sábado, octubre 12, 2024

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Putin bombardea dos veces

El Consejo de Seguridad (CS) de Naciones Unidas; integrado por 15 Estados, cinco con carácter permanente (EE UU, Rusia, China, el Reino Unido y Francia) y 10 temporalmente, por espacio de dos años; tiene la responsabilidad cardinal de mantener la paz y la seguridad.

En cuestiones de fondo, el poder de veto del CS se refiere al practicado en exclusiva por las grandes potencias, a las que la regla de la unanimidad –impuesta por ellos mismos en la Conferencia de San Francisco (1945), que dio nacimiento a la organización– permite evitar la aprobación de cualquier resolución.

De acuerdo con la Carta de la ONU, todos sus miembros convienen en aceptar y cumplir las decisiones del CS, único órgano de la organización cuyas decisiones están obligados a cumplir los estados miembros.

La injusticia que supone el derecho de veto se traduce en un abuso intolerable, impuesto por las potencias vencedoras de la guerra, ignorando al resto de países.

Coincidiendo con la celebración anual de la Asamblea General de Naciones Unidas, la Comisión de Investigación de la ONU para Ucrania confirmó que Rusia ha cometido crímenes de guerra en el país invadido.

Literalmente: «La Comisión ha constatado que algunos soldados de la Federación Rusa cometieron este tipo de delitos: diferentes tipos de violaciones de derechos, como violencia sexual, tortura y tratos crueles e inhumanos. Hay ejemplos de casos en los que los familiares fueron obligados a presenciar los crímenes. En los casos que hemos investigado, la edad de las víctimas de la violencia sexual y de género oscilaba entre los cuatro y los 82 años».

Recientemente, la ONU encontró cuerpos de hombres y mujeres, niños y adultos, civiles y soldados, con signos de tortura, en 445 fosas comunes cerca de Izium, centro neurálgico de la guerra recuperado por Ucrania durante la contraofensiva de Járkov.

Amparándose en una ventaja preventiva, al ministro de Exteriores de la Federación rusa, Serguéi Lavrov, le ha faltado tiempo para negar en el Consejo de Seguridad que se hayan cometido crímenes de guerra en Ucrania. Nada nuevo bajo el sol.

No obstante, la última palabra de las Naciones Unidas ha sido: «Sobre la base de las pruebas reunidas por la comisión, se ha concluido que se han cometido crímenes de guerra en Ucrania».

Por consiguiente, el poder del veto en el Consejo de Seguridad, que ya dura 77 años, invita a una reflexión que tenga en cuenta la indignación con la que los ciudadanos asisten al triste espectáculo de una organización universal que –con el bloqueo de uno solo de sus cinco miembros– blanquea las actuaciones de los países que gozan de ese privilegio.

La pregunta más urgente: ¿Puede seguir el CS quedándose de brazos cruzados ante el desafío de uno de sus miembros con derecho a veto que –tras la tortuosa invasión de Ucrania– acaba de ampliar, de nuevo sus fronteras, con la fuerza de las armas y el pavor que provoca el chantaje de sus armas nucleares?

El secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, que está actuando con tino y una diligencia a la que la organización no nos tiene acostumbrados, advirtió: «Cualquier decisión de proceder a la anexión de las regiones ucranianas de Donetsk, Luhansk, Jersón y Zaporizhzhia no tendría ningún valor legal y merece ser condenada».

Pero la catarsis no llega y, en concreto, la estructura y métodos del CS que, con obstrucción y/o pasividad, no responde con resoluciones que faciliten la solución de situaciones extremas –denunciadas por la propia organización– al conculcar los derechos humanos y amenazar la paz y seguridad internacionales.

Al tratar de reformular su guerra agresiva como una guerra reactiva –«La integridad territorial de nuestra patria, nuestra independencia y nuestra libertad serán defendidas»–, Putin compendia la hipocresía de quien calculó mal, el primer error fue la invasión, y ahora trata de rectificar.

El segundo, quizás más grave que el anterior, la movilización de reservistas para reforzar el Ejército ruso y justificar el largo conflicto híbrido que persigue alargar.

Tras meses de mantener la paz interior –mediante una combinación de propaganda, mentiras, censura y duros castigos a las críticas y a la disidencia– él mismo, de forma insensata, ha roto la calma, al activar la cancelación del «pacto de no participación» (así denominado por la académica Masha Lipman), por el que la población rusa se mantenía al margen de la política, a cambio de que el gobierno no se inmiscuyera en su vida cotidiana.

El último: la anexión de territorios previamente invadidos, repitiendo el modelo empleado en la anexión ilegítima de Crimea (2014). En esta ocasión, valiéndose de cuatro referendos ilegales en territorio capturado, con resultados a la búlgara (por disciplinada unanimidad).

Una parodia de democracia que trae a cuenta la filosofía del general prusiano Clausewitz, para el que la guerra es la búsqueda de la política «con otros medios».

El regalo que se ha ofrecido Putin en su 70 cumpleaños, al apropiarse del 15% de Ucrania –con la pantomima de la firma, en el Gran Palacio del Kremlin, de «tratados de adhesión» con los que convierte cuatro regiones ucranianas en territorio soberano, que Moscú está obligado a defender– va acompañado de intimidación: utilizar un arma nuclear para defender el territorio absorbido por Rusia. Y una seria advertencia: el (supuesto) sabotaje de dos gasoductos Nord Stream en el Mar Báltico.

Están por ver las secuelas. Por ahora, 200.000 rusos habrían huido del país, escapando de un alistamiento más amplio del anunciado, la carga de la movilización estaría recayendo más en las ciudades y pueblos pequeños y en las minorías étnicas. Y protestas esporádicas en 38 ciudades. En cualquier caso, «mucho arroz para tan poco pollo» y Navalny en una cárcel de alta seguridad.

La acumulación de crímenes de guerra probados, la anexión ilegal de territorios, la siniestra amenaza nuclear para compensar la ineptitud de sus fuerzas convencionales… reclaman la urgente transformación del derecho absoluto de veto, en el Consejo de Seguridad, en un ejercicio responsable.

El veto de acciones equilibradas y proporcionadas, oportunamente razonadas y basadas en hechos objetivos de dominio público, destinadas a evitar un mal que inflige sufrimientos indecibles, perjudica la credibilidad y legitimidad de las propias Naciones Unidas.

Los Estados que generen o se encuentren inmersos en un conflicto bélico no deberían gozar –con carácter temporal o definitivo– del derecho de veto. Y tendrían que ser privados –sin miramientos– de este poder, hasta que rectificasen y reconocieran sus crímenes. Una utopía, lo sé, dilecto lector.

Aquellos países, denunciados o condenados por el Tribunal Penal Internacional o por instancias de Naciones Unidas, por haber cometido crímenes de guerra o violar la carta de la ONU, deberían ser expulsados de la organización o, al menos, impedidos de participar en alguna de sus comisiones ejecutivas. Una quimera más.

Sin normas de este calado, se está amparando y blanqueando a quienes generan desconsuelo a tantos seres humanos. Y lo que no es útil, no vale la pena conservarlo. ¿De qué ha servido tanto sufrimiento si ahora las potencias que, en teoría ganaron la guerra en nombre de unos valores determinados, se las han pasado por la piedra?

Las circunstancias han cambiado de forma drástica y el veto sigue siendo una grave anomalía. La imposición de la ley del terror, desafiando el derecho internacional, está teniendo como resultado que Putin –al apostar por una guerra larga y brutal que acabe por debilitar el apoyo de Occidente a Ucrania y reducir la vital ayuda militar y económica que está proporcionando– está bombardeando dos veces el mismo sitio.

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