La escenificación, en el Congreso Federal del PSOE, de la paz entre Pedro Sánchez y Felipe González
El inesperado abrazo entre el presidente del Gobierno y uno de sus mayores críticos dentro del partido, encarna reconciliación personal y cierre de desavenencias políticas. Pero en torno al asombro, hay más.
Es de suponer que la asistencia al 40 o Congreso Federal de quien durante 23 años (1974-1997) lideró el PSOE y entre 1982 y 1996 fue jefe del Ejecutivo, no ha- ya sido tanto una apacible vuelta al redil, como el resultante de cavilaciones que se han decantado por el sí.
En su largo exordio, el “padre de la criatura” –que todavía va por libre– al no estar obligado a la inquebrantable adhesión, que tanto gusta en los partidos, se mordió la lengua, en aras de la distensión. De manera que el artífice de la renuncia al marxismo no aludió a la persistencia de disconformidades: Gobierno de coalición y cesiones al independentismo.
Compensó ese laconismo con un elogio de la moderación, del régimen del 78 y su compromiso inmutable: “Yo creo en el socialismo democrático y me siento libre porque digo lo que pienso. A veces pienso ‘mejor te callas’ pero no siempre me callo”. Con cara de póker se limitó — benigno— a dar unas palmas al acabar cada alocución y solo se puso de pie cuando hubo un recuerdo al “compañero tan inteligente como entregado a España, Alfredo Pérez Rubalcaba”.
Por su parte el anfitrión, siempre atento a su estrategia de supervivencia, concentraba esfuerzos en recoser el partido y encomiar la despintada socialdemocracia. Arrancó su discurso con un quejido: “De mí se dicen muchas tonterías. Las soporto peor cuando vienen de los nuestros”. Seguido de una exigua autocrítica: “Cuando no me callo me siento libre porque digo lo que pienso y me siento responsable porque pienso lo que digo. Eso no garantiza que no me equivoque”.
Y dos mandados cargados de intención: “Le voy a pedir al presidente y secretario general que estimule la libertad para expresarse críticamente, y la responsabilidad de pensar lo que se dice cuando se habla. Así se construye un gran partido que representa a la sociedad, que es capaz de expresar opiniones críticas y no banales, eso es lo que nos va a dar fortaleza”. Que alguien tan principal reclame libertad
de pensamiento y de crítica en su propio partido es indicativo de lo que ocurre de puertas adentro. En todo caso, resulta fácil de explicar: quien no comulgue con el libro de estilo queda –de forma fulminante– abalizado. Y es que nada genera tanta unión y temor como controlar la caja de los recursos públicos, máxime en vísperas de la llegada de los reyes magos (europeos).
En consonancia con su personalidad, no se mostró pródigo con la gestión –auto impecable– del anfitrión y prefirió poner en valor la suya: “El éxito fundamental del funcionamiento del sistema sanitario y del sistema de vacunación, eso es lo que distingue la gobernanza de la crisis en España”.
Para finalizar con una ofrenda de lealtad, eso sí, al proyecto político: “El secretario general sabe que estoy disponible, sabe que digo lo que pienso y pienso lo que digo, sabe que no interfiero. Y ni siquiera pretendo que se tenga en cuenta lo que opino. Esa es mi disponibilidad, y mi lealtad es con el proyecto político que encabecé durante 23 años y que ahora encabezas tú”.
A pesar de que el aplauso no siempre lleva a un final feliz, el incómodo gesto de asistir cabe interpretarlo como un intento de no romper con un partido al que dio larga vida y mayorías absolutas, que ahora escasean con la irrupción de formaciones que encarecen los socorros a los partidos dinásticos.
La salud democrática no pasa por confrontar de forma permanente, algo que no acaba de entender la oposición. De ahí que las reconciliaciones siempre sean una buena noticia, aunque los figurantes tengan poco en común, más allá de que ambos han ocupado la Moncloa.
Para los mas acérrimos del actual inquilino, faltó valentía política para reparar el daño que la dictadura cometió en la post-guerra y no condonan la deuda pendiente con los republicanos fusilados y desaparecidos de la guerra civil.
Para los felipistas, la factura de la indulgencia y la reconciliación se saldó con el abrazo de la Transición. Otra discordancia, al socaire de la ley de Memoria Histórica.
Queda por ver qué opinan sus socios de Gobierno de este acercamiento que, además del regreso a la socialdemocracia, comporta: modificación de la Constitución para reforzar el estado del bienestar, desarrollo del Estado de las Autonomías en clave federal, ampliación de derechos y libertades e incorporación de Europa al texto constitucional.
No hubo dudas sobre un clásico de los congresos socialistas: el modelo de Estado. Hubo referencias al fortalecimiento de los “valores republicanos” (igualdad y fraternidad) y a la transparencia y rendición de cuentas de las instituciones del Estado, incluida la Casa Real.
Sin anuencia sobre qué es hoy el modelo socialista, el abrazo mediático –en una balsa de aceite– sería un cierre en falso, al menos en lo que hace a la relación entre el partido y su electorado potencial.
Abrazar el socialismo democrático, pero confluir con la izquierda extrema, alejada del centro político; pretender la descentralización, pero instando a las autonomías –como Madrid– a no tener libertad para organizar sus impuestos y reiterar el principio federal, pero gobernar fomentando la desigualdad regional, es navegar en un mar de contradicciones.
Esta reconciliación interesada deja incógnitas por despejar, que dan pie a la conjetura y al manoseo: ¿Cabría pensar que sea un intento de recapacitación para cambiar el ancho de vías y volver al socialismo genuino? ¿Equivale a una claudicación pública de la última reserva moral del socialismo español? ¿Por qué no se ha hecho mención a los pactos ominosos con los apóstoles de la secesión? ¿Cómo es posible que no se dedicase un minuto a la economía o al empleo? ¿Por qué no había una sola bandera española en el Congreso?
Escribía Josep Pla en la posguerra: “Hoy en España hasta los árboles parecen manoseados”.