En el MMCL Aniversario del cerco de la Ciudad celtíbera de Numancia, persiste la estela imborrable de uno de los capítulos más intrépidos y denodados, dotando a lo hispano de unas peculiaridades propias que desde entonces le preceden.
El memorable combate contra la iniquidad, el amor por la liberad o la abnegación personal, preconizada por una razón justa, todo ello, circunscrito en una lucha diferencial en cuanto a contendientes y medios, son variables identificativas que contrastan el vivo retrato de este territorio. Si bien, confluirían expresiones tan nuestras como ‘numantino’ o ‘quijotesco’, metáforas que evidencian el enorme empeño, a pesar de los muchos infortunios y penalidades acontecidas.
En los veinte años que perduró el acorralamiento de Numancia por tropas de la República de Roma a las órdenes de Publio Cornelio Escipión Emiliano (236-183 a. C.), más conocido, como Escipión Emiliano ‘El Africano Menor’, para afrenta de la clase política y militar romana, los celtíberos, un variado conjunto de tribus y pueblos, encararon un aguante tan decidido, que totalizó un hito en la Historia de la Humanidad. Una disputa a todas luces, vaticinada a la frustración.
Tras tanto tiempo repeliendo incesantes irrupciones, el Senado romano optó por poner sitio a Numancia, despuntando un perímetro de nueve kilómetros sostenido por torres guarnecidas de honderos y seteros dotados de flechas, dardos y piedras y artilladas con ballestas, catapultas y pedreros. Posteriormente, aparecieron meses de hambre y padecimientos mortíferos, con el añadido de la resignación a morir, antes que rendirse.
Más adelante, esta localidad se repobló, de suponer, por poblaciones celtíberas adyacentes, padeciendo nuevas devastaciones durante los trechos interminables de las Guerras Sertorianas (82-72 a. C.).
Ya, en el siglo III se origina su declinación definitiva y generalmente se tiene la opinión, que dejó de estar conquistada en el siglo IV d. C., aunque recientes descubrimientos arrojan un establecimiento visigodo del siglo VI d. C. Actualmente, Numancia sigue autografiando a una urbe celtíbera ubicada sobre el Cerro de la Muela, en Garray, perteneciente a la provincia de Soria, en Castilla y León.
En el imaginario universal se eterniza el porte de los numantinos, que sobrecogió a Roma y a los propios literatos, como Gayo Plinio Segundo, conocido como Plinio el Viejo (23-79 d. C.), que elogió su firmeza hasta convertirla en una leyenda fusionada a la de otros lugares concretos de la Península; perseverando hasta el finito como Estepa o Calagurris. También, esta contienda ha querido dejar su rastro perdurable en la Real Academia Española, por sus siglas, RAE, que alberga el adjetivo “numantino” en el sentido, “que resiste con tenacidad hasta el límite, a menudo en condiciones precarias”.
Y no iba a ser menos, don Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616), al dramatizar este suceso legendario en su tragedia con “El cerco de Numancia”, redactada y representada hacia el año 1585. Igualmente, en el transcurrir de la invasión francesa se vivificó el relato numantino, afianzándose una clara similitud entre la entereza celtíbera y la española.
Indistintamente, por Real Orden de 25 de agosto de 1882, el yacimiento se declaró bien de interés cultural con categoría de Monumento Nacional, por lo que obtuvo la protección del Estado y la Comisión de Monumentos de Soria. Sin inmiscuirse, que el artista don Alejo Vera y Estaca (1834-1923) concluyó en el año 1881 el cuadro que escenifica “Los últimos días de Numancia”; además, en 1886 se emplazó un obelisco por el II Batallón del Regimiento de San Marcial, en reconocimiento de los numantinos.
Finalmente, en los inicios del siglo XX con el reinado de Su Majestad el Rey Don Alfonso XIII (1886-1941), se volvió a incidir en el acontecimiento de Numancia.
Con estos antecedentes preliminares, el cerco de Numancia se enmarca en las Guerras Celtíberas o Guerras Celtibéricas, que adquirieron en Hispania su protagonismo influyente a lo largo y ancho de los siglos III y II a. C., particularmente, entre los años 154 y 133 a. C.
Intervalos abocados a un sinfín de pugnas que heredaron una prolongación temporal heterogénea en su curso, con numerosos paréntesis, alianzas, acosos y acometidas entre los romanos y los pueblos celtíberos residentes en el sector medio del Ebro y la Meseta Superior.
Ciñéndome sucintamente a lo que objetivamente me permite la extensión de este texto, los prolegómenos del apremio beligerante entre Numancia y el Imperio Romano, incuestionablemente, debe articularse con el paraje de Segeda, El Poyo de Mara, emplazado en Zaragoza.
Preponderantemente, este espacio dispuso ensancharse en sus límites contiguos, levantando, poco más o menos, una muralla de unos ocho kilómetros. Una operación que quiénes ocupaban Hispania, o séase, los romanos, lo calificaron como una provocación en toda regla. Más aún, al no obedecerse el Tratado de Paz dispuesto por Tiberio Sempronio Graco (163-133 a. C.).
Nada más llegar la confirmación al Senado romano, éste, no se demoraría en mandar a Quinto Fulvio Nobilior, en calidad de cónsul, con unas huestes de unos 30.000 hombres que hicieran variar los planes en la continuidad del muro. Al tener conocimiento de la amenaza que se cernía y dado que no se había concluido la defensa, inmediatamente, los segedenses, como se denominan los habitantes de Segeda, marcharon a Numancia junto con sus familias para guarecerse. De esta forma, Numancia se vio envuelta en las batallas celtíberas.
Debiendo de incidir, que fueron varios los generales romanos que malograron su tentativa en la toma de Numancia. Porque, por esta superficie transitaron, el ya citado Nobilior, o Marco Claudio Marcelo; como Quinto Cecilio Metelo Pío; Cneo Pompeyo o Cneo Pompeyo Magno; Gayo Popilio Lenas; Cayo Hostilio Manciano; Lucio Furio Filo; Cayo Calpurnio Pison y Marco Emilio Lépido.
Análogamente, es preciso hacer un matiz que nos ayude a una más óptima interpretación en el encaje de las piezas de este puzle: En la Roma a la que me refiero, no se concebía bajo ningún concepto, que un grupo de mediocres celtíberos retasen al poder omnipotente de este gran Imperio. Amén, que las legiones romanas no se habituaban a las derrotas recurrentes. Sin soslayarse, los ingresos de los tributos equivalentes al 5% de las obtenciones agrarias, derivadas de los agricultores.
En consecuencia, el sometimiento de Hispania, nombre otorgado por los romanos a la Península Ibérica y parte de la nomenclatura oficial de las tres provincias que crearon, como ‘Hispania Ulterior Baetica’, ‘Hispania Citerior Tarraconensis’ e ‘Hispania Ulterior Lusitania’, conjeturaba, no únicamente un argumento de orgullo, mismamente, auspiciaba un negocio descomunal que elocuentemente ayudaba a atiborrar las ambiciosas arcas de la República Romana.
Todo ello, influiría en las legiones, para doblegar lo más diligentemente a Numancia.
En esta tesitura, el Senado satisfizo consignar a Cornelio Escipión, un general de considerable reputación que había logrado la más alta popularidad con la desintegración de Cartago, la capital púnica, que dictaminó primero, quemarla; consecutivamente, demolerla y a la postre, sembrarla de sal. Jerárquicamente, es propuesto cónsul en el 133 a. C., sin haber mediado diez años desde su previa designación.
Ahora, quedaba en manos de Cornelio Escipión, el encargo de echar por tierra a los irreductibles numantinos y despojar a Roma de tan incomodo adversario.
Quien mejor puede relatar lo que verdaderamente representaba Numancia para Roma, es Tito Livio (59 a. C.-17 d. C.), un historiador de importante calado que literalmente expuso al pie de la letra: “Numancia, aunque inferior en riquezas a Cartago, Capua y Corinto, respecto a valor y distinción fue igual a todas y la mayor gloria de Hispania. Esta ciudad, sin murallas ni fortificaciones y situada en una prominencia en las inmediaciones de un río, con una guarnición de 4.000 celtíberos sostuvo ella sola el ataque de un ejército de 40.000 hombres durante 11 años, y no sólo eso, sino que también logró rechazarlos fuertemente en diversas ocasiones y les hizo formar vergonzosos tratados. Finalmente, puesto que se trataba de una ciudad que no podía ser conquistada, se vieron obligados a llamar al general Escipión, que había destruido Cartago”.
Inmerso en lo que estaría por suceder, Cornelio Escipión, no veía con buenos ojos el duelo directo con estos guerreros, porque la táctica ideada radicó en el asedio y el consiguiente cerco de Numancia. Queriendo rendir a los numantinos, no por la hombría de la acción en sí, sino por la extenuación, la hambruna, la sed y los efectos desencadenantes de las afecciones que, paulatinamente, irían pasando factura.
De esta manera, eludía las emboscadas y el choque de guerrillas, en las que sin duda, los hispanos eran inexpugnables. Pero, los naturales de estas tierras comandadas por Retógenes, llamado de sobrenombre ‘El Caraunio’, estaban experimentados en los asaltos y al corriente de las artimañas para contrarrestarlas con precisión.
Las primeras directrices se inclinaron con la edificación de dos acantonamientos colindantes a este término: uno, adaptado a la franja Norte y el otro, a la Sur. Desde estas dos posiciones estratégicas los romanos dirigieron el ataque y el aislamiento de la población. Con anterioridad, se había realizado la tala de árboles para la fabricación de las estacas, como las que se observan en una de las dos imágenes, imprescindibles para los reductos defensivos y el hostigamiento.
El anillo de retraimiento se encastró con siete campamentos emplazados en las lomas que abrazan Numancia. Ensamblado por un cercado de doble muro de tres metros de elevación, con un diámetro de unos diez kilómetros y unas doscientas vigías de observación.
Potencialmente, el vallado estaba antecedido de un profundo foso y troncos clavados a plomo en el suelo atados entre sí, hasta formar una estructura firme. La senda del río Duero se intervino con un rastrillo suspendido de las torres contiguas.
Cuantitativamente, las milicias romanas se componían de 60.000 soldados, agrupando a otros 10.000 alistados entre las aldeas aliadas al Sur de la Meseta. A este ejército iban hacerle frente unos 4.000 combatientes numantinos alentados por otros 4.000 provenientes de familias leales. Bien es cierto, que las diferencias en cifras, eran alarmantes, pero la motivación continuaba prevaleciendo.
Para alojar a las legiones romanas, aparte de las instalaciones de Peña Redonda y Castillejos, se montaron las de Molino, Valeborrón, Alto Real, Travesada, Dehesillas y Rasa. Simultáneamente, otras trescientas atalayas, emplazadas con una catapulta capaz de hacer un recorrido de unos 200 metros; los suficientes, como para alcanzar y hacer diana en los conjuntos amurallados.
Resultando relativamente fácil, la verificación de cualquier conato de escaramuza o de fractura del sitio, con el propósito de importunar o tratar perentoriamente de adquirir suministros. Era manifiesto que con dicho trazado perimétrico de bloqueo, se aproximaba el momento conclusivo que hasta entonces había desafiado al poder hegemónico romano.
Ante esta situación inhumana de perecer por la falta de alimentos, los numantinos acordaron adentrarse en los límites enemigos y partir a la zona exterior; para ello, esperaron a las primeras luces del alba y con una maniobra arriesgada de 2.000 efectivos, proceder al asalto y sorprender a las fuerzas romanas.
Apresuradamente, los centinelas avivaron las hogueras y tocaron las trompetas de aviso, advirtiendo del avance sorpresivo.
La intervención causó cuantiosas bajas entre las líneas contrarias, pero, para desdicha de los hispanos, al ver que eran inferiores en proporción numérica se vieron forzados a replegarse a sus posiciones.
Horas más tarde de la intentona malograda, el Consejo numantino volvió a convocarse para deliberar urgentemente alguna otra iniciativa que les revertiese el escenario excepcional sostenido. Ante ello, al objeto de solicitar apoyo de los aliados más próximos a la demarcación, eligieron desenvolverse con un comando.
Este guion se fraguó con cierto optimismo y mejores presagios con un movimiento combinado, acometiendo desde la retaguardia y a un mismo tiempo embestir a las facciones romanas. Acto seguido, tras una intensa asechanza burlaron a las tropas enemigas e ingresaron en el área acordada, para recabar alguna ayuda que liberara a Numancia.
Pero, lo que no se llegaría a sospechar, que en las fructuosas esferas en las que se requirió el refuerzo por motivos de los lazos de sangre que les unía, una y otra vez, en reiteradas veces, sus ruegos eran rechazados ante el pánico en los desagravios de Cornelio Escipión.
Obviamente, estas negativas empujaron a un desánimo generalizado en los numantinos.
Rápidamente, se propagó la información por los contornos afines, extendiéndose el temor ante las represalias de castigo de los romanos, si se escuchaban los requerimientos interpelados. Definitivamente, ante la utopía de reunir a un solo compatriota que les amparara, regresaron a su punto de partida aceptando el fin más desgarrador de sus gentes.
El horizonte de lo que se avecinaba era tan galopante como incierto: los graneros estaban totalmente agotados y apenas podía toparse con algún gato o rata, para ser prontamente consumidos. La mugre y la carestía de víveres favorecieron la aparición de enfermedades. Sin más, subsistía la consideración en confiar que por el arrojo exhibido en el combate, los romanos les brindasen con una paz honrosa.
El abatimiento absoluto llegó cuando no tuvieron más remedio que echar mano de la carne de sus difuntos. En esta consternación hasta cotas inimaginables, decidieron batirse quemando sus últimas posibilidades ante la desesperanza. Deseando perecer batallando, que una tribulación lánguida atribuida por el destino despiadado de Cornelio Escipión.
Congregados los que quedaban con capacidad física para el acometimiento, se previnieron con sus armas y alentados, emprendieron el ataque que les reportaría al desenlace más amargo.
De pronto, se abrieron las puertas y los numantinos arremetieron en el cinturón asentado entre La Laguna y Merdancho, que pertenecía a la sección dirigida por Fabio Máximo. Tanto la caballería como la infantería romana ágilmente se movieron para intensificar la porción sitiada, que, reciamente era recibida por una nube de flechas númidas lanzadas desde los puestos más elevados.
Conforme se aproximaron a las legiones romanas, recibieron la mortífera andanada de las peligrosas lanzas de 2 metros, saldándose la obstinación numantina. El golpe era irrevocable, debiendo recular y retornar nuevamente a su destino, antes de llegar al cuerpo a cuerpo.
Una vez allí, asimilado que todo estaba perdido, empezó la inmolación: primero, calcinando sus parcelas y segundo, forcejeando entre ellos con espadas. Al derrotado se le escindió la cabeza y sus restos eran arrojados a las llamas.
Todo aquello que interesara o impresionase para gloria de Cornelio Escipión o de los romanos, deliberadamente, se reducía a las cenizas para no dejar rastro. Ante la contingencia de convertirse en esclavos, los numantinos prefirieron acabar con sus mujeres e hijos, antes que entregarlos.
Consecuentemente, cuando las legiones romanas entraron triunfalmente en Numancia, descubrieron para su estupefacción, un panorama apocalíptico: todo quedaba fundido al crisol, lo que hacía más dantesco los últimos instantes numantinos.
La frívola ambición enloquecida con la mezquindad de Cornelio Escipión, quedó privada: no pudiendo capturar ni desvalijar nada que le vanagloriase como trofeo de guerra. Regresando a Roma henchido en la exaltación y los aplausos, pero pedante y despojado de tesoros.
Este es el dietario desgarrador de uno de los episodios de las Guerras Celtíberas: era ostensible e incontrastable, Numancia, se había eclipsado por el hambre y los males infecciosos que, por doquier, se multiplicaron con espanto; pero, la resistencia peninsular continuaría perpetuándose más de un siglo, hasta ser reducida y tiranizada por el Imperio Romano.
*Publicado en el ‘Diario de Información Autonómica el Faro de Ceuta’ el día 14/II/2020