la mirada de la montaña, de la curva, de la carretera…. No vi algún fantasma de esos que dicen pueblan tantos pueblos de España. Solo me he enfrentado a los míos propios, esos que no desaparecen, ni con la intervención de ningún médium. Son los del pasado, que tan bien retrató Dickens en su extraordinaria obra Cuento de navidad. Los trágicos y tortuosos recuerdos que, aunque conocemos su necesidad de ser borrados, no resultan tan fácil borrarlos. Por otra parte, en ocasiones, el meditar sobre ellos nos facilitaría mejorar el presente, hacer que lo valoremos más. 

Dejad vuestra mente tranquila, vacía de impurezas, dad cabida a lo positivo, no toleréis que lo que resulta inútil y destructivo os vaya hundiendo sin apenas percibirlo. Aferrémonos al ahora con perfume y con espinas, con gozo y con dolor exprimámoslo al máximo. Intentemos que los instantes felices abunden, suele coincidir con nuestra preocupación por los demás. Una forma maravillosa de empezar los años, los meses, incluso cada día, tal vez sólo entonces oigamos tenue y lejano nuestro propio y lastimero ¡Ay! por aquellos que perdimos en el duro trayecto de la vida.

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