París. Petit Palais. Aquí se realiza una exposición itinerante organizada por el Museo Van Gogh de Amsterdam y el RKD ( Instituto neerlandés de Historia del Arte. que pone en luz los ricos intercambios artísticos, estéticos y culturales entre los pintores holandeses y franceses desde el reino de Napoleón hasta el Siglo XX.
Estos pintores acudían a París desde Holanda, atraídos, embelesados con la ferviente vida artística del lugar donde todo existía: la libertad de crear, la imaginación al poder, la ruptura de visiones clásicas que darían paso, inexorablemente, a nuevos movimientos artísticos..
Muchos de ellos vivían en Montmartre, porque allí las cosas funcionaban según su mecanismo de relojería artística: cada uno con lo suyo y todos juntos en una exposición, donde los espectadores consumían la energía vertiente de cada obra.
La diversidad visual de esta exposición itinerante, tiene la riqueza testimonial del arte como forma de expresar ideas y filosofías de vida.
Imagino al iracundo Vincent van Gogh y a su hermano Theo : uno, pintando a estilete y pincel la rota realidad formal y engrosando los trazos con materia para lograr el divino volumen y la tridimensionalidad en cada obra y al otro, vendiendo los cuadros para simplemente, sobrevivir.
Y entro a las tertulias bulliciosas de Montmartre, donde unos y otros planteaban formatos y estilos para decirle un sí rotundo a la Naturaleza, descubriendo a Fontainebleau como lugar de privilegio para robarle al verde un brillo más intenso y llegar al ocre quizás por el camino del amarillo fauvista….Los imagino discutiendo acerca del alma de los retratos, de condiciones de luz que cambian el paisaje según cada momento del día. Y miro a Monet, en un cielo intenso muy bien trabajado en sus volúmenes nímbicos, que no son sino signos de la más rica variedad: nunca hay dos cielos iguales, cuando nadan en ellos las nubes. El paisaje, el pluriverdor de la naturaleza , devoraban sus tardes tendidas sobre telas y óleos que rivalizaban en la puesta en escena.
Y aparecen, translúcidas y quebradas por la luz cenital, las flores de Kees van Dongen, algunas al borde de un otoño fugaz y otras enhiestas, como luces que se encienden en la noche del oscuro fondo pictórico. Y leo un pensamiento extraído de una de sus cartas escritas a su mecenas, que decía:»París me atrae como un faro». Sí, faro de luz que horadaba los pétalos dejando a su paso aromas de tiempos, sustraído ahora a nuestro tiempo.
De pronto, un pequeño cuadro,- hasta diría el menos llamativo desde la óptica puramente del goce visual-, roba mi atención. Su autor es Ary Scheffer. En dicho cuadro se representa una escena muy intensa, donde el moribundo yace postrado con su rostro afilado y agónico. Hacia la derecha, alguien oculta su rostro bajo uno de sus brazos y llora, angustiado. Más atrás, uno de los personajes mira a su amigo moribundo, con una mirada de siglos, como hablándole al dolor y dándole su último calor a través de su mano.
¿Quiénes son?. ¿Qué representan?. Pues bien, el moribundo es el pintor Théodore Géricault, que ha sufrido un accidente cayéndose de su caballo, cuando apenas tenía treinta y tres años y agonizó durante ocho días durante los cuales fue visitado por Ary Scheffer y Eugène Delacroix, puesto que los tres compartían una gran amistad y visiones acerca de un mundo pictórico en ebullición, que daba preponderancia a la subjetividad sobre la objetividad, en una actitud puramente romántica.. La escena es doliente, porque representa la agonía de un amigo joven que irremediablemente morirá. Delacroix aparece con su rostro oculto bajo su brazo, expresando su desconsuelo y negando su rostro testimonial a un momento que se niega presenciar. Parado, y en segundo plano Ary Scheffer comulga con Géricault sus últimos suspiros. Los tres grandes pintores inmortalizados en esta escena.
Escucho a lo lejos, autos, sirenas, motos, buses, murmullos que taladran el aire.
Parecen planos distintos, de épocas diversas y de situaciones disímiles, pero una sola luz se enciende en mi alma, como un faro en la mar: la magnificencia de la belleza y de la perfección, a veces no alcanza la perturbación que causa en el espectador una obra simple, porque el contenido supera ,emocionalmente, al continente.
*Escrito en París, 19/04/18