La moción de censujra no es un gesto desesperado ni una extravagancia parlamentaria. Es el recordatorio de que la democracia dispone de mecanismos para respirar cuando el aire político se vicia. Rehuirla no es prudencia: es indulgencia. Y las indulgencias, en política, siempre las paga el contribuyente.
Un análisis sereno de la actualidad revela que el Gobierno no tiene la confianza del Congreso y que la pérdida de apoyo social ha erosionado el sistema hasta hacer insostenible la continuidad del ciclo político.
En las democracias parlamentarias, cuando un gobierno pierde legitimidad, el fin de ciclo solo puede resolverse mediante elecciones anticipadas, cuestión de confianza o moción de censura, instrumentos que la Constitución prevé para impedir que la inercia sustituya a la política.
Descartada la disolución de las Cortes hasta 2027 y desechada la cuestión de confianza, queda la herramienta más incómoda para los gobiernos más incomprendida para la opinión pública: la moción de censura.
Pesa un factor que rara vez se menciona: las democracias maduras no temen a sus instrumentos de control. Solo gobiernos debilitados convierten una moción en amenaza existencial. En realidad, revela la salud institucional: Un ejecutivo que la afronta se fortalece; uno que la esquiva confirma su fragilidad. Ese termómetro -más político que aritmético- explica su potencia simbólica.
La ruptura del consenso del 78 y la cruzada de deslegitimación de la Transición han creado un clima donde la corrupción de de ser incidente para convertirse en atmósfera. Y cuando la corrupción es clima, no presentar la moción es aceptarlo. Un Gobierno cercado por escándalos que erosionan legitimidades, debe ser confrontado en sede parlamentaria, sin atajos ni coartadas.
Uno de los déficits originarios de nuestra democracia -la debilidad de la sociedad civil- explica que aquí no se dimita por incompetencia, corrupción o indignidad. Esa anomalía no puede convertirse en tradición constitucional.
La política española vive instalada en una reserva espiritual del gesto. Pero hay momentos en los que la protesta no basta. Las democracias no se arreglan con liturgias dominicales: activan sus mecanismos más exigentes. La ciudadanía observa el paisaje con cansancio resignado.
La gravedad moral del momento basta para presentar una moción de censura, el instrumento que obliga al Ejecutivo a escucharse y a los grupos a retratarse: explicar por qué sostienen lo que sostienen y a quién protegen al votar. Incluso destinada al fracaso, la moción tiene utilidad quirúrgica y expresa un compromiso con la dignidad del sistema.
Recordatorio pedagógico: la oposición no está para medir ráfagas demoscópicas, sino para construir una alternativa, aunque sea mínima. Presentar un candidato, un programa y una idea de país siempre es mejor que resignarse a ser la barra de apoyo de la indignación ambulante.
No conviene ignorar los riesgos. Una moción sin alternativa sólida puede reforzar al Gobierno y dividir a la oposición. PEro los riesgos mayores son otros: normalizar la corrupción, asumir la degradación como parte del contrato democrático, renunciar a ejercer oposición.
Una moción mal planteada -sin candidato creíble ni relato de Estado- se convierte en un circo portátil y combustible victimista. Incluso puede bloquear intentos futuros. Pero lo peor no es perder la votación; lo peor es perder la ocasión. Renunciar a la moción es admitir que la erosión moral puede gestionarse con consignas. Es permitir que la corrupción halle refugio en la tibieza.
En política, las oportunidades no suelen repetirse. Los ciclos se aceleran, las lealtades fluctúan y las mayorías envejecen con rapidez. Una moción obliga a fijar posiciones sin el alivio de la ambigüedad ni el escondite de las declaraciones televisivas. Por eso incomoda: congela la política, que prefiere el movimiento difuso donde nadie responde por nada.
Aunque los números no den, la moción debe presentarse. No para ganar el poder, sino para recordar que aún hay quien exige su limpieza.
Es un mínimo moral que obliga al Gobierno a dar la cara y empuja a cada grupo -en un arco parlamentario con tantos detractores del sistema como partidarios- a abandonar la zona gris. La moción limpia el aire político: devuelve la discusión a su único lugar legítimo: el Parlamento. Allí no caben insinuaciones: solo votos.
El Gobierno, sin apoyos, apenas gobierna y su lugar debería ser ocupado por otro. Uno no está y el otro no aparece. Sombrío dilema.
La moción puede decepcionar. Renunciar a ella puede empeorar las cosas. Por imperativo moral, es ineludible.



