Diez años sin terrorismo de ETA

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«Es muy estúpido sepultar bajo la pátina del polvo del olvido unos hechos que fueron lo que fueron, crímenes execrables y horrorosos»

Más allá del sentido poético del dolor y de la mística de la muerte está el sentido trágico de la realidad. Más allá de la épica, está esa realidad en sí misma. Hace mucho que descubrí que en la muerte hay poco de épica, de mística y de poesía. Nunca olvidaré el olor de la muerte. Y la muerte, se lo aseguro, siempre huele mal.

Educado en la mística del perdón y del heroísmo, vivo con el corazón por un lado y el cerebro por otro. Y no suelen circular en el mismo sentido. Por su parte, la cabeza me habla de perdonar, de pasar página, de olvidar… pero el corazón, ay el corazón, no se aviene a razones cuando el dolor aprieta.

Hay varias cosas en el mundo que me quitan la paciencia. Una de ellas es la estupidez. Otra es la injusticia. Seguro que me habrán leído alguna vez cuando digo que la estupidez suele ser muy injusta. El olvido también lo es. Y la desmemoria también es estúpida e injusta.

Es justo celebrar que hace diez años el Estado de Derecho derrotó a la más infame de las bandas terroristas. Es estúpido olvidar lo que hicieron y los crímenes que perpetraron los etarras y sus cómplices. Es justo celebrar la paz. Es muy injusto olvidar la memoria de los muertos. Y es muy estúpido sepultar bajo la pátina del polvo del olvido unos hechos que fueron lo que fueron, crímenes execrables y horrorosos. Unos hechos cobardes por mucho que algunos iluminados los hayan querido disfrazar de épica, de mística y de falso heroísmo.

Cada uno de nosotros tiene su historia. Yo tengo memoria y no es la primera vez que la refresco para hablar del terrorismo de ETA. Cada vez que lo hago digo lo que pienso, aunque modero mi lenguaje para no dejarme llevar por los más agrios humores de mis vísceras. Al final siempre hago lo correcto. Soy así y, si alguna vez no lo he hecho me ha salido mal, así que esta vez también lo haré, pero sin callar lo que pienso.

Viví los años de plomo como un adolescente de aquel Madrid de la transición, rodeado de patrullas de seguridad y miedo. Mucho miedo. Las noticias de los crímenes etarras caían en casa como una losa de amargura. Las tardes a veces se hacían eternas esperando el regreso de un padre que vestía de uniforme. Un hombre de mente abierta que me educó en la tolerancia con la mirada puesta en un futuro de libertad que, en aquellos años, podía depender de la irracional decisión de un bárbaro oculto debajo de una capucha y detrás de una pistola.

Años después, el ejercicio de mi profesión me llevó a Valencia. Mi primer atentado en la capital del Turia me remonta a 1990. 14 heridos por un coche bomba. Bueno, por un coche bomba y por el desalmado que activó el detonador. Después vino la muerte de Edmundo Casañ, asesinado ante las oficinas de Ferrovial, tres muertos en Mutxamel… Se me rompió el corazón con el asesinato de Manuel Broseta muy cerca de la Facultad de Derecho de Valencia. Hubo más atentados entremedias, pero mi memora me lleva a 1995 y a la muerte de una mujer por una bomba en unos grandes almacenes.

Cómo olvidarlo. Ese día mis padres estaban allí y yo andaba por el número 13 de la calle Colón. Y hubo más, pero no olvido que el 4 de agosto de 2002 un hombre y una niña de 6 años murieron y otras cuarenta personas sufrieron heridas por la explosión de un coche bomba junto a la casa cuartel de la Guardia Civil en Santa Pola. Mi memoria no olvida las campañas contra hoteles de ciudades turísticas y el terror en las caras de los estudiantes alojados en un hotel de Alicante o los de un hotel de Benidorm. Y más que podría seguir contando, pero no creo que haga falta.

Son ya diez años sin terrorismo de ETA, pero para muchos, para las víctimas y para los supervivientes, siempre se vivirá con ETA. Porque ETA impregna de olores repugnantes nuestra historia. Porque ETA ha vestido de dolor nuestra memoria. Porque ETA llenó de muertos nuestra crónica mortuoria.

Aprendí de Ernest Lluch el sentido del perdón y de la concordia. Pero le mató ETA. Cuando eso pasó supe que mi dolor se igualaba con mi rabia y con mi desprecio por los asesinos. Y, digo lo que pienso. Se me hizo muy difícil desde entonces el poder olvidar.

Diez años sin terrorismo de ETA no son 10 años sin ETA. El problema sigue latente porque la banda criminal no fue un hecho aislado de la sociedad, porque los terroristas asesinos de ETA tenían, y tienen, el apoyo social necesario para que sigan llevando puesto el disfraz de su falsa mística y de su infame épica.

Hoy, diez años después, no siento más que desprecio por los que segaron tantas vidas, por los que mutilaron, por los que hirieron, por los que acosaron y persiguieron, por los que planificaron el terror y por quienes les apoyaron. Y por los que aún les apoyan.

Muy a pesar mío, cuando me hablan de perdonar a los que nunca han perdido perdón siempre digo en voz alta: «que les perdonen los muertos».

ABC

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